Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Había pasado muchos años en la plantilla regional como defensora de oficio. Aquello no sólo me situaba en el lado opuesto del banquillo respecto al fiscal del estado, sino que me hacía objeto de sus eternos recelos. Todos trabajábamos en la Junta del Condado de Cook, pero ellos ganaban un cincuenta por ciento más que nosotros. Y si algún caso sensacional llegaba a la prensa, siempre se daba el nombre de la acusación. A nosotros nunca nos nombraban, incluso si nuestra brillante defensa les dejaba hechos picadillo. Es verdad que yo me había trabajado a algunos fiscales cuando convenía un entendimiento procesal u otra clase de acuerdos, pero no había nadie entre el personal de Richie Daley que estuviera dispuesto a proporcionarme información por los viejos tiempos. Tendría que hacer mi imitación de Dick Butkus y embestir a la cabeza.

La alguacila que me registró en la entrada se acordaba de mí. Mostró cierta tendencia a mofarse de mi aspecto desaliñado, pero al menos no intentó prohibirme el paso por ser una peligrosa incitadora de delincuentes. Hice una parada en el servicio de señoras para lavarme el barro de las piernas. Con el vestido ya no se podía hacer nada, aparte de quemarlo, pero con un poco de maquillaje y el cabello peinado, al menos no parecía un evadido de la comisaría.

Fui al tercer piso y miré gravemente a la recepcionista.

– Me llamo Warshawski; soy detective -dije con aspereza-. Quiero hablar con Hugh McInerney sobre el caso Cleghorn.

En los tribunales criminales los policías y los agentes de orden hacen orilla. Supuse que no exhibían su placa cada vez que querían ver a alguien, por tanto tampoco yo tenía por qué hacerlo. La recepcionista respondió a mi tono bravucón apretando números rápidamente en el teléfono interior. Pese a que debía su empleo al enchufe, al igual que los restantes trabajadores del edificio, no era recomendable malquistarse con un detective.

Los fiscales estatales son hombres y mujeres jóvenes en ascenso hacia los grandes bufetes o un buen nombramiento político. Nunca se ve a un viejo a la izquierda del banquillo; ignoro dónde van a parar los que no se promocionan de modo natural. Hugh Mclnerney parecía estar cerca de los treinta. Era alto, con cabello espeso y rubio y la clase de musculatura compacta que producen muchas horas de raqueta y pelota.

– ¿En qué puedo servirte, Detective? -su voz profunda, a tono con su constitución, se adaptaba a la perfección a las salas de tribunal.

– Nancy Cleghorn -dije resuelta-. ¿Podemos hablar en privado?

Me condujo a través de una puerta interior a una sala de juntas, con las paredes desnudas y el mobiliario arañado que yo recordaba de mis días en el distrito. Me dejó sola un minuto para buscar la ficha de Nancy.

– Ya sabéis que ha muerto -le dije cuando regresó.

– Lo he leído en la prensa de la mañana. He estado medio esperando a que os personarais alguno de vosotros.

– ¿Y no se te ocurrió tomar la iniciativa de llamarnos? -arqueé las cejas desdeñosa.

Encogió un hombro.

– No tenía nada concreto que contaros. Vino a verme el martes porque creía que alguien la estaba siguiendo.

– ¿Tenías alguna idea de quién era?

Movió la cabeza negativamente.

– Créeme, Detective, si hubiera tenido un nombre aquí dentro, me habría colgado del teléfono desde primera hora de la mañana.

– ¿No has pensado en Steve Dresberg?

Se removió incómodo.

– Pues… esto, hablé con el abogado de Dresberg, Leon Haas. Él… esto, él creía que Dresberg estaba satisfecho con el estado de las cosas actualmente.

– Ya, no me extraña -dije con malevolencia-. Os dejó a todos a la altura del betún en los tribunales, verdad, con aquel asunto del incinerador. ¿Le preguntaste a Hass lo que pensaba Dresberg sobre la planta de reciclaje que quería montar Cleghorn? Si lanzó amenazas de muerte por un incinerador, no estoy segura de que diera saltos de alegría con un centro de reciclaje. ¿O es que decidió usted que Cleghorn veía visiones, Sr. McInerney?

– Oye, Detective, no me atosigues. Estamos del mismo lado en esto. Tú encuentras al que mató a Cleghorn y yo le acuso hasta en foto. Te lo prometo. No creo que fuera Steve Dresberg, pero mira, llamo a Haas y le doy unos toques.

Sonreí ferozmente y me levanté.

– Eso será mejor que se lo dejes a la policía, Sr. McInerney. Que investiguen ellos y encuentren a alguien que puedas acusar hasta en foto.

Salí de la oficina con ademán arrogante, pero en cuanto estuve en el ascensor se me cayeron los hombros. No quería líos con Steve Dresberg. Si eran ciertas la mitad de las cosas que decían de él, podía echarte al Río Chicago antes de que tuvieras tiempo de estornudar. Pero no había hecho ningún daño a Nancy y Caroline con la cuestión del incinerador. O quizá su estrategia fuera: primera vez una advertencia, segunda una muerte repentina.

Con circunspección, uní el Chevy al atasco de hora punta de la Kennedy y me dirigí a casa.

14.- Aguas turbias

Cuando llegué a casa, el Sr. Contreras estaba ante el edificio con la perra. Ésta mordisqueaba un gran palo mientras él limpiaba desperdicios del pequeño retazo de patio delantero. Peppy saltó al verme, pero abandonó al comprobar que no llevaba la ropa de deporte.

El Sr. Contreras esbozó un saludo con la mano.

– ¿Qué hay, preciosa. Te ha cogido la lluvia esta mañana? -se incorporó y me echó un vistazo-. Bueno, bueno, vaya pinta llevas. Parece que hayas estado metida en cieno hasta la cintura.

– Pues sí, es que he ido al pantano de Chicago Sur. Tiene cierta tendencia a quedársete adherido.

– ¿Ah sí? Ni siquiera sabía que hubiera un pantano allí.

– Pues lo hay -dije secamente, apartando a la perra con impaciencia.

Me miró inquisitivo.

– Necesitas un baño. Un baño caliente y una copa, niña. Sube a descansar. Yo me ocupo de su señoría. Tampoco tiene que ir hasta el lago todos los días de su vida, sabes.

– Sí, claro -recogí el correo y subí lentamente las escaleras hasta el tercer piso. Cuando me vi en un espejo de cuerpo entero no me expliqué cómo había logrado que McInerney no pusiera reparos a recibirme. Por mi aspecto podría ser pariente de la pareja de pescadores de la Laguna del Palo Muerto. Tenía las medias hechas trizas y las piernas tiznadas de negro donde había intentado quitarme el barro al llegar a las dependencias del distrito. El bajo del vestido caía pesadamente a causa del barro seco. Hasta mis zapatos de tacón negros estaban polvorientos por la porquería de mis piernas.

Me quité los zapatos delante de la puerta del cuarto de baño y tiré junto a ellos las medias mientras abría el grifo de la bañera. Esperaba que en el tinte pudieran revivir el vestido; no quería sacrificar la totalidad de mi vestuario al viejo barrio.

Busqué el teléfono portátil en mi habitación y me lo llevé al baño. Una vez dentro de la bañera con un whisky al alcance de la mano, puse en marcha el contestador automático. Jonathan Michaels había intentado localizarme. Había dejado el teléfono de su oficina, pero la centralita estaba ya cerrada y no tenía el número de su domicilio, que no figuraba en la guía. Metí el teléfono en el lavabo y me recosté en la bañera con los ojos cerrados.

Steve Dresberg. Conocido también como el Rey de la Basura. No por su carácter, sino porque todo el que quisiera enterrar, quemar o transportar desperdicios en la zona de Chicago, tenía por fuerza que darle un papel en el reparto. Hay quien dice que dos tipos independientes dedicados a la recogida, que desaparecieron después de negarse a tratar con él, están pudriéndose en los terrenos que se rellenaron para construir el Departamento de Investigación Criminal. Otros creen que el hilo del incendio premeditado de un cobertizo de almacenamiento de residuos, que produjo la evacuación de seis manzanas cuadradas del Distrito Sur el verano pasado, podría seguirse hasta su puerta; si es que hubiera bastantes personas con un seguro de vida pagado para hacer el seguimiento.

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