Cuando hube terminado, Manheim se quitó las gafas y las sometió a un elaborado ritual de limpieza con la participación de la corbata. Era evidentemente un gesto de nerviosismo habitual, pero sus ojos tenían un aspecto tan desnudo sin la protección de los cristales que aparté la vista.
Al fin volvió a ponerse las gafas y a coger la pluma.
– No soy mal abogado. En realidad soy bastante pasable. Simplemente no soy muy ambicioso. Me crié en el Sector Sur y aquello me gusta. Presto servicios a muchos de los comerciantes de la calle con problemas de arrendamiento, cuestiones laborales, ese tipo de cosas. Por eso, cuando aquellos dos tipos recurrieron a mí posiblemente debiera haberlos mandado a algún otro sitio, pero creí que podría resolver el caso -no es la primera vez que me ocupo de demandas de indemnización- y además me apetecía el cambio. La hermana de Pankowski es dueña de la floristería de al lado -por eso vinieron a mí- ella les dijo que le había hecho un buen trabajo.
Avanzó unos pasos hacia el archivador pero cambió de idea.
– No sé para qué quiero la carpeta; un tic nervioso, supongo. En fin, que me conozco el puñetero caso de memoria, aun después de tanto tiempo.
Se detuvo, pero yo no le insté a seguir. Desde ahora, todo lo que dijera sería para sí mismo más que para mí y no quería interrumpir su locuacidad. Pasados unos instantes continuó.
– Es la xerxina, sabe. Con el método que empleaban para hacerla, dejaba residuos tóxicos en el aire. ¿Sabe algo de química? Yo tampoco, pero en aquella época estudié bastante la cuestión. La xerxina es un hidrocarburo clorinado: normalmente añaden cloro al gas etileno y obtienen un disolvente. Ya sabe, del tipo con el que se puede quitar grasa de una plancha de metal, o pintura o cualquier cosa.
– Pues bien, si se inhalan los vapores mientras se está fabricando no es precisamente lo mejor del mundo. Afecta al hígado y a los riñones y al sistema nervioso central, y a todas esas cosas tan buenas. Cuando Humboldt empezó a fabricar la xerxina allá por los años cincuenta, nadie sabía nada de aquello. Quiero decir que las fábricas no estaban pensadas para matar a los empleados, pero tampoco tuvieron excesivo cuidado en el control de la cantidad de vapores clorinados que pasaba al aire.
Ahora que estaba enfrascado en su narración, su ademán había cambiado. Parecía seguro de sí y experto; su declaración de ser un buen abogado no parecía en absoluto ridícula.
– Después, en los años sesenta y setenta, cuando la gente comenzó a pensar en serio sobre el medio ambiente, hubo personas como Irving Selikoff que empezaron a indagar en la contaminación industrial y la salud de los obreros. Y empezaron a ver que había productos químicos como la xerxina que podían ser tóxicos en concentraciones bastante bajas; ya sabe, cien moléculas por millón de moléculas de aire. Lo que llaman partes por millón. Entonces Xerxes instaló depuradores de aire y cerró mejor sus tuberías, y redujo sus partes por millón hasta la normativa federal. Eso habría sido en los años setenta, cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente fijó el límite para la xerxina. Cincuenta partes por millón.
Sonrió a modo de disculpa.
– Siento ser tan técnico. Ya no soy capaz de pensar en este caso en términos simples. En fin, Pankowski y Ferraro vinieron a verme a comienzos de 1983. Los dos estaban ya fatal, uno de ellos con un cáncer de hígado y el otro con anemia aplástica. Habían trabajado en Humboldt mucho tiempo -Ferraro desde el 59 y Pankowski desde el 61-, pero lo habían dejado cuando su estado les impidió trabajar. Eso sería dos años antes. O sea, que no pudieron cobrar la incapacitación. Creo que nadie les informó de que tenían la posibilidad de exigirla.
Asentí con la cabeza. Las empresas no suelen ofrecer voluntariamente información sobre aquellas prestaciones que aumentan las primas de sus seguros. En especial en casos como el de Louisa, en que le estaban cubriendo grandes facturas médicas además de su sueldo de incapacitación.
– ¿Pero y su sindicato? -pregunté-. ¿No les habría informado su representante sindical?
Negó en silencio.
– Es un sindicato de empresa que habla en gran medida por boca de la dirección. Especialmente ahora; hay tanto paro en el barrio que no quieren remover el cotarro.
– A diferencia de los metalúrgicos -intervine yo secamente.
Sonrió por vez primera, adquiriendo un aspecto incluso más juvenil que antes.
– Bueno, no se les puede echar en cara. Al sindicato de Xerxes quiero decir. Pero, en fin, aquellos dos habían leído en alguna parte que la xerxina podía ser perjudicial para la salud, y dado que ambos andaban mal económicamente, pensaron que al menos podrían cobrar indemnización por no estar capacitados para trabajar. Ya sabe, enfermedad laboral y esas cosas.
– Ya veo. ¿Entonces usted fue a Humboldt para intentar negociar algún acuerdo? ¿O fueron directamente a los tribunales?
– Tenía que moverme deprisa; no estaba muy claro cuánto iban a vivir ninguno de los dos. Primero fui a la compañía, pero cuando se negaron a jugar no me anduve por las ramas: puse demanda. Claro está que si hubiéramos ganado después de haber muerto los tipos, sus familias habrían tenido derecho al cobro de la indemnización. Y habría significado un notable cambio económico para ellas. Pero sueles preferir que tus clientes estén vivos a la hora de su triunfo.
Asentí. Habría significado un cambio notable, especialmente para la Sra. Pankowski y todos sus críos. Las compañías aseguradoras de Illinois pagan un cuarto de millón a las familias de los obreros que mueren en accidente laboral, por tanto habría merecido la pena el esfuerzo.
– ¿Entonces qué ocurrió?
– Pues que yo vi en seguida que la compañía nos iba a dar largas, y por tanto demandamos. Entonces nos metieron en una de las primeras listas de causas a juzgar. Aunque esté aquí perdido en el Sector Sur tengo unas pocas influencias -sonrió para sí, pero rehusó compartir la broma.
– El problema era que los dos tipos fumaban, Pankowski bebía mucho, y los dos habían vivido toda su vida en Chicago Sur. Supongo que si usted se crió allí no tengo que recordarle cómo era el aire. O sea que Humboldt nos dio una buena somanta. Dijeron que por una parte no había modo alguno de demostrar que era la xerxina la que les había afectado y no los cigarrillos o la mierda del ambiente. Y además apuntaron que los dos habían trabajado allí antes de que nadie supiera que aquello era tan tóxico. Es decir, que incluso si era la xerxina lo que les había perjudicado, no contaba; ya sabe, la fábrica funcionaba conforme a los conocimientos médicos vigentes. O sea, perdimos como convenía. Hablé con un excelente abogado de apelación y su opinión fue que no había realmente nada en qué apoyarnos. Final de la historia.
Reflexioné alrededor de un minuto.
– Ya, pero si eso fue todo lo que pasó, ¿por qué saltan todos en Xerxes como conejos nerviosos cuando oyen los nombres de los tipos?
Se encogió de hombros.
– Probablemente por la misma razón por la que yo no quería hablar con usted en un principio. No se creen que actúe por cuenta propia. No se creen que esté buscando a un padre perdido. Lo que piensan es que está intentando remover el caldero otra vez. Tiene que admitir que su historia es bastante improbable a primera vista.
Con renuencia, miré el asunto desde su punto de vista. Dados todos los datos que yo desconocía, digamos que podía comprenderlo. Seguía aún sin poder imaginar por qué había creído Humboldt necesario intervenir. Si su compañía había ganado el caso sin tapujos, ¿por qué iba a importarle que sus empleados me contaran cosas de Pankowski y Ferraro?
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