Tonterías como aquélla.
Cuando Burke evitó la tentación de exagerar y renunció a formular más preguntas a la acusada, Jaywalker se puso en pie y anunció que la defensa había terminado su alegato. Intentó hacerlo con su tono más firme y confiado, pero sabía muy bien que no estaba engañando a nadie. Ni al jurado, ni a los espectadores, ni a su clienta, ni al juez. Ni siquiera a sí mismo.
– Y la fiscalía también ha terminado su alegato -dijo Burke.
El juez Sobel les hizo a los miembros del jurado sus advertencias habituales. Les ordenó que comparecieran de nuevo el lunes por la mañana para escuchar las declaraciones finales de los abogados y las instrucciones relativas a las leyes aplicables al caso que tuviera que darles el tribunal, así como la opinión del juez al respecto. Después comenzaría su deliberación, durante la cual, al tratarse de un caso de asesinato, permanecerían aislados de sus familias, trabajos y amigos. Jaywalker habría acabado con aquella norma de aislamiento, pero, en realidad, le gustaba la idea de que los miembros del jurado estuvieran encerrados, aunque sólo fuera una noche y en algún motel del aeropuerto de La Guardia. Que probaran lo que era dormir en una cama extraña, compartiendo habitación con un compañero que no habían elegido, después de que les dijeran qué programas de televisión podían ver, y cuáles no, y qué periódicos podían leer. Quizá se lo pensaran dos veces antes de enviar a alguien a prisión, a soportar unas restricciones mucho más severas que aquéllas.
Cuando los miembros del jurado salieron, el juez pasó los siguientes cuarenta y cinco minutos explicando lo que iba a incluir en su exposición de la ley al jurado. Jaywalker presentó un par de peticiones adicionales y un par de objeciones, pero todo era bastante estándar. El único punto de discusión fue el acuchillamiento de Roger McBride, el acto previo similar, y el modo en que el jurado podía usarlo.
Después, justo antes de la una en punto, Burke se levantó para hacer una petición. Jaywalker se la había estado temiendo durante un rato.
– Basándome en el desarrollo del juicio en la sesión de esta mañana -dijo Burke con seriedad-, en la que se ha revelado el apuñalamiento de otra víctima, y también una huida y un cambio de nombre, la fiscalía solicita que sea revocada la libertad bajo fianza de la acusada, y que sea puesta en prisión preventiva.
Jaywalker se levantó, fingiendo sorpresa e indignación.
– Mi clienta ha comparecido ante el tribunal sin falta -señaló-. Lleva un brazalete en el tobillo. El brazalete contiene un transmisor de GPS, de modo que el departamento de penitenciaría y la oficina del fiscal tienen en todo momento acceso a su situación. Teniendo en cuenta todo esto…
El juez Sobel alzó una mano.
– Estoy de acuerdo con que las condiciones actuales de la libertad bajo fianza son suficientes para garantizar el regreso de la acusada al juzgado -dijo-. Si fuera tan tonta como para demostrarme lo contrario, la ley me concede flexibilidad para reflejarlo en la sentencia. ¿Me he expresado con claridad, señora Tannenbaum?
– Sí, señoría.
– Buen fin de semana para todo el mundo.
Jaywalker se quedó allí parado como un tonto, y por primera vez se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Consiguió asentir en dirección al juez y, en silencio, formó con los labios la palabra «gracias». No se atrevió a pronunciarla en voz alta.
Falta de decisión y pánico
Jaywalker era, por naturaleza, una persona que dejaba las cosas para más tarde. Se había dado cuenta de ello en el colegio; le resultaba imposible hacer los deberes, por muy sencillos que fueran, hasta el último momento.
– No te preocupes, voy a hacerlos -le dijo una vez a su padre-. Es sólo que trabajo mejor bajo presión.
En aquel momento tenía cinco años.
Dicho esto, Jaywalker llevaba trabajando más de un año y medio en la declaración final del caso de Samara. Si eso parecía una exageración, no lo era. En cuanto Jaywalker conseguía un caso, comenzaba a pensar en él como un debate. ¿Qué hechos eran incontestables? ¿Había otros hechos menos seguros? Si los había, Jaywalker sabía que debía hacer concesiones para conseguir credibilidad a ojos del jurado. ¿Y qué otros hechos había para poder establecer el campo de batalla? Después, escribía la palabra «Recapitulación» en la parte superior del papel, anotaba algunos pensamientos preliminares y colocaba la hoja en una carpeta con el mismo título. A medida que la investigación del caso progresaba, él iba añadiendo una palabra por aquí, una idea por allá, incluso algo de lenguaje específico que pudiera utilizar ante el jurado. Durante los meses que duraba el caso, la carpeta iba engordando con adiciones, revisiones y modificaciones, hasta que contenía un esbozo de todo lo que iba a decir en el alegato. Lo único que quedaba era que se celebrara el juicio y que revelara hasta qué punto los testimonios reales alcanzarían las expectativas de Jaywalker. Algunas veces había sorpresas y debía hacer modificaciones. Pero en la mayoría de los casos no las había. Si se hacía un trabajo concienzudo antes del juicio, uno estaba preparado para todo lo que pudiera ocurrir, porque ocurría tal y como lo habías planeado.
El caso de Samara había sido distinto.
Desde el principio, el caso de Samara había desafiado todas las reglas. En un sentido, los hechos apenas se prestaban a la discusión. El problema en aquel caso era que absolutamente todo era irrefutable. Todo, salvo que alguien había asesinado a Barry: o Samara, u otra persona. Al principio del proceso, Jaywalker les había dicho a los miembros del jurado que había sido otra persona. Incluso había señalado cuatro sospechosos. Sin embargo, durante los testimonios los cuatro habían quedado excluidos. Anthony Mazzini, el encargado, no tenía móvil para el asesinato; Kenneth Redding, el presidente de la comunidad, había tenido un enfrentamiento menor con Barry, pero aquél no era motivo para matarlo; Alan Manheim, su ex abogado, quizá le hubiera robado, pero estaba dispuesto a defenderse; y William Smythe, el contable de Barry, había salido incólume del estrado de los testigos. Además, ninguno de aquellos cuatro individuos había tenido acceso a la casa de Samara para poder colocar allí las pruebas.
Entonces, ¿qué quedaba? ¿Los detectives? Al menos, ellos habían tenido la ocasión de colocar las pruebas en su casa, suponiendo que quisieran hacerlo. Pero, ¿por qué? Había una razón: cuando se cometía un asesinato, la policía sospechaba inmediatamente del marido o la esposa, del novio o de la novia. ¿Y por qué? Bueno, la policía nos hacía pensar que era porque las estadísticas demostraban que el culpable de un asesinato siempre suele ser alguien cercano a la víctima. Los demás sospechosos desaparecen pronto de cualquier consideración. La atención se concentra en la persona más cercana al asesinado. Se acaba diciendo que el crimen no fue otra cosa que una disputa doméstica que se descontroló. De ese modo, no queda un asesino suelto por las calles, y la gente, que estaba al borde del pánico, puede descansar segura sabiendo que sus seres queridos están a salvo. ¿Y por qué se concentra la policía en el ser más cercano a la víctima? Porque es lo más fácil, por eso. Saben perfectamente a quién tienen que buscar, y dónde deben buscarlo. Crimen resuelto, asesino encarcelado, caso cerrado, fin de la historia.
Sin embargo, ¿podía realmente situarse Jaywalker frente a los miembros del jurado y decirles que aquellos detectives, los que habían encontrado el cuchillo, la toalla y la blusa, habían puesto las pruebas en el baño de Samara para inculparla? Y, si lo habían hecho de verdad, algo que desafiaba toda lógica, ¿quién había matado a Barry?
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