Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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Luego de supervisar el traslado del cuerpo a la ambulancia, Appleby cerró su maletín y se fue. A ambos lados de la carretera los agentes de la policía rastrillaban los fríos terrenos buscando más pruebas. Jury esperaba que apareciera alguna cartera, una valija, en el bosque o en la pradera cerca de la posada Cock and Bottle. Suponía que el asesino le habría hecho preparar una valija a la víctima, probablemente con la promesa de un fin de semana de pasión (lo que implicaría que era un hombre), sabiendo que nadie preguntaría nada, al menos por unos días. Appleby dijo que no había señales de “actividad sexual”, pero no podía asegurárselo a Jury hasta hacer la autopsia. Era una pista muy, muy fría.

Cuando por fin Jury subió la colina hacia la posada Cock and Bottle, encontró a Melrose Plant sentado al mostrador con un vaso de cerveza Guinness delante. El rollizo propietario estaba acodado sobre el mostrador, hablando. Su nombre era Keeble, y se secaba la cara sudorosa con una toalla, agobiado. Su esposa, por el contrario, que acababa de entrar por una puerta a la derecha del mostrador, tenía cara de granito y ojos secos.

Plant le ofreció a Jury un cigarrillo de su cigarrera de oro y éste lo aceptó agradecido.

– ¿Qué puede decirme sobre esa joven, señor Keeble?

– Bueno, como le decía acá al sargento – señaló a Wiggins, cuya libreta estaba abierta, como corresponde, sobre el mostrador, con una pañuelo al lado -, casi no la conocía. La vi una o dos veces haciendo compras, así que no pudo decirle mucho. Hace mucho tiempo que están trabajando en ese recodo. – La señora Keeble agregó que perjudicaba mucho el negocio eso de tener la carretera siempre rota.

– ¿Cuándo terminaron de rellenarlo los obreros de vialidad?

Keeble pensó.

– Espere un segundo y se lo diré con exactitud, sí, fue el 15 por la tarde; el martes hizo una semana. Lo recuerdo porque a la noche siguiente teníamos un gran grupo para cenar y yo me alegré de que no estuviera todo levantado ahí. – Celebró su intervención sirviéndose una cerveza, mientras su esposa aspiraba por la nariz en señal de fastidio. – Luego volvió uno de ellos, para terminar. Fue la noche del 15, un martes.

El martes había sido el día en que Ruby se fue, supuestamente a visitar a su familia en Weatherington.

La mención de la cena despertó el apetito de Jury.

– No nos vendría mal comer algo – dijo -. ¿Podría prepararnos alguna cosa? ¿Usted no tiene hambre, señor Plant? ¿Y usted, sargento Wiggins? – ambos asintieron con mucho entusiasmo.

– Sólo tenemos pescado – dijo la señora Keeble.

Plant emitió un suspiro, pero Wiggins dijo:

– Con papas y arvejas, por favor.

Ella los miró como si hubieran sido quienes arrastraron el cuerpo de la chica al pozo, nada más que para incomodarla. Parecía preguntarse si era de esperar que Scotland Yard pagara o si se vería obligada a cumplir con un deber cívico. Mientras se dirigía a la cocina, Plant le dijo:

– Por favor, también traiga una botella de Batard-Montrachet. – Como ella lo miró interrogativa, él agregó -: Cosecha 1971.

Ella apretó más los labios.

– No tenemos bodegas de vinos; esto no es el Savoy.

Plant paseó la vista por el salón y sus sencillas instalaciones.

– Qué raro. Habría jurado…

Pero el señor Keeble parecía más interesado por atenderlos.

– ¿Qué les parece un poco de nuestra mejor cerveza, señor? Gentileza de la casa – dijo en voz baja, mirando hacia la cocina.

– Muy amable de su parte, señor Keeble – dijo Jury. Aceptó la cerveza con gratitud y bebió la mitad de un trago.

Plant se alejó del mostrador y caminó hacia la ventana que daba al frente de la posada.

– La excavación no se ve desde aquí, inspector. Seguramente tampoco se la ve desde las otras ventanas, lo impiden esos robles.

– Creo que no lo sigo, señor Plant.

– Ese hombre de vialidad no corría ningún peligro de que lo vieran desde la posada. Ni de la carretera tampoco. Es bastante plana, se puede ver a lo lejos hacia ambos lados. Claro que está la depresión esa en la carretera, donde está el punto oscuro, pero…

– Sugiere que el obrero de vialidad no era tal cosa, ¿verdad? Sí, habría sido muy fácil volver a cavar el terreno la noche del 15. Si alguien lo vía, lo confundiría con algún obrero que había vuelto a ultimar algún detalle. Hasta pudo utilizar una linterna o un farol.

– Una tumba ya cavada – dijo Plant -. Le habrán bastado un mameluco y una gorra. A nadie le llamaría la atención.

– Siempre existía la posibilidad de que lo vieran sacando el cuerpo… pero, ¿de dónde? Digamos que de entre los árboles, la distancia más cercana a la excavación. Pero, ¿quién podía verlo? Desde aquí sólo se alcanzaría a ver un hombre trabajando en la carretera; si el cuerpo estaba cubierto no se habría podido distinguir bien.

– Además, si tuvo la sangre fría de llegar hasta este punto, no habría vacilado en hacer circular a los coches por la otra senda de la carretera, si pasaba alguno.

– No olvide que puede haber sido una mujer, señor Plant.

– No puedo creer que todo haya sido obra de una mujer.

– Pero es posible. Una mujer también puede vestirse de obrero de vialidad.

– Tiene razón, inspector.

La señora Keeble entró ruidosamente desde la cocina con una bandeja y dejó la comida sobre la mesa. Los tres se habían sentado junto a la ventana donde había puesto vasos, cubiertos y servilletas. La señora Keeble les colocó tres platos de loza, cada uno con iguales porciones de pescado. Frito, no le cabía ninguna duda. Sólo Wiggins parecía comer con placer.

– El vino llegará en cualquier momento – dijo Plant -. Espero que se acuerde de dejarlo respirar.

Wiggins prorrumpió en una risa tonta. Jury estaba tan poco acostumbrado a oír reír a Wiggins que creyó que se había atragantado.

– A propósito, señor – dijo el sargento con la boca llena -, el superintendente Racer pidió que lo llamar inmediatamente. Le dije que usted no había podido sentarse ni un minuto desde que llegamos, señor. – Wiggins se sentía evidentemente culpable por la mañana que se había quedado en la cama, pero parecía muy recuperado. Devoraba el pescado y las papas con fruición y no vaciló cuando Plant y Jury le pusieron en el plato la comida de los suyos.

La puerta del frente de la posada se abrió y entraron tres hombres; uno de ellos era el inspector Pratt. Jury, que podía identificar a un periodista a una distancia de diez kilómetros, se limitó a suspirar.

Los periodistas tenían la misma facilidad para identificar a los policías. Se acercaron, el fotógrafo tomando fotografías a derecha e izquierda como si tuviera delante una modelo posando para él.

– Usted debe de ser el inspector en jefe Jury, del Departamento de Investigación Criminal. Soy del Weatherington Chronicle . – Peces chicos, pensó Jury, que serían fáciles de despedir. – El fotógrafo no se tomó el trabajo de identificarse. Jury contestó las preguntas habituales: la policía todavía no había atrapado al asesino, pero las investigaciones avanzaban… Al decirlo pensó que bien podrían inscribir esa frase en su lápida. Tendría alguna novedad para la prensa en uno o dos días. El periodista hizo un comentario sarcástico sobre el hecho de que Jury bebiera cerveza en este preciso momento. Esto provocó el enojo de Pratt, que les dijo que sus preguntas estúpidas no hablaban nada bien de su calidad como periodistas. Ante tal manifestación de hostilidad los de la prensa se marcharon con el rabo entre las patas.

Jury presentó a Melrose a Pratt.

– El señor Plant fue quien encontró el cuerpo.

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