Y acaso no. ¿Quién va a esperar dos años para vengarse de un amor agriado? Es decir, dejando a un lado a Agatha Christie.
La Sra. Cleghorn no supo decirme nada más. Aparte de la fecha del funeral, fijada para el lunes en la Iglesia Metodista Monte de los Olivos. Le dije que asistiría y la dejé al cuidado de sus nietos.
De vuelta en el coche, me derrumbé abatida sobre el volante. Salvo las investigaciones financieras que había hecho el martes, no había recibido pago alguno de un cliente desde hacía tres semanas. Y ahora, si efectivamente iba a indagar en el asesinato de Nancy, tendría que hablar con el fiscal del estado, para comprobar si Nancy le había revelado algo cuando le comunicó que la estaban siguiendo. Hablar con Ron Kappelman. Ver si cabía la posibilidad de que se hubiera sentido despechado o, si no eso, si tenía alguna idea de lo que Nancy había estado tramando hasta hacía pocos días.
Me froté la cabeza con cansancio. Quizá estuviera haciéndome mayor para bravuconadas. Quizá lo que debiera hacer era llamar a John McGonnigal, contarle mi conversación con Caroline, y volver a lo que yo sé hacer: investigar el fraude industrial.
Con esa nota de prudencia, y hasta de racionalidad, encendí el coche y me puse en marcha. No hacia la Carretera del Lago y el sentido común, sino hacia el sur, donde había muerto Nancy Cleghorn.
13.- La Laguna del Palo Muerto
La Laguna del Palo Muerto estaba en lo hondo de una maraña de pantanos, terrenos de relleno y fábricas. Sólo había estado allí en una ocasión, formando parte de una expedición de Girls Scout para observar las aves, y no estaba segura de poder encontrarla. A la altura de la Calle Ciento Tres tomé la dirección oeste hacia Stony Island, la calle que serpentea entre este laberinto. Al norte de la Ciento Tres es una gran carretera, pero por esta parte se torna en una vía de grava de anchura indeterminada, y llena de baches a causa de los enormes semirremolques que reptan de ida y vuelta a las fábricas.
La fuerte lluvia había convertido esta trocha en una superficie vidriosa y enfangada. El Chevy saltaba y resbalaba con dificultad por los surcos entre las altas hierbas del pantano. Los camiones con que me crucé me llenaron el parabrisas de salpicaduras de barro. Cuando hice un viraje para procurar evitarlos el Chevy rebotó peligrosamente y se fue hacia las zanjas de drenaje que flanqueaban la carretera.
Tenía los brazos doloridos de forcejear con el volante cuando finalmente vi la laguna a mi izquierda. Aparqué el coche en una porción de terreno alto contiguo a la carretera y me calcé los deportivos para la expedición. Seguí la carretera hasta un camino señalizado a la orilla izquierda de la laguna, después me abrí paso con cautela a través de terrenos pantanosos y hierbas muertas. El cieno se aplastaba bajo mis pies y se filtraba por mis zapatos deportivos.
La laguna formaba parte de un rebose del Río Calumet. No era muy profunda, pero sus aguas turbias cubrían una inmensa extensión del pantano. Al aproximarme, pude leer señales contradictorias clavadas en los árboles, una de las cuales designaba la zona como parte del plan federal de aguas limpias, la otra advertía a los intrusos contra vertidos peligrosos. Alguna institución de vigilancia había realizado un intento chapucero de cercar la laguna, pero la baja alambrada se había caído en una serie de puntos facilitando el paso clandestino. Recogiéndome la falda con una mano, crucé por una de estas secciones abatidas hacia la orilla del agua.
La Laguna del Palo Muerto había sido una gran zona de alimentación de aves migratorias. Ahora el agua tenía un negro opaco, atravesada por los dedos surrealistas de troncos de árbol pelados. Los peces han empezado a regresar al Río Calumet y sus afluentes desde la aprobación de la Ley de Limpieza de Aguas, pero los que llegan hasta esta laguna aparecen con enormes tumores y aletas podridas. Aun así, pasé junto a una pareja de pescadores intentando agenciarse la cena en aquellas aguas sucias. Ambos eran de forma, edad y sexo indefinido bajo sus múltiples capas de prendas raídas. Sentí su mirada fija en mí hasta que desaparecí en una curva entre las hierbas del fangal.
Seguí un sendero hasta el extremo sur de la laguna, donde decían los periódicos que había muerto Nancy. Encontré el lugar sin dificultad: conservaba el acordonamiento de cinta amarilla de la policía y los grandes letreros amarillos que declaraban prohibido el paso por estar en curso una investigación policial. No se habían molestado en dejar una vigilancia: ¿quién habría accedido a permanecer en semejante sitio? Y además, la lluvia habría arrastrado probablemente todo indicio que no hubieran descubierto los técnicos en pruebas la noche anterior. Me metí bajo el acordonamiento amarillo.
Los asesinos habían aparcado donde yo había dejado el coche. O cerca de allí. Después la habían arrastrado por el sendero que acababa yo de recorrer. A la luz del día. Habían pasado junto a la pareja pescadora, o el lugar donde éstos se encontraban. ¿Se debía sólo a la suerte el que nadie les hubiera visto? ¿O contaban con que las furtivas vidas de los que frecuentaban las ciénagas les ofrecieran protección contra su ociosa curiosidad?
La lluvia había barrido todo rastro del cuerpo de Nancy, pero la policía había marcado el contorno con piedras. Me puse en cuclillas junto a ellas. La habían tirado con la manta y había caído sobre el lado derecho, con parte de la cabeza dentro del agua. Y allí había quedado, tendida en el agua grasienta hasta que se había ahogado.
Me estremecí en el aire húmedo y finalmente me puse en pie. No había nada que ver allí, ninguna huella de vida o de muerte. Volví lentamente por el sendero, deteniéndome cada pocos pasos para inspeccionar los matorrales y las hierbas altas. Era un gesto fútil. Sin duda Sherlock Holmes habría detectado alguna colilla delatora, las piedrecillas de otro país que no pertenecían al lugar, el fragmento de un sobre. Lo único que yo vi fue una interminable serie de botellas, bolsas de patatas fritas, zapatos viejos, abrigos, todo lo cual demostraba que Nancy no había sido más que uno de los muchos bultos abandonados en los pantanos.
La pareja de pescadores seguía exactamente en el mismo sitio donde había estado anteriormente. Siguiendo un impulso empecé a avanzar hacia ellos para saber si habían estado allí ayer, o si habían advertido algo. Pero cuando salí del sendero se levantó un enjuto pastor alemán, que me miró con ojos dementes inyectados en sangre. Preparó las patas delanteras y me enseñó los dientes. «Buen perro», susurré, y regresé a la senda. Que la policía interrogara a aquella pareja; a ellos les pagaban por hacerlo y a mí no.
De vuelta en la carretera escudriñé el terreno en busca del punto donde los asesinos habían pasado el cuerpo por la alambrada. Finalmente encontré unos cuantos hilos verdes prendidos en el alambre a unos veinte pasos de donde había dejado el coche. Era visible por dónde se había quebrado la hierba seca bajo el pie del agresor de Nancy. Sin embargo, era una parte relativamente poco pisoteada, por lo que pensé que la policía no se había molestado en investigar aquel punto.
Avancé con cuidado entre el matorral, inspeccionando toda porción de basura. Me corté las manos abriendo las hierbas secas. La falda de mi vestido negro estaba tiesa de barro y tenía pies y manos helados cuando al fin decidí que nada iba a conseguir allí. Di media vuelta con el Chevy y me dirigí hacia el norte para intentar entrevistarme con el hombre de Nancy en la oficina del fiscal del Estado de Illinois.
Con el vestido embadurnado y las piernas sucias de barro no estaba precisamente vestida para el éxito, o siquiera para causar una impresión favorable en los funcionarios. Pero eran casi las tres; si iba a casa a cambiarme, no podría volver a la esquina de la Veintiséis y California antes de que terminara la jornada laboral.
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