Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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Cuando Jury se despertó a la mañana siguiente no recordaba cómo había llegado a su habitación y se había dejado caer arriba de la cama, sin desvestirse. El whisky en lo de Darrington, sumado a las pocas horas de sueño en las últimas jornadas, había tenido un efecto fatal. Se despertó por un tímido golpe a la puerta. Farfulló algo y Wiggins asomó la cabeza.

– Siento mucho despertarlo, señor, pero el superintendente Racer está en el comedor y hace una hora que no deja de preguntar por usted. Hasta ahora pude calmarlo, pero no creo que pueda seguir haciéndolo mucho más. – El espantoso remordimiento de Wiggins por haber dejado escapar a Matchett sólo se había suavizado cuando Jury le contó cuán útiles le habían sido sus pastillas para la tos.

– Si no hubiera sido por usted, sargento… – La implicación de que había contribuido a salvarle la vida al inspector Jury obró mejor que cualquier medicamento en el estado de ánimo del sargento. Luego de entrar del todo en la habitación le dijo a Jury:

– A decir verdad, señor, me parece que el superintendente Racer se está portando de una manera vergonzosa. Hace una semana que usted casi no duerme. Trabaja demasiado, si me permite. Así que le dije al superintendente que lo iba a llamar a una hora decente. – El sargento Wiggins se interrumpió súbitamente, como si las palabras que acababa de pronunciar pudieran causarle graves trastornos.

– ¿En serio le dijo eso? – Jury se incorporó apoyándose en un codo y miró a Wiggins.

– Sí, claro, señor.

– Entonces lo único que puedo decir es que usted tiene muchísimo más coraje que yo, Wiggins.

El sargento se retiró, sonriendo, para que Jury se vistiera. Jury reparó de pronto en un detalle: Wiggins no había sacado el pañuelo ni una sola vez.

– ¿Quería verme? – Jury omitió el “señor” con toda deliberación -. ¿Me permite sentarme?

El superintendente en jefe Racer ya estaba sentado en el comedor, y los restos de un abundante desayuno estaban frente a él: migas de scones, pedacitos de pan con manteca, huesitos de tocino. La luz resplandeció en su anillo de sello cuando se puso un cigarro en la boca.

– ¿Te has estado poniendo al día con el sueño? Es una gran suerte que este caso acabara, ¿no crees, Jury? – Jury notó que no se hizo mención alguna a quién lo había resuelto. – De lo contrario hubieran comenzado los verdaderos problemas, no te quepa duda.

Daphne Murch, ruborizada aún, depositó una cafetera de plata frente a Jury, le dedicó una amplia sonrisa y se retiró, sin reparar en los ojos del superintendente Racer, fijos en sus piernas.

– No está mal – dijo Racer, antes de volverse para apoyarse sobre la mesa y mirar a Jury -. Jury, aunque no puedo reconocerte el mérito de cada movimiento que hiciste en este caso, debo reconocer que hemos logrado cerrarlo, de modo que no hay resentimiento de mi parte. Nunca pensé que fueras un mal policía, aunque estás sobreestimado por los demás en mi opinión. Esa sensación que tienen los hombres que trabajan bajo tus órdenes, esas tonterías que pregonan por el Yard… Tienes que hacer que los hombres te respeten , Jury, no que te aprecien . Eso no basta. Además desobedeces órdenes. Te dije que me llamaras todos los días. No lo hiciste. Te dije que me mantuvieras informado de cada movimiento. No lo hiciste. Nunca vas a llegar a superintendente por ese camino, Jury. Tienes que saber cómo manejar a los hombres que están por encima de ti y a los muchachos a tu cargo.

A Jury le sonó como el título de una mala película norteamericana de guerra.

– Bueno, me voy. Puedes terminar todo aquí. – Racer arrojó una cantidad de monedas sobre la mesa. No era tacaño, al menos. Antes de irse miró a su alrededor. – No es un mal lugar para un pueblito de mala muerte. Cené muy bien anoche. Siempre se puede confiar en un hombre que hace su propia cerveza.

Quizá Jack el Destripador hiciera su propia cerveza, pensó Jury, enmantecando una tostada fría.

– ¿Qué pasa, Wiggins? – le espetó Racer a Wiggins, que había irrumpido ante la mesa.

– El sargento Pluck ya trajo el auto, señor.

– Muy bien. – Cuando Wiggins se volvía para retirarse, Racer lo llamó. – Sargento, no me gustó mucho el tono que usó esta mañana conmigo…

A Jury se le estaba agotando la paciencia.

– El sargento Wiggins me salvó la vida – dijo. Al ver que Racer levantaba las cejas, interrogativo, Jury continuó: – ¿Oyó hablara del soldado que se salvó porque su anciana madre insistió en que llevara una Biblia en el bolsillo de la camisa? – Jury tiró la caja de pastillas para la tos sobre la mesa.

– ¿Y eso para qué diablos te sirvió? – preguntó Racer, rozando la caja con la punta de un dedo, como si fuera un objeto deleznable.

– Esas pastillas me salvaron. – Jury bebió el café y decidió exagerar un poco. – Wiggins sabía que no uso revólver y que me habían regalado una honda. En mi opinión fue una idea brillante de su parte.

Absolutamente encantado con el inesperado elogio, Wiggins pasó de una resplandeciente sonrisa a una expresión de perplejidad y viceversa. No estaba seguro de cómo descifrar este mensaje críptico que Jury acababa de presentar a su superior.

Racer miró a uno y otro y se limitó a gruñir. Luego dijo, con almibarado desdén.

– Si no tiene inconveniente, inspector Jury, no informaremos al público del hecho de que Scotland Yard sólo tiene hondas para protegerse, ¿eh?

Jury estaba sentado en la estación de policía de Long Piddleton, revisando papeles y escuchando una discusión amistosa entre Pluck y Wiggins. Pluck ensalzaba las virtudes en el campo mientras buscaba en el Times las últimas violaciones, asaltos y asesinatos cometidos en los callejones de Londres. De pronto la puerta se abrió como arrancada de cuajo por manos fantasmales y Lady Ardry irrumpió en la habitación. Melrose Plant entró detrás de ella, con expresión compungida.

Al ver a Agatha, Pluck y Wiggins intercambiaron una mirada y se retiraron con el té y el diario a la habitación adyacente.

Lady Ardry extendió la mano como una navaja y le espetó a Jury:

– Bueno, lo logramos, ¿no, inspector? – Su antiguo rencor había casi desaparecido por completo llevado por la brisa de la victoria.

– ¿Que lo logramos , querida tía? – dijo Melrose, sentándose en una silla en el rincón de modo de quedar detrás de ella y en la penumbra.

Jury sonrió.

– Bueno, quienquiera que lo haya hecho, Lady Ardry, alegrémonos de que todo terminó.

– Pasaba a invitarlo a almorzar, inspector, y me encontré con mi tía en la calle…

– ¿A almorzar? – exclamó Lady Ardry, mientras se arreglaba la capa como si fuera el traje de la Coronación. – Me gustaría mucho. ¿A qué hora?

– La invitación, querida tía, es exclusivamente para el inspector.

Ella agitó la mano, haciendo oídos sordos al comentario de su sobrino.

– Tenemos cosas más importantes entre manos que un almuerzo. – Apoyó las dos manos con firmeza en el bastón. Alrededor de una de las muñecas estaba la pulsera de esmeraldas y rubíes de Plant. A Jury le pareció que su esplendor real ya había comenzado a opacarse.

– Tenía que ser Matchett. Siempre lo supe. Uno se da cuenta por los ojos, inspector. Siempre se sabe por los ojos. Y los ojos de Matchett eran paranoicos, locos. Duros y fríos. ¡Bueno! – Golpeó con la mano sobre el escritorio. – Lo único que puedo decir es que me alegro de que usted estuviera aquí, en lugar de ese hombre asqueroso, ese superintendente Racer. Estoy segura de que no querrá que vuelva a narrarle el despreciable comportamiento de ese hombre en mi casa.

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