Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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– Buenas noches, teniente. ¿En qué puedo servirte?

– Puedes darme una buena razón para no enchironarte -hablaba con un agradable tono conversador, lo cual significaba que estaba a punto de estallar.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Es considerado delictivo el hacerse pasar por agente de policía. Por todo el mundo menos por ti, supongo.

– Soy inocente -miré el zapato. Jamás recobraría la suave pátina que tenía cuando salió de Florencia, pero no estaba del todo mal.

– ¿No eres tú la mujer -alta, unos treinta años, cabello corto rizado- que le dijo a Hugh McInerney que era de la policía?

– Le dije que era detective. Y cuando hablé de la policía, tuve buen cuidado de emplear pronombres de tercera persona, no de primera. Hasta donde yo sé eso no es delito, pero es posible que el Ayuntamiento metiera la pata en mi nombre -cogí el zapato derecho.

– No crees que podrías dejar la investigación de la muerte de Cleghorn a la policía, ¿verdad?

– Pues no sé qué decirte. ¿Crees que la mató Steve Dresberg?

– Si te digo que sí, ¿estás dispuesta a esfumarte y dedicarte a las cosas que sabes hacer?

– Si tienes una orden de detención con el nombre del tipo, lo consideraré. Sin entrar en lo que sé o no sé hacer -cerré el envase de betún y lo dejé junto al paño sobre un periódico.

– Mira, Vicki. Eras hija de policía. Ya debías saber que no hay que meter las narices en las investigaciones policiales. Cuando te vas a hablar con un tipo como McInerney sin decirnos nada, simplemente nos haces el trabajo cien veces más difícil. ¿Sí o no?

– Sí, bueno, digo yo que sí -admití a regañadientes-. No volveré a hablar con un fiscal estatal sin permiso expreso de McGonnigal o tuyo.

– ¿Ni con ninguna otra persona?

– Dame un respiro, Bobby. Si pone ASUNTO POLICIAL en todas las etiquetas, os lo dejo a vosotros. Eso es lo más que me vas a sacar.

Colgamos mutuamente irritados. Pasé el resto de la noche ante la tele mirando una versión muy cortada de Rebelde sin causa. No sirvió precisamente para calmar mi mal humor.

15.- Lección de química

El despacho de Manheim estaba entre un salón de belleza y una floristería, formando parte de la multitud de pequeñas fachadas comerciales que atestan la Calle Noventa y Cinco. Su nombre aparecía en una plancha de vidrio con esos caracteres negros y dorados que dan en teoría un aspecto antiguo y discreto: Frederick Manheim, Abogado.

La parte delantera del local, la que los pequeños comercios empleaban para planta de ventas, había sido convertida en zona de recepción. Contenía un par de sillas de vinilo y una mesa con una máquina de escribir y una violeta africana encima. Sobre otra mesa de conglomerado, frente a las sillas de vinilo, había unos cuantos números atrasados de El Deporte Ilustrado. Hojeé uno durante unos minutos para dar al asistente la oportunidad de salir. Cuando no apareció nadie llamé con la mano en la puerta del fondo de la sala y giré el picaporte.

La puerta se abría a un diminuto corredor. Se habían colocado unas cuantas planchas de madera laminada en la parte donde las tiendas guardan sus excedentes para crear una oficina y un pequeño cuarto de baño.

Llamé a la puerta donde aparecía el nombre de Manheim -escrito en esta ocasión en fuertes trazos negros de letra gótica- y en respuesta se oyó un apagado «un momento». Sonó un susurro de papeles, un cajón se cerró de golpe y Manheim abrió la puerta masticando aún, limpiándose la boca con el revés de la mano. Era un hombre joven de mejillas sonrosadas y pelo claro y abundante que le caía por encima de las gruesas gafas.

– Ah, hola. Annie no me ha dicho que tuviera visitas esta mañana. Adelante.

Estreché la mano que me ofrecía y le dije mi nombre.

– No tengo cita. Siento interrumpir de esta manera, pero pasaba por aquí y he pensado que quizá pudiera dedicarme un minuto o dos.

Me invitó a pasar con un ademán.

– Claro, claro. Sin problema. Siento no poder ofrecerle un café: conseguí el mío en el Dunkin' Donuts de camino hacia aquí.

Había apretado un par de sillas para visitas entre su escritorio y la puerta. Si te recostabas en la de la izquierda, chocabas con el archivador metálico. La de la derecha estaba metida contra la pared; una línea de rozaduras grises marcaba el lugar donde las personas se habían apoyado excesivamente sobre las planchas de fibra de la pared. Me produjo un cierto malestar el no poder inyectar algo de dinero contante en la operación.

Había sacado un cuaderno de papel profesional, colocando el café del Dunkin' Donuts a un lado con cuidado.

– ¿Podría deletrearme su nombre, por favor?

Lo hice.

– Soy abogada, Sr. Manheim, pero actualmente trabajo sobre todo como investigadora privada. En uno de los casos que llevo me han surgido los nombres de dos clientes suyos. Antiguos clientes, supongo. Joey Pankowski y Steve Ferraro.

Manheim había estado mirándome cortésmente a través de los gruesos cristales, con las manos relajadamente unidas en torno a la pluma. Al oír los nombres de Pankowski y Ferraro dejó caer la pluma y adoptó una expresión todo lo preocupada que cabe en un hombre de sonrosadas mejillas querubínicas.

– ¿Pankowski y Ferraro? No estoy seguro…

– Empleados de la fábrica Xerxes de Químicas Humboldt en Chicago Sur. Murieron hace dos o tres años.

– Ah, sí. Ya recuerdo. Necesitaban asesoramiento legal, pero me temo que no pude ayudarles demasiado -parpadeó tristemente tras sus gafas.

– Ya comprendo que no querrá hablar de sus clientes. A mí tampoco me gusta hablar de los míos. Pero si le explico lo que ha suscitado mi interés en Pankowski y Ferraro, ¿estaría dispuesto a responderme a un par de preguntas sobre ellos?

Bajó la vista hacia la mesa y jugueteó con la pluma.

– Es que… realmente… no debo…

– ¿Qué es lo que pasa con esos dos tipos? Cada vez que menciono sus nombres hay algún hombre hecho y derecho que empieza a temblar.

Levantó la vista

– ¿Para quién trabaja?

– Para mí. Para mí, para mí, con eso basta, eso al menos dijo Medea.

– ¿No trabaja para una compañía?

– ¿Quiere decir del estilo de Químicas Humboldt? No. Me contrató en un principio una muchacha que vivía al lado de mi casa para que averiguara quién era su padre. Al parecer había una posibilidad remota de que uno de los dos -probablemente Pankowski- pudiera ser la persona y empecé a husmear para encontrar alguien de Xerxes que lo conociera. La mujer en cuestión me ha despedido el miércoles pasado, pero a mí me ha picado la curiosidad la forma en que la gente está reaccionando a mis preguntas. Esencialmente, me están mintiendo sobre lo que ocurrió entre Pankowski y Ferraro, y Xerxes. Y entonces uno que conozco en el Departamento de Trabajo me dijo que usted les representó. Por eso estoy aquí.

Sonrió mustio.

– Supongo que no hay motivo alguno para que la compañía mande a alguien a estas alturas. Pero me cuesta trabajo creer que actúa usted por cuenta propia. Fueron muchas las personas a las que puso nerviosas el caso, y ahora aparece usted así por las buenas. Es demasiado… demasiado raro. Demasiado retorcido.

Me restregué la frente, por ver si mi cerebro respondía con alguna idea. Finalmente dije:

– Voy a hacer una cosa que no he hecho jamás en toda mi trayectoria como investigadora. Le voy a contar exactamente lo que ha ocurrido. Si después sigue considerando que no soy de fiar, sea como quiera.

Comencé por el principio mismo, con la aparición de Louisa embarazada en la casa de al lado unos meses antes de mi undécimo cumpleaños. Seguí con Gabriella y sus impulsos quijotescos. Con la exuberante filantropía de Caroline a expensas de los demás y la molesta sensación que yo conservaba de seguir siendo en algún modo responsable de ella. No le dije que Nancy había terminado en la Laguna del Palo Muerto, pero le relaté todo lo ocurrido en Xerxes, mi conversación con el Dr. Chigwell y por último la intervención de Humboldt. Ese fue el único episodio al que puse sordina. No conseguí decidirme a contarle que el dueño de la compañía me había invitado a tomarme un coñac; me sentía avergonzada de haberme dejado embaucar por los aderezos de la opulencia. Así pues, balbucí que había recibido una llamada de uno de los altos cargos de la compañía.

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