Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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En el oscuro jardín frente a la casa de los Judd Jury alcanzó a ver gansos o patos de yeso, casi ocultos por la nieve.

Una mujer joven atendió la puerta. Era una versión más angular de Ruby, si la foto de Ruby era fiel a su imagen. Sería la hermana, pensó Jury.

– ¿Sí? – la voz era nasal y el hecho de que simulara no saber quién era él le recordó a Lorraine Bicester-Strachan. Pero la señorita Judd no tenía tanto temperamento.

– ¿La señorita Judd, no? – Ella asintió. – Inspector Jury, señorita, del Departamento de Investigación Criminal, y el sargento Wiggins. – Wiggins se tocó el sombrero. – Tengo entendido que el sargento Wiggins le avisó que vendríamos.

Ella se hizo a un lado. Jury notó mientras él y Wiggins pasaban a su lado y entraban en el vestíbulo oscuro, que no parecía muy entristecida por lo ocurrido. Tampoco les pidió los abrigos, de modo que Jury apoyó el suyo sobre la baranda.

– Por acá – fue todo lo que dijo, señalando una habitación al extremo del vestíbulo angosto y oscuro en la parte de atrás de la casa. Quizá fuera una salita de diario, pues la del frente estaba a oscuras. La utilizarían para tomar el té los domingos. En un rincón de la habitación había un escuálido árbol de Navidad de papel plateado.

En la habitación del fondo hallaron al matrimonio Judd, ambos con los ojos increíblemente secos.

La señora Judd, una mujer robusta que apenas levantaba los ojos de su tejido al hablar y que se refería a Ruby como si no fuera su hija, dijo:

– Es horrible pensar que uno se mata trabajando por ellos; mire cómo le pagan.

A Jury le resultó difícil conservar el control ante tanta sangre fría.

– No creo que su hija pretendiera que le sucediera lo que le sucedió, señora Judd. No creo que quisiera terminar sus días en una zanja. – Fue una descripción tan fría como el tono de la señora Judd al hablar de su hija.

El señor Judd no decía nada. Sólo emitía sonidos guturales con la garganta. Era de esos hombres que dejan que hablen las mujeres.

– Desde que era chiquita no hubo manera de controlarla. La única que podía con ella era la tía Rosie, a hermana de Jack. Cuando no podíamos con ella se la mandábamos a Devon. Después, cuando creció, nos trataba como si no fuéramos ni siquiera parientes, mucho menos su mamá y su papá. Nunca mandaba plata a casa, y cuando no trabajaba no hacía nada en la casa. Vivía a costillas nuestras. No como Merriweather. – La madre sonrió afectuosa hacia el palo de escoba que leía una revista de cine junto al hogar con leños eléctricos Merriweather sonrió, luego trató de parecer triste al recordar la muerte de su hermana. Incluso apretaba un pañuelo en la mano para secar las lágrimas que no salían.

– Nuestra Merry nunca nos dio ningún dolor de cabeza. – La señora Judd se meció y miró orgullosa a la chica mientras sus agujas de tejer seguían su tarea. El señor Judd, con chaleco y tiradores, por fin agregó:

– No hables mal de los muertos, mamá. No es de cristianos.

Rara vez Jury había visto tal indiferencia ante la muerte de un hijo. Ninguno de los Judd dejaba ver el menos interés por la terrible muerte de su hija. Que se fueran al diablo. Le facilitarían el trabajo, Nada de condolencias, nada de preguntas delicadas y cautelosas para proteger corazones destrozados.

– Señora Judd, ¿cuándo vio a su hija por última vez? – Wiggins había sacado la libreta y una caja de pastillas para la tos. Empezó a chupar una pastilla y a escribir en taquigrafía, mientras la señora Judd dejaba el tejido y miraba hacia el techo, pensando la respuesta.

– Sería…, déjeme ver, hoy es jueves. El viernes de la otra semana. Sí, me acuerdo porque yo llegaba de la pescadería. Compré pescado fresco y me acuerdo bien que se lo comenté a Ruby.

– Pero me parece haberle oído decir que casi nunca venía a verla. Eso fue hace menos de dos semanas. Pocos días antes de que la mataran. Creemos que fue asesinada el 15.

– Fue en esa fecha, entonces. Pero sólo se quedó a pasar la noche. Dijo que tenía que estar de vuelta el sábado, que el vicario la necesitaba no sé para qué cosa.

– ¿Para qué vino?

La señora Judd se encogió de hombros.

– Nadie podía saberlo con Ruby. Habrá venido a ver a algún muchacho. Tenía demasiados, eso se lo aseguro. El policía esta tarde nos dijo que Ruby había dicho que venía a vernos a nosotros cuando se fue la semana pasada. Qué gracioso. Se habrá ido con algún tipo.

– Parece que no, señora Judd – dijo Jury, esforzándose por mantener el mismo tono de voz. Pero la puñalada llegó a destino, al menos. La mujer se ruborizó. – ¿Tenía éxito con los hombres?

– A mí no me parece muy bien eso de tener éxito con los hombres, inspector. – Lo miró de arriba abajo. – Ruby siempre andaba por ahí, callejeando, cuando vivía en casa. Merriweather, en cambio…

Pero a Jury no le interesaba para nada la excelente Merriweather Judd, con su cara en forma de cuña y pelo crespo. Cuando ella vio que Jury la observaba, se llevó el pañuelo a los ojos.

– ¿Dónde estaba Ruby, entonces, antes de venir a vivir con ustedes? Quiero decir, ¿cuál fue su último trabajo?

– En Londres. No me pregunte qué hacía. Ella decía que era ayudante en una peluquería, ¿pero me quiere decir dónde aprendió a hacer eso?

– ¿No sabe su dirección ni quiénes eran sus amigos en Londres? ¿O por qué regresó?

La señora Judd lo miró como si fuera un pedazo de pescado no demasiado fresco.

– Ya le dije. Sólo sé que no tenía dinero para vivir a lo grande, como le gustaba a ella. Por eso volvió.

– Probablemente no fuera ayudante de peluquería – interrumpió Merriweather -. Probablemente obtuviera dinero de otra fuente.

– ¿Están insinuando que Ruby era una prostituta?

El efecto fue eléctrico. La señora Judd enrojeció y dejó el tejido. Merriweather se sobresaltó. Incluso Judd se movió en la silla.

– ¡Es horrible decir eso de una pobre muchacha muerta! – La señora Judd buscó un pañuelo de papel en el bolsillo del delantal. Judd la palmeó en el brazo.

– Lo siento, señora Judd. – Jury se volvió a Merriweather. – Pero al oír ese comentario sobre el dinero, señorita, me pareció que se refería a…

– Ruby sólo decía que uno de estos días iba a empezar a vivir en la abundancia. Que ganaría montones de dinero, decía.

Jury fijó la atención en Merriweather.

– ¿Cuándo fue eso?

La muchacha se mojó el dedo y pasó la hoja de la revista.

– Cuando estuvo aquí. El viernes de la otra semana. Dio a entender muchas cosas, como siempre. Yo nunca le hago caso.

– ¿Qué dio a entender? – insistió Jury.

– Por ejemplo, dijo: “De ahora en adelante me voy a comprar la ropa en Liberty’s y no en Marks & Sparks”. Tonterías por el estilo.

– ¿No dijo nada sobre quién iba a darle ese dinero o por qué?

Merriweather se limitó a negar con la cabeza, sin apartar los ojos de la revista.

– Tengo entendido que Ruby llevaba un diario. ¿Alguno de ustedes lo vio alguna vez? – Las tres cabezas indicaron que no al unísono.

– Enviaré a un funcionario mañana, entonces, para que revise su habitación.

– Ya la revisaron una vez – dijo la señora Judd -. Tendrían que tener un poco más de respeto antes de molestar a los deudos…

Jury se puso de pie. Con un gusto amargo en la garganta. Wiggins también se levantó, guardándose el lápiz en el bolsillo de la chaqueta.

– Se les entregará el cuerpo de su hija para el funeral apenas recibamos la aprobación del Ministerio del Interior.

CAPÍTULO 14

Viernes 25 de diciembre

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