Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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La boca de ella se veía tan roja contra la palidez de la piel que parecía un payaso.

– ¿Qué va ha hacer?

– Haré un trato con usted. Tendrá que contarle a Vivian… – Cuando ella abrió la boca para protestar, él extendió la mano. – Dígale lo suficiente como para que no siga agobiada por esa culpa. Dígale que usted causó el accidente. Puede aducir como razón para habérselo endilgado a ella que, si admitía ante las autoridades que era usted la que montaba el caballo, la habrían arrestado por homicidio. Puede hacerle el cuento de que estaba aterrorizada, si quiere. Llore un poco. No creo que tenga ningún problema. Hace veinte años que la engaña, seguramente no le costará mucho engañarla un poco más.

La cara de Isabel había recuperado algo de color y gran parte de su altivez.

– ¿Y si no lo hago? ¡No puede probar absolutamente nada!

Jury se inclinó hacia ella.

– Es posible. Pero recuerde que tiene un motivo exquisito, realmente exquisito, para cometer un asesinato.

– Eso es absurdo.

Jury negó con la cabeza.

– Aunque no se lo diga usted, no le quepa la menor duda de que yo sí se lo diré. Además podría omitir que fue un accidente.

Ella se levantó de la silla, furiosa, y se dirigió a la puerta.

– Además, señorita Rivington, lo único que tengo que hacer es deslizar dos palabras en el oído de alguien de por aquí y todo terminará para usted.

Isabel giró sobre sus talones antes de llegar a la puerta.

– Eso es completamente falto de ética. Ningún policía decente haría algo así.

– En ningún momento aduje ser decente, ¿no?

Vivian estaba sentada frente a Jury con un sencillo vestido rosado de lana, restregándose las manos.

– No puedo creerlo. ¿Quién querría hacerle daño al vicario? Un anciano inofensivo.

– Por lo general todas las víctimas son inofensivas, excepto para el asesino. ¿Reconoce esta pulsera, señorita Rivington?

– Es la que él encontró.

– ¿Ya lo sabía? ¿Cuándo se lo dijo?

– Hoy. Esta tarde. Pasé por el vicariato para charlar con él.

– ¿A qué hora? – preguntó Jury con el corazón en la boca.

– Alrededor de las cinco. Un poco más tarde quizá. No estoy… – Se llevó las manos a la cara. – ¡Otra vez! No me va a decir que yo estaba cerca cuando se cometió el asesinato.

– No voy a decirle nada, no. – Jury sonrió con esfuerzo. ¿Por qué diablos no se quedaba esa chica en su casa escribiendo poemas? Miró las notas hechas por Pluck. – ¿Se fue a su casa después? ¿Luego de salir del vicariato y antes de venir aquí?

– Sí. – Tenía la cabeza inclinada sobre el regazo y las manos sobre los pliegues en la pollera.

– ¿Quiere un coñac, señorita Rivington? ¿O alguna otra cosa? – dijo Jury con suavidad. Bajó un poco la cabeza, intentando verle la cara. A juzgar por el movimiento de los hombros, le pareció que ella estaba llorando. Automáticamente, le tendió la mano, pero enseguida la retiró. Se sintió intensamente triste, al imaginar la cara de ella (que no alcanzaba a ver) contorsionada como la de una niña pequeña.

Sacó el pañuelo doblado y lo dejó en el regazo de ella. Luego se puso de pie, se alejó caminando hacia una de las ventanas y continuó hablando desde allí.

– ¿Estaba con su hermana cuando llegó a su casa?

Ella negó con la cabeza baja.

– No. Isabel había salido.

– ¿Y la sirvienta?

Vivian se sonó la nariz.

– Se había ido, también.

Jury suspiró. Mala suerte

– Gracias, señorita Rivington. ¿Me permite llamar a alguien para que la acompañe a su casa?

Ella estaba parada pero seguía mirando el suelo. Negó con la cabeza. Con la mano izquierda apretaba el pañuelo de él y con la derecha hacía pliegues en la pollera. No dijo nada; sólo se encaminó hacia la puerta, como una autómata.

– ¡Señorita Rivington!

Ella se volvió.

Jury se sintió muy mal.

– Su vestido… es muy hermoso. – Idiota , agregó, furioso consigo mismo.

Ella sonrió apenas. Por fin lo miró, con tanta gravedad en la cara y tanta seriedad en esos ojos como piedras preciosas, que de pronto él sintió terror de que ella confesara haber cometido los asesinatos. Todos.

Cuando ella abrió la boca para hablar, él estuvo a punto de estirar la mano para impedírselo.

– Inspector Jury…

– No se preocupe…

– Le voy a lavar el pañuelo – dijo, y dando media vuelta, salió de la habitación.

– Lady Ardry me va a poner las esposas en cualquier momento, inspector. – Marshall Trueblood cruzó con toda delicadeza una pierna sobre la otra. – Está convencida de que soy el culpable. Por favor, yo no podría asustar ni a una gallina, mucho menos matar al pobre viejo.

– ¿Cuándo vio por última vez el cortapapeles, señor Trueblood?

Él estudió el techo un instante y luego dijo:

– No estoy seguro. Supongo que hace unos dos días.

– ¿A menudo deja el negocio solo?

– A veces me voy a lo de Scroggs, que queda al lado. Sí, lo dejo abierto.

– ¿Así que cualquiera pudo haber entrado y vuelto a salir esta tarde sin que usted se diera cuenta?

– Sí. Pero, ¿por qué? ¿No hay algo llamado modus operandi , inspector? ¿Por qué un cuchillo esta vez? Los otros fueron estrangulados. – Trueblood reflexionó. – Perdóneme por meterme.

– Está bien. Es muy perceptivo de su parte, señor Trueblood. Yo diría que el cortapapeles sirve al mismo propósito que el libro de Darrington que dejaron en The Swan: implicar a otra persona. ¿Quién estuvo en su negocio hoy?

– Bueno, la señorita Crisp vino desde su casa de pasteles a tratar de venderme unas chucherías. Yo creo que esa mujer hace negocio con los hojalateros y después trata de decirme a mí que es plata georgiana. Lata, más bien.

Jury suspiró.

– ¿Podríamos no irnos del tema, por favor?

– Perdón. También vino una pareja de Manchester, buscando cosas art Déco , esa moda atroz; después Lorraine, buscando a Simon Matchett, al que seguramente venía persiguiendo por toda la comarca, y después… no sé. – Encendió un cigarrillo rosado.

– ¿Cuándo notó la falta del cuchillo?

– Cortapapeles, querido. Esta tarde. Después de que Lady Ardry llegó a lo de Scroggs y despejó el salón con su inimitable presencia.

Jury observó que los ojos de Trueblood se dirigieron hacia la pulsera, se apartaron y luego volvieron con más detenimiento.

– ¿Dónde consiguió ese mamarracho? ¿No es la de la chica Judd?

– ¿La reconoce, entonces?

– Sí. Es un adefesio. – Se reclinó en su asiento y se tapó la boca con la mano en una mímica de horror. – Acabo de condenarme por abrir la boca. Pero, con mi cortapapeles en el cuerpo del pobre Smith, ya tengo algo así como un certificado de muerte, ¿no? – A pesar del tono burlón, estaba por cierto pálido.

– Después de todo, también hay que considerar el motivo. ¿Hay algo en su pasado, señor Trueblood, que preferiría conservar en secreto?

Trueblood pareció genuinamente azorado.

– ¿Es un broma, viejo?

CAPÍTULO 17

Domingo 27 de diciembre

Era un sombrío amanecer. Jury y Plant estaban sentados en la estación de policía de Long Piddleton. Jury miraba el papel que había encontrado en el escritorio del vicario. Por fin dijo:

– Si no eran notas para un sermón, ¿qué eran?

Melrose Plant miró por encima del hombro de Jury.

– “Dios nos ampare”. No sueña a algo del reverendo Smith. Por primera vez en mi vida estoy de acuerdo con mi tía.

– Entonces es una cita. ¿De la Biblia?

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