Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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Jury dejó de transpirar. Prefirió entregarse y pensar algo camino al bosque. Ya se le ocurriría algo.

– Voy a bajar, Matchett.

– Con cuidado, con cuidado.

Jury pasó por los bancos hacia el este, y luego bajó los escalones de piedra que Matchett había usado unos minutos antes. Al mirar hacia abajo, Jury vio que Matchett estaba parado en la mitad de la nave, entre las filas de bancos. Al pasar entre los bancos, tomó rápidamente un libro de himnos de su soporte de madera. Al llegar abajo levantó el libro por encima de la cabeza, con las dos manos en el aire.

– Tráigamelo aquí, por favor.

Jury caminó hacia él. Matchett le dijo que se detuviera cuando estuvo a unos tres metros.

– Ya está bastante cerca.

En ese momento Jury abrió apenas los dedos y el libro de himnos cayó sobre la suave alfombra.

– Qué torpe. – dijo Matchett.

Jury comenzó a inclinarse, sabiendo que Matchett se lo impediría.

– Vamos, inspector, levántese. Déle un puntapié al libro, por favor.

Era lo que Jury esperaba, y sólo rogaba tener fuerza suficiente en la pierna izquierda para lograrlo. Enganchó con el taco la alfombra y la atrajo hacia sí lo bastante rápido como para hacerle perder e equilibrio a Matchett. Resonó un último disparo rozándole el brazo, y entonces Jury arremetió contra el otro. No fue tarea difícil empujar a Matchett contra la hilera de bancos. Jury estaba tan furioso que toda la ira que sentía hacia ese loco afloró en ese momento. El golpe a la mandíbula y el otro al estómago fueron casi simultáneos y muy efectivos. Matchett se dobló sobre sí mismo y cayó al piso de piedra entre dos bancos.

Jury levantó el libro de himnos. El diario estaba todavía en el púlpito. Lo había deslizado debajo de la inmensa Biblia iluminada mientras hablaba con Matchett. Miró al asesino y pensó en la naturaleza del hombre que terminaba amando el crimen como otros aman las ostras.

– Señor Matchett, no tiene obligación de decir nada a menos que así lo desee, todo lo que diga se pondrá por escrito y podrá ser usado en su contra, ¿comprendido? – preguntó, aún sabiendo que Matchett estaba inconsciente.

Luego dio media vuelta, caminó hasta el altar y volvió a subir al púlpito. Encendió la débil luz, levantó la Biblia y retiró el diario de Ruby Judd.

Contempló largamente el libro que daría fin a Simon Matchett. Al rato oyó una vez más la pesada puerta trasera, que se abría con suavidad. Desde la oscuridad del vestíbulo oyó la voz sarcástica del superintendente en jefe Racer.

– Al fin encontró su vocación, ¿eh, Jury?

Matchett fue llevado a la estación de policía de Weatherington. Fue arrestado “oficialmente” por Racer y su mano derecha, el inspector Briscowe, que había acompañado a su superior a Long Piddleton para “concluir el caso”, como le dijo Racer a los periodistas esa misma noche. Desde el momento mismo en que el superintendente Puso el pie en el pueblo, el caso pareció resolverse solo. Racer no lo dijo de manera tan directa, pero a los periodistas de Londres no se les escapó la relación causa-efecto.

– El maldito le robará el caso – dijo Sheila Hogg. Era medianoche, y estaba sirviéndole un whisky a Jury como si abriera una canilla. – Se va a llevar los laureles que le corresponden a usted. Incluso puso su vida en peligro, inspector; casi se hace matar. Tome. – Le puso el vaso lleno en la mano libre. El otro brazo había sido vendado por un doctor Appleby mucho más suavizado, luego de la resolución del caso.

A la hora del arresto de Matchett, todo Long Piddleton estaba enterado de los pormenores del caso, obra de Pluck, seguramente. Jury se había divertido mucho viendo a Pluck intentando desalojar a Briscowe de la cámara del fotógrafo de los diarios. Sheila Hogg lo había arrastrado literalmente a Jury a su casa a tomar algo. Para ella él era, sin duda, el héroe de la jornada.

– Bueno – dijo Jury en respuesta a las quejas de ella -, lo único que importa es que todo se solucionó al fin, ¿no?

– Por suerte para usted – dijo Darrington, en una nueva muestra de celos y hostilidad -. Hubiera deseado que yo fuera el culpable, ¿verdad? – Se rió afectadamente.

Jury levantó las cejas con burlona expresión de sorpresa.

– ¿Usted? Vamos, vamos. En ningún momento sospeché de usted. Me pareció que eso estaba claro. Usted no tiene la imaginación necesaria. Matchett, en cambio, tiene cierto estilo. Si no fuera tan retorcido habría sido escritor.

Sheila se rió, en parte por el efecto de la bebida, en parte por la satisfacción. Darrington se ruborizó y se levantó de un salto.

– ¿Por qué diablos no se va de una vez? ¡Me ha hecho la vida imposible desde que llegó y ya no tiene nada que hacer aquí!

Sheila golpeó el vaso contra la mesa.

– ¡Yo tampoco! – se puso de pie con dudosa firmeza e intentó una pose digna -. Oliver, tú también eres un asqueroso. Mañana mandaré a buscar mis cosas.

Darrington había vuelto a sentarse. Casi no la miró.

– Estás borracha – dijo, mirando las profundidades de su propio vaso.

Jury estiró el brazo para sostenerla cuando ella giró en redondo para encarar a Darrington.

– Prefiero estar borracha antes que… antes que no tener imaginación. ¿No es cierto, inspector?

Aunque la modulación de las palabras no fue perfecta y se bamboleaba como sacudida por un fuerte viento, Jury estuvo absolutamente de acuerdo con ella. Le ofreció su brazo y la acompañó fuera de la habitación.

– Él cree que no hablo en serio. Pero sí. Voy a tomar una habitación en lo de los Scroggs. A menos que… – y lo miró esperanzada desde debajo de las pesadas pestañas.

Él sonrió.

– Lo siento, preciosa. Pero la posada de Matchett está fuera de consideración. No se aceptan más huéspedes. – Mientras la ayudaba a ponerse el abrigo vio que ella contraía la cara en un gesto de desilusión, y le dedicó un guiño. – Pero siempre queda el viejo Londres. Irás a Londres, ¿no?

Recuperado el buen ánimo, ella dijo:

– ¡Claro que sí, mi amor!

Mientras caminaba hacia el auto Jury vio la silueta de Darrington recortada contra la luz del vestíbulo.

– ¿Sheila? ¿Qué diablos estás haciendo? – gritó desde la sala.

Después de ocuparse de que Sheila quedara en las maternales manos de la señora Scroggs, Jury se dirigió, algo mareado, hacia su alojamiento. Al bajarse del Morris vio luz en el bar.

Era Daphne Murch que lo esperaba retorciéndose las manos. Jury recordó que ella debía de haber estado allí cuando fueron a buscar las cosas de Matchett.

Corrió hacia él y le dijo:

– ¡No podía creerlo! ¡No podía creerlo! ¡El señor Matchett, señor! ¡Tan franco que parecía!

– Lo siento muchísimo, Daphne. Te sentirás muy mal, supongo. – Estaban sentados a una de las mesas; Daphne había preparado té, con la certeza de que una taza de esa bebida sería la cura universal para ellos. No dejaba de sacudir la cabeza, asombrada.

– Escúcheme, Daphne. Ya no tiene trabajo, ¿no?

Ella parecía muy deprimida.

– Tengo algunos amigos en Hampstead – dijo Jury. Sacó su libretita, anotó una dirección en un papel y se lo dio. – No sé si te gustará Londres, pero te aseguro que son muy buena gente. Y sé que están buscando una mucama. – Jury también sabía que tenían un chofer muy presentable. – Si quieres, me pondré en contacto con ellos apenas llegue a Londres y…

No pudo terminar la frase. Daphne dio vuelta alrededor de la mesa corriendo y le plantó un sonoro beso. Después desapareció raudamente de la habitación, roja de vergüenza.

CAPÍTULO 20

Lunes 28 de diciembre

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