Aquello fue el viernes por la noche.
El sábado por la mañana, Jaywalker había decidido que el mejor modo de presentar su defensa sería admitir directamente que no tenía idea de quién había podido matar a Barry, pero que no había sido Samara. Y les explicaría que la genialidad del sistema judicial norteamericano radica precisamente en que no tenía por qué saberlo, ni ellos tampoco. Les diría que recordaran que la carga de prueba no recaía sobre la defensa. La fiscalía era quien debía convencerlos de que Samara era culpable, y convencerlos más allá de toda duda razonable. Así pues, los miembros del jurado no debían permitir que Tom Burke se saliera con la suya con el argumento de «Si no fue Samara, ¿quién fue?». Eso no era lo suficientemente bueno. Y si durante las deliberaciones, uno de los miembros del jurado intentaba usar aquel argumento, todos los demás debían rechazarlo.
«Les entregarán una hoja para el veredicto», les contaría Jaywalker, «En ella figurará la acusación contra Samara: asesinato. Justo después, les pedirán que marquen una de las dos posibilidades, culpable o no culpable.
«En otras palabras», les diría, «no les van a pedir que sean detectives, ni que resuelvan el crimen. Tenemos muchos detectives que cobran el sueldo de los impuestos de los contribuyentes para hacerlo. Tampoco les van a pedir que hagan de Dios, que se transporten a un año y medio antes para averiguar lo que ocurrió aquella noche de agosto. Son miembros del jurado. Su trabajo, por muy importante que sea, al mismo tiempo es sencillo. Su trabajo es decidir teniendo en cuenta todas las pruebas y testimonios que han visto y oído en la sala. ¿Les convencen estas pruebas y testimonios de que fue Samara Tannenbaum quien asesinó a su marido? ¿Y les convence más allá de toda duda razonable? Su respuesta debe ser un no rotundo».
¿Era mejor tajante o rotundo? ¿Y los dos a la vez?
«Un no tajante y rotundo».
No estaba mal.
El sábado por la noche, el suelo de la cocina de Jaywalker estaba cubierto de papeles rotos, todos ellos llenos de argumentos descartados que, en un momento, parecían posibilidades, y al instante siguiente le parecían inútiles.
Quizá debiera concentrarse en un solo sospechoso.
Volvió a su lista de cuatro. Anthony Mazzini, el encargado, no tenía la más mínima posibilidad. Entre otras cosas, los miembros del jurado nunca creerían que tenía la suficiente capacidad intelectual como para planear algo tan complicado. Kenneth Redding, el presidente de la comunidad, no tenía móvil. Y William Smythe, el contable de Barry, había salido airoso de su declaración, demasiado como para parecer capaz de cometer un asesinato.
Sólo quedaba Alan Manheim, el ex abogado de Barry. Jaywalker repasó las notas que había tomado durante el testimonio de Manheim. Burke había hecho que Manheim admitiera que había tenido una pelea con Barry. Se habían separado con acusaciones de desfalco por parte de Barry, seis meses antes de su muerte. Era cierto que Manheim había negado la acusación, incluso hasta el punto de alardear de que, poco después de ser despedido por Barry, había conseguido un puesto mejor pagado.
Jaywalker había conseguido que Manheim expresara su opinión de que Barry Tannenbaum no le pagaba lo suficiente, aunque el testigo hubiera mencionado cifras millonarias después. ¿Y la cantidad del supuesto desfalco? Jaywalker se la recordaría a los miembros del jurado. En palabras del propio Manheim, eran doscientos veintisiete millones de dólares. Jaywalker repetiría los números como si sintiera sobrecogimiento. Seguramente, los miembros del jurado no podrían imaginarse lo que significaba aquella clase de riqueza.
Manheim tenía mucho que perder. Su dinero, su reputación, su nuevo trabajo, su licencia para ejercer la abogacía. Por no mencionar su libertad. «Barry Tannenbaum acusó a su ex abogado de robo mayor», les diría Jaywalker, pero, ¿era razón suficiente para que Manheim quisiera quitarse a Tannenbaum de en medio? Eso era lo que Jaywalker quería que se preguntaran, les diría. Alan Manheim, el supuesto ladrón y desfalcador, no sólo tenía una razón para matar a Barry Tannenbaum, tenía doscientos veintisiete millones de razones para querer matarlo.
Manheim había sido muy mal testigo. Era petulante, repugnante y pagado de sí mismo. Si Jaywalker terminaba por apuntar a uno de los sospechosos por encima de los demás, sería a él.
Jaywalker apagó la luz. Eran más de las dos de la mañana, y sospechaba que ya no estaba funcionando a toda marcha. Sabía que si leía las últimas notas que había escrito sobre Alan Manheim, también terminarían rotas en el suelo de la cocina. Así pues, se dijo que ya no podía seguir pensando con claridad. Y después se recitó el credo sagrado de aquéllos que dejaban las cosas para el último momento.
Siempre queda el mañana.
El domingo por la mañana, Jaywalker estaba experimentando los primeros síntomas del pánico. Todavía no hablaba en alto consigo mismo ni se paseaba de un lado a otro por la casa. De hecho, todavía estaba en lo que él llamaba el modo constructivo, apuntando ideas según se le iban ocurriendo y descartándolas por inútiles. Así pues, todavía era un pánico controlado, pero era un paso más en el camino hacia la histeria descontrolada.
Ya le había sucedido antes durante la preparación de otras declaraciones finales. Argumentaciones que antes le habían parecido a prueba de bombas de repente tenían goteras y necesitaban reparaciones. Sin embargo, siempre había encontrado solución. Siempre había sido, simplemente, cuestión de identificar las debilidades del argumento y eliminarlas.
El caso de Samara no admitía reparaciones. Era como si en algún momento hubiera cobrado vida propia y quisiera demostrarle a Jaywalker que hiciera lo que hiciera y del modo que lo hiciera, no iba a conseguirlo. Las pruebas cambiaban, mutaban, se reinventaban para derrotarlo.
Estaba ocurriendo lo mismo con la recapitulación final. En la declaración de apertura, les había prometido a los miembros del jurado que sería la solidez de las pruebas de la acusación lo que les indicaría que alguien tenía que haberle tendido una trampa a Samara. Bien, tenía razón en cuanto a la primera parte de la ecuación; las pruebas contra Samara eran abrumadoras, más de lo que él hubiera imaginado. Sin embargo, la segunda parte se había perdido durante el proceso. Las pruebas no caían por su propio peso en ningún sitio. En ningún punto revelaban grietas o agujeros significativos que apuntaran a la inocencia de Samara o a la culpabilidad de otra persona.
Entonces, ¿qué se hacía cuando uno no podía recapitular?
Era una pregunta que Jaywalker nunca se había visto obligado a responder, en sus veinticuatro años de profesión. E incluso aunque se le ocurrió en aquel momento, intentó quitársela de la cabeza. Debía de haber un modo de ganar aquel caso, tenía que haberlo. Sencillamente, todavía no se le había ocurrido cómo. Sólo era una cuestión de tiempo.
Algo que se le estaba acabando rápidamente.
Mariposas
Jaywalker llegó al tribunal neuróticamente temprano, como siempre hacía en los días de las declaraciones finales. Apareció pálido, demacrado y cansado. Sin embargo, por dentro notaba descargas de adrenalina. Durante las dos semanas anteriores, había dormido una media de tres horas al día y había perdido casi ocho kilos. Su traje de la buena suerte le colgaba del cuerpo. Llevaba el pelo más o menos bien peinado y estaba recién afeitado; sin embargo, incluso afeitarse le había pasado factura. Jaywalker se afeitaba todos los días (salvo los fines de semana) sin incidentes. Podría afeitarse con los ojos cerrados. Sin embargo, los días de recapitulación siempre se las arreglaba para cortarse y sangrar como si tuviera hemofilia. Siempre. En una ocasión, había tenido que hacer la declaración final con pequeños pedacitos de papel higiénico pegados a la barbilla y el cuello para que no se le mancharan de sangre la corbata, el cuello de la camisa y las notas, e incluso salpicara los miembros del jurado que estaban en primera fila. Habían absuelto a su cliente, le dijeron después, no tanto porque dudaran de su culpabilidad, sino porque temían que de condenarlo Jaywalker volviera a casa y terminara el trabajo.
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