– Sí, así es Quiero que haga lo siguiente: vaya a la posada de Matchett enseguida y empiece a tomar declaraciones a Simon Matchett, a los Bicester-Strachan, a Isabel y Vivian Rivington, a Sheila Hogg y a Darrington. También a Lady Ardry. Deshágase de todos los demás.
– No sé si podré llegar, señor – dijo Pluck. – El Morris hace un ruidito como un zumbido, no sé…
– Agente Pluck – dijo Jury con encantadora afabilidad -, si no lo hace de inmediato oirá un ruidito como un zumbido en la orejas. ¡Por todos los santos, hombre! Use cualquier auto. ¡Pero muévase de una vez!
Jury colgó violentamente y entonces vio la papelera. Una hoja de papel sobresalía. Jury la sacó y leyó lo que parecía una serie de notas inconexas, posiblemente anotaciones para un sermón.
– Escuche esto – le dijo a Melrose, que seguía parado en medio de la habitación mirando el cuerpo del vicario -. Escuche, el vicario hizo algunas extrañas anotaciones aquí: “Bacanales… Hirondelle … Dios nos ampare”. ¿Qué diablos le parece que quiso decir con eso?
Plant se acercó al escritorio, miró el papel y se encogió de hombros.
– Nos lo llevaremos después de que el experto en huellas digitales revise todo. Pero le digo con toda franqueza que no tengo ninguna esperanza de que las huellas digitales nos den alguna respuesta. – Jury tomó nota mental de todo lo que había sobre el escritorio: secante, tintero, lapiceras y un florero con rosas. Luego se dirigió a los cajones abiertos, y vio que el contenido había sido revisado pero no destruido. Se oyó un sonido de motores y por el vidrio oscuro de la ventana vieron una luz azul: la policía o la ambulancia. El equipo de Weatherington entró ruidosamente con el sargento Wiggins a la cabeza, todos aturdidos por las constantes visitas a Long Piddleton. Había comenzado a llover y el agua caía en ráfagas sombrías y oblicuas, con breves estallidos de truenos, y algunos relámpagos: una noche perfecta para un crimen.
– ¿A quién le tocó? – preguntó Appleby, dedicando su torva sonrisa al inspector y a Melrose Plant.
Jury se sentía ruin y culpable por la muerte del vicario; se preguntaba si podría haberla impedido de haber estado en Long Piddleton.
– El reverendo Smith, Denzil Smith – dijo, desolado.
El fotógrafo policial retrató el cadáver desde todos los ángulos posibles, doblándose como un contorsionista. Jury sacó un cigarrillo del paquete y observó al experto de las huellas digitales con su lupa y su cepillo empolvando todo, desde los picaportes de las puertas hasta las pantallas de las lámparas. Un agente se había estacionado en la puerta, otro revisaba arriba y otro esperaba instrucciones de quien quisiera darlas.
Cuando terminaron de sacar fotos, el doctor Appleby se inclinó sobre el cuerpo y Wiggins se paró a su lado, con la libreta en la mano. Wiggins lucía demacrado. Appleby comenzó a dar monótonamente los detalles sobre la víctima: altura, peso, edad. Calculó la hora de la muerte entre las seis y las ocho de esa noche. Pero dijo que no era definitivo.
Los camilleros que entraron a llevarse el cuerpo se quedaron en posición de atención esperando que Appleby les diera el visto bueno. Appleby finalizó su breve examen y ellos envolvieron el cuerpo en una sábana de goma.
Cuando terminaron con la biblioteca y el experto en huellas digitales se fue al piso de arriba con un sargento, Appleby encendió un cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo y dijo:
– Yo pensaba antes en venirme a vivir aquí cuando me jubilara. Pero dadas las circunstancias, no sé si será una buena inversión. – Tomó el maletín y ya estaba junto a la puerta cuando se volvió para decirle a Jury que suponía que volverían a verse. Pronto.
– Tiene un extraño sentido del humor – dijo Melrose.
Jury había vuelto al escritorio. Tomo el papel y se dedicó a estudiar las anotaciones hechas por el vicario. Habían visto una mancha de tinta en un dedo de la víctima, y una mancha similar en el papel.
Afuera las puertas de los autos se abrían y se cerraban ruidosamente. Los faros tiñeron la niebla de amarillo por un instante. Wiggins volvió y se dejó caer sobre el diván, sacando el pañuelo. Long Piddleton no estaba tratándolo muy bien. Un trueno y un grito aterrorizado de Wiggins hicieron dar un giro en redondo a Jury para ver, bajo el resplandor de un relámpago, una forma y un rostro pálido delineado detrás de la puerta ventana del escritorio. Jury se arrojó hacia la ventana pero se detuvo al ver de quién se trataba.
– ¡Lady Ardry! ¡Qué mierda…!
– ¡Agatha! – exclamó Melrose.
Ella entró, chorreando agua.
– No tiene por qué decir malas palabras, inspector. He estado observando el procedimiento.
Jury había soportado demasiado.
– ¡Wiggins! ¡Espósela!
La cara de ella pasó por una larga serie de expresiones, desde la incredulidad hasta el pánico. Wiggins, que no llevaba esposas encima ni lo había hecho nunca, miró a Jury asombrado.
Ella recuperó el habla.
– ¡Melrose! Dile a este policía loco que no puede…
Melrose se limitó a encender un cigarro con toda calma.
– Te conseguiré un buen abogado, no tengas miedo.
Ella estuvo a punto de abalanzarse sobre su sobrino pero Jury se interpuso entre los dos.
– Está bien. No la llevaremos todavía. ¿Qué estaba haciendo ahí afuera?
– Mirando, por supuesto. No creerá que estaba tomando el sol – dijo ella de mal humor.
– Yo que tú no le hablaría al inspector en ese tono, Agatha. ¡Quizá fuiste la última persona en ver al vicario con vida!
Ella tragó saliva y se puso pálida como un muerto. Le gustaba ser testigo, pero no tanto.
– Los seguí cuando salieron de la posada. Le pedí prestada la bicicleta a Matchett. Fue un viaje desagradable, les aseguro.
– ¿Estuvo afuera todo este tiempo?
– Llegué cuando el doctor ése estaba revisando el cuerpo. ¡Lo vi! ¡El cortapapeles de Trueblood! Les dijo, ¿no? – En ese momento recordó que el pobre Denzil había sido un buen amigo suyo y dejó caer la cabeza entre las manos. Prorrumpió en gemidos.
– ¿Vio la pulsera aquí hoy? – le preguntó Jury.
Ella asintió.
– Me siento un poco débil. ¿No habrá coñac?
Plant fue a servirle una copa y Jury se sentó frente a ella.
– Lady Ardry, ¿qué estaba haciendo el vicario mientras usted estuvo aquí?
– Hablando conmigo, por supuesto.
Jury se impacientó.
– Aparte de eso, quiero decir.
– No sé. Espere un momento. ¡Ah, sí!, estaba preparando un sermón. Trataba de hacer algo fino con material burdo, como siempre. Alguna tontería sobre construcción de iglesias. – Aceptó la copa que le tendió Melrose, bebió de un trago la mitad, se limpió la boca no muy elegantemente con su nuevo guante de cuero y miró a su alrededor, sombría.
Jury le mostró el papel que había hallado sobre el escritorio.
– ¿Le parece que el vicario podría haber incluido algo de esto en el sermón?
Agatha buscó los anteojos, escudriñó las anotaciones del papel y dijo:
– ¿Qué es esta tontería, “Dios nos ampare”? No tiene sentido. No suena muy de Denzil, tampoco. Demasiado religioso.
Jury dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo interior del saco.
– Cuando usted vio la pulsera, ¿de dónde la sacó el vicario?
– Del cajón del escritorio – dijo ella, señalando con la cabeza.
– Y dijo que iba a volver a guardarla en el lugar donde la había encontrado, ¿correcto? – Ella asintió. – Hemos registrado esta casa de arriba abajo – dijo Jury, sacudiendo la cabeza.
– ¿Y la iglesia? – preguntó Melrose.
– ¡Mi Dios! – dijo Jury -. ¡Por supuesto! A nadie se le ocurrió pensar en la iglesia. Vayamos a ver. – Ordenó a Wiggins que se quedara en la casa.
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