Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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CAPÍTULO 15

Sábado 26 de diciembre

Durante el desayuno, el sargento Wiggins le dijo a Jury que había llamado a Scotland Yard luego de hablar con él el día anterior y que le habían proporcionado la dirección de dos ex sirvientes de la vieja posada de Matchett.

– Daisy Trump y Will Smollet, señor. Parecen ser los únicos miembros del personal aún vivos. Todavía no ubicamos a ninguno de los huéspedes. Puedo llamar a estos Trump y Smollet y combinar para que usted vaya a verlos, señor.

– Perfecto – dijo Jury, sirviéndose más tocino -. Trump y Rose Smollet fueron los que tuvieron relación con el hallazgo del cuerpo de la señora Matchett.

– Además, aquí tengo algunas anotaciones sobre el señor Rivington. – Wiggins le alcanzó una hoja a Jury.

Jury leyó la página mecanografiada y descubrió que los hechos desnudos no diferían de lo que Isabel y Vivian le habían contado. Pero daban la hora exacta del accidente, y eso era lo que Jury tanto buscaba.

– Muchísimas gracias, sargento. Ha hechos un trabajo estupendo; lamento mucho haberle estropeado la cena de Navidad.

Wiggins prefería un reconocimiento de parte de Jury que cualquier cena de Navidad. Sonrió, pero fue interrumpida por un acceso de tos. Se disculpó y subió en busca de nuevas píldoras.

– Dígale a Daphne Murch que querría verla, por favor.

Daphne apareció diez minutos después con la cafetera en la mano.

– ¿Quiere más café, señor?

– Quería hablar contigo un minuto, Daphne. Siéntate. – Ella no vaciló, acostumbrada ya a su posición privilegiada como testigo principal y amiga de Ruby Judd. – Daphne, hay dos objetos que pertenecían a Ruby, que no han aparecido, y a mí me parece que tendrían que estar en algún lado: la pulsera y su diario. Escúchame, tú me dijiste que nunca se quitaba la pulsera, ¿es cierto?

– Eso es lo que ella decía, y era cierto. Nunca la vi sin ella.

– No la tenía encima cuando la encontramos.

– Bueno, eso es muy raro. Especialmente si iba a algún lado. Quiero decir, se la pudo haber sacado para limpiar o lavar, pero seguro se la habrá puesto si salía a pasear, ¿no? Quizá se le rompió el cierre, o algo. Recuerdo que no hace mucho…- Daphne se interrumpió y bajó la cara.

– ¿Sí?

Ella tosió nerviosamente.

– No sería nada, supongo. Estábamos en su cuarto en el vicariato. Nos visitábamos. A veces yo iba a verla, a veces ella venía aquí. Bueno, estábamos bromeando, jugando a la guerra con las almohadas, y nos pegábamos fuerte, tanto que Ruby se cayó de la cama. Casi nos morimos de risa. Yo me estiré para agarrarla, ella seguía debajo de la cama, ¿entiende?, y ella me agarró de la muñeca tan fuerte que se me salió la pulsera. El cierre no es muy seguro. Mientras yo me reía y trataba de recuperarla, ella salió de debajo de la cama y dijo: “Qué raro”. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Qué raro . Parecía que hubiera visto un fantasma. O como si se hubiera llevado una impresión muy fea. Se quedó ahí sentada con mi pulsera como si se hubiera vuelto loca. Después miró su pulsera y dijo “Creí que la había encontrado”, como si estuviera hablando consigo misma. Le dije que dejara de hacerse la tonta. Entonces se levantó, pero se sentó en la cama y siguió sacudiendo la cabeza. Poco después de eso fue que empezó ese asunto de que sabía algo y de que tenía a alguien en el puño.

– ¿Cómo era la pulsera?

– Nada especial. Una pulsera con dijes. Aunque creo que los dijes eran de oro. Por lo menos ella decía que eran de oro, pero uno nunca podría creerle a Ruby. Recuerdo que uno era un cubo chiquito, un caballito, un corazón. Había otros que no recuerdo. – La joven miró a Jury casi temerosa. – ¿Cree que lo que le pasó a Ruby tiene algo que ver con la pulsera? ¿Le parece a usted posible?

– No me sorprendería.

Jury se bajó del Morris azul frente a la central de policía de Long Piddleton y entró. Se estaba quitando el sobre todo cuando sonó el teléfono. Era el sargento Wiggins.

– Ubiqué a Daisy Trump, señor. También a los Smollet. Mejor dicho, a un primo que vive al lado. Smollet no está y la señora murió hace unos años. Rosamund se llamaba.

Carajo, pensó Jury.

– ¿Y esa otra mujer, puedo verla?

– ¿A Daisy Trump? Sí. Vive en Robin Hood’s Bay, en Yorkshire.

– Hágala venir, sargento. Espere un momento. Vaya a Robin Hood’s Bay a buscarla, no le llevará más que unas horas. Reserve un cuarto en algún lugar para la señora Trump. Dios, ¿hay alguna posada en donde no se haya cometido un asesinato? ¿Nos queda alguna?

Wiggins se apartó del teléfono y Jury oyó una conversación en voz baja antes de que el sargento regresara.

– Tenemos una que queda cerca de Dorking Dean, señor. Unos kilómetros pasando The Swan. – Wiggins sorbió su té. – Se llama Bag ó Nails. ¿No era el nombre de una de las posadas de Matchett? – respondió.

– Sí – dijo Jury -. Es un nombre muy común. Muy bien, resérvele una habitación ahí y, por lo que más quiera, póngale custodia a esa pobre mujer.

– Sí, señor – dijo Wiggins -. El inspector Pratt quiere saber si va a venir a Weatherington. Le gustaría repasar algunos detalles del caso con usted. – Wiggins bajó la voz como si lo estuvieran escuchando desde Londres. – El superintendente en jefe Racer llamó hecho una furia. ¿Qué le digo la próxima vez que llame?

– Por favor, deséele Feliz Navidad de mi parte. Tarde, pero de todo corazón. – Jury colgó mientras Wiggins se reía. Tampoco le tenía mucho cariño a Racer.

Melrose Plant estaba sentado a la mesa junto a la ventana en arco dando cuenta de una porción del pastel de ternera y huevos de la señora Scroggs cuando la puerta se abrió bruscamente y entró Marshall Trueblood. En una tarde invernal y con una cerveza de por medio Trueblood podía ser una persona muy agradable.

– Hola, amigo, ¿le molesta si lo acompaño? – Trueblood se sacó la bufanda y la puso sobre una silla.

– Por favor, adelante. – En el momento en que Melrose indicaba el asiento de la ventana, la puerta volvió a abrirse. Sonriendo, Melrose agregó: – Una linda reunión, ahora que ha llegado Su Alteza.

La señora Withersby, amante de la cerveza gratis, estaba parada en el umbral de la puerta, mirando recelosa a su alrededor, como si la posada hubiera cambiado de dueños de la noche a la mañana y pudiera internarse en una guarida de ladrones y asesinos.

– Hola, Withers, vieja amiga – dijo Trueblood -. ¿Pagas esta vuelta o la pagaré yo? No nos peleemos, eres demasiado generosa. – Trueblood sacó algunas monedas del bolsillo.

La señora Withersby no se había puesto los dientes ese día y, cuando hablaba, la boca se hundía hacia atrás.

– Vaya, si es el dueño del Palacio Rosa. Es hora de que pague usted. Yo pagué la última vuelta, hace menos de una semana.

– Withers, la última vez que pagaste una vuelta fue en la época de la bicicleta. ¿Qué tomas?

– Lo de siempre – dijo ella y se sentó junto a Melrose, al que en seguida empezó a reprochar -. ¿No es hora de que haga algo, su señoría?

Melrose inclinó la cabeza gentil y le ofreció la cigarrera de oro, alejándose al mismo tiempo de la mortal combinación de cerveza, ajo y la inspirada receta de su mamá para alcanzar la longevidad que ese día había elegido la señora Withers.

– ¿Y, qué está haciendo, Milord, sentadito aquí en la oscuridad con el Niño Bonito, eh? Ojalá su tiíta no se entere. ¡Ah!, gracias, mi amor – exclamó, cambiando de tono, cuando Trueblood le puso la cerveza delante -. Eres un encanto, sí, la sal de la Tierra, yo siempre lo digo. No todos son tan generosos. – Le dirigió una mirada malévola a Melrose.

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