Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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– ¿Qué renuncie a qué?

– Al dinero. Dónalo a obras de beneficencia, o haz algo por el estilo. Tú no lo necesitas y yo no lo quiero y, por lo que veo, lo único que logra es causar desdicha, a mí al menos. ¡Mi Dios, si ni siquiera me permites que le diga a nadie lo nuestro! ¡Ni siquiera vas a pasar Navidad conmigo!

Ella rió.

– Simon, te estás portando como un chico. – Vivian tomó la mano de él entre las suyas. – Le prometí a Melrose hace años…

– Debe de ser el único hombre que has conocido en tu vida que no parece en absoluto un cazafortunas. Si yo tuviera la mitad del dinero que tiene él te haría mi esposa en cuestión de horas – dijo con amargura.

Jury tuvo la sensación irreal de asistir a una representación secreta y se ruborizó en la penumbra.

– … Dios sabe que no te echo la culpa de tener dudas – dijo Simon -, después de esa niñez espantosa. Francamente, creo que te haría mucho bien alejarte de Isabel.

– Es la primera vez que hablas mal de Isabel.

– No estoy hablando mal de Isabel, pero creo que deberías apartarte de ella. Te recuerda tu niñez y la antigua tragedia. Además, no podría asegurar que no lo hace intencionalmente. Tú crees que le debes muchísimo. Querida, no le debes nada a nadie. Si no quieres casarte conmigo, ven a vivir conmigo. Vivamos juntos. Así tu dinero quedará para siempre fuera de mi alcance. – Ella luchaba con las lágrimas y la risa. – Escúchame, mi amor Compraremos un castillo. ¿Te imaginas la influencia de Irlanda en tu poesía? No te molestaré. Saldré a pasear con los galgos, o me iré a la cantina, o a cualquier lado, con tal de tenerte conmigo. El país de Yeats. Te compraré una torre, como hizo Yeats con su mujer. Aunque me alegro de que tu nombre no sea George, créeme. – Ella se echó a reír. – “Construyo esta torre para mi esposa George;/ que estas imágenes sigan en pie/ cuando todo se convierta otra vez en ruinas.”

– Hermoso – dijo Vivian -. Pero Yeats no estaba enamorado de ella. ¿No era a Maud Gonne a quien amaba de verdad?

– Perdón. Entonces tú me recuerdas a Maud Gonne. No a la vieja George.

Ella rió.

– Qué acomodaticio.

– Maud Gonn. O Beatrice. O Jane Seymour. ¿No fue la única a quien Enrique VIII amó?

– Creo que sí. Al menos una de las pocas a la que no mató.

– No importa. Me recuerdas a Cleopatra. Ahora lo sé.

– Estás yendo un poco lejos, ¿no te parece?

– En absoluto. Y a Dido, Reina de Cartago. ¿Recuerdas lo que dijo cuando vio a Eneas por primera vez?

– Me avergüenzo por no saberlo.

“Agnosco veteris vestigia flammae” .

En ese momento oyeron una voz en las penumbras a sus espaldas.

– “Reconozco” – dijo Jury, mirando de frente a Vivian y apoyando pesadamente el vaso sobre la mesa -, “los vestigios de una antigua llama”.

Los dos lo miraron con la boca abierta. Luego exclamaron al mismo tiempo:

– ¡Inspector Jury!

– Perdón, no era mi intención sorprenderlos así. Estaban… muy absortos.

Vivian emitió una risita de asombro.

– ¡No se disculpe! Estoy azorada de hallarme en presencia de hombres tan eruditos. Tome asiento, por favor.

Jury acercó una silla y encendió un cigarrillo.

– Es un gran parlamento, es todo. ¿Qué hombre en sus cabales podrías resistirse a tales palabras?

– ¿Y qué mujer podría hacerlo, inspector? – Matchett le sonreía, pero él apartó la mirada. – Es un parlamento hermoso.

– Lamento decir que no tenemos mucho tiempo para las cosas hermosas – replicó Jury con demasiada brusquedad, apartando los cubiertos -. Al parecer tenemos otro crimen entre manos. Ustedes ya se habrán enterado. Las noticias vuelan.

Vivian apartó los ojos con rapidez y los fijó sobre el mantel, como una niña castigada.

– Ruby Judd – fue lo único que dijo, en voz muy baja.

– Ruby Judd, sí.

– Hablábamos de eso – dijo Matchett.

¿Ah, sí?, pensó Jury.

– Íbamos a cenar, inspector. ¿Nos acompaña?

– Sí, gracias.

Twig entró en el comedor; le ordenaron que trajera la ensalada y un plato y cubiertos para el inspector.

– Isabel fue a lo de Bicester-Strachan – dijo Vivian. Yo no quise quedarme sola en casa. – Miró la columna de piedra detrás de la silla de Jury, como si en su antigua superficie hubiera escrita alguna advertencia. – Quizás estuviéramos esperando algo así.

– ¿Qué? – preguntó Jury, sorprendido -. ¿Qué mataran a Ruby Judd?

– No. Comprender que es alguien de Long Piddleton. ¿Cómo pudimos pretender en algún momento que fueran asesinatos al azar?

– No lo sé. ¿Usted qué dice?

A ella parecía intrigarla (comprensiblemente, supuso Jury) el tono ácido de él. Bueno, la relación de ella con Matchett no era asunto suyo, ¿o sí? Matchett había servido una medida generosa de Medoc en la copa de vino de Vivian. Jury declinó el ofrecimiento de vino.

Matchett le dijo a Vivian, sonriendo:

– Yo creo que la mayoría de nosotros creyó que eran asesinatos al azar. ¿Pero por qué querría alguien hacerle daño a Ruby Judd? Es la última persona que se me podría ocurrir.

Mientras Twig acercaba la mesa con las ensaladas, Jury se dijo que Matchett creía en la conveniencia social de las cosas; si uno va a asesinar a alguien, mejor elegir un pez gordo y no un campesino.

Twig condimentaba el gran bol de madera con lechuga. Cuando comenzó a agregarle jugo de limón a la ensalada, Matchett se puso de pie, diciendo:

– Yo lo haré Twig. – Con manos de experto vertió aceite en el bol y comenzó a revolver los ingredientes con un tenedor y una cuchara de madera.

– ¿Dónde estuvieron los dos la noche del martes de la semana pasada?

Matchett continuó revolviendo la ensalada con toda serenidad y rompió un huevo encima de la lechuga, pero Vivian se puso nerviosa al decir:

– En casa… no me acuerdo. ¿Simon?

Matchett negó con la cabeza.

– Espere. Eso fue dos noches antes del asesinato de Small… – suspendió el tenedor y la cuchara en el aire. – Estaba aquí, estuve toda la tarde y toda la noche.

– Yo habré estado en casa – dijo Vivian, insegura -. Creo que Oliver pasó a verme. – Jury notó la mueca de Matchett.

– ¿Usted nunca está libre de servicio, inspector? – Matchett echó un poco de queso fresco en la ensalada y la salpicó con un puñado de daditos de pan tostado.

– Me gustaría tomarme un respiro apenas nuestro asesino haga lo mismo.

Matchett les alcanzó sendos platos de ensalada. Cuando Jury la probó, la encontró deliciosa. Y se dijo que no debía de haber muchos hombres capaces de discutir un asesinato reciente, preparar una ensalada y mantenerla atracción de esa encantadora criatura llamada Vivian Rivington. Fuera lo que fuere, no podía llamárselo Simon el Tonto.

– Bueno, Daphne, háblame de Ruby Judd.

Una hora después, Jury y Daphne estaban sentados a la misma mesa en el comedor. Matchett había acompañado a Vivian Rivington a casa.

Daphne estrujaba y desechaba pañuelos de papel. No había cesado de llorar desde que Jury le contó lo de Ruby.

– Eras muy amiga de ella, ¿no? Tengo entendido que tú le conseguiste el trabajo en el vicariato. – Jury había sacado la foto de la billetera y la había colocado entre los dos sobre la mesa. Era una pose clásica, estática. Ruby tenía pelo negro, largo y una cara bonita y vacía. La otra foto mostraba más el cuerpo, que había sido profusamente dotado: grandes pechos y piernas bien formadas. La boca estaba contraída en una expresión nada sentadora por tener de frente el sol.

– Sí, señor. Fui yo – dijo Daphne, sacándose los rulos húmedos de la frente, brillosa por la transpiración. Tenía la cara hinchada y roja de llorar.

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