Joseph Teller - El Décimo Caso

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Siempre ha confiado en sus clientes… hasta su última defendida. El abogado defensor Harrison J. Walker, más conocido como Jaywalker, acaba de ser suspendido por usar tácticas “creativas” y por recibir en las escaleras del juzgado “un acto de gratitud” de una clienta acusada de ejercer la prostitución. Jaywalker consigue convencer al juez de que sus clientes lo necesitan y recibe autorización del tribunal para terminar diez casos.
Sin embargo, es el último el que realmente pone a prueba su capacidad y su excelente registro de absoluciones. Samara Moss ha apuñalado a su marido en el corazón. Al menos, eso es lo que cree todo el mundo. Samara, una ex prostituta que se casó con el anciano multimillonario cuando tenía dieciocho años, es el arquetipo de la cazadora de fortunas. Sin embargo, Jaywalker sabe que las apariencias engañan. ¿Qué otra persona podría haber matado al multimillonario? ¿Le han tendido una trampa a Samara para incriminarla? ¿O acaso Jaywalker se está dejando influir por su necesidad de ganar los casos de sus clientes y de conseguir la gratitud eterna de esta clienta en particular?

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Cabía la posibilidad de que estuvieran bromeando, pero, ¿qué importancia podía tener? Una absolución era una absolución, y él no estaba por la labor de disculparse.

La sala del juicio estaba llena para cuando entró Jaywalker. Había más periodistas que durante el proceso en sí. Las recapitulaciones eran algo fácil para la prensa; producían piezas ya preparadas, perfectas para las noticias de la noche o para las columnas impresas de la mañana siguiente. Y, desde el principio, aquel caso lo había tenido todo. Una mujer joven y guapa con un pasado de pobreza. Oscuras insinuaciones de abuso sexual, rumores persistentes de prostitución, acusaciones veladas de haberse casado sólo por dinero. Un marido mucho más viejo, excéntrico, poderoso, inmensamente rico, casado tres veces y tres veces divorciado. Todo ello, aderezado con dosis generosas de infidelidad, celos y humillación. Además añada un acuchillamiento mortal y un arma homicida escondida en casa de la esposa y manchada con sangre del marido. Y, justo antes de servir, termine con un viejo secreto, desenterrado nuevamente, un secreto oscuro de violación y venganza.

Parecía que incluso los abogados habían sido perfectamente seleccionados para sus papeles. Un joven fiscal, serio y concienzudo, que había logrado mediante el trabajo duro un puesto en una de las mejores fiscalías del país, sin haber perdido su buen carácter ni el sentido de la proporción en la sala de un juicio. Contra él, un veterano iconoclasta, aficionado a romper las leyes, con reputación de ser uno de los mejores de la profesión, sobre todo en lo referente a las declaraciones finales. Los periodistas sabían que, dijera lo que dijera Jaywalker, podían contar con que lo limitaría a la sesión de la mañana y después tomaría asiento. No lo sabían porque él se lo hubiera dicho, sino porque siempre era breve. Jaywalker no era uno de los preferidos de los reporteros. Nunca concedería una entrevista, nunca les daría una pista de su estrategia para un juicio ni diría nada inteligente cuando le pusieran un micrófono en la cara. Sin embargo, era un ganador, y el público adoraba a los ganadores.

Y aquella vez había más.

Los medios de comunicación sabían que Jaywalker tenía dificultades con el comité disciplinario. Su suspensión había aparecido en la prensa, aunque al principio del juicio de Samara, el juez Sobel había enviado una circular a los medios ordenando que se abstuvieran de informar sobre la suspensión de Jaywalker y de los hechos que la habían provocado, incluyendo aquel incidente particular que, según se decía, había tenido lugar en un rellano de las escaleras de los juzgados. Los medios habían tenido que cumplir su exigencia, a regañadientes, con la condición de que, en cuanto los miembros del jurado fueran aislados para comenzar sus deliberaciones, podría darse la noticia con todos sus detalles sórdidos. Así pues, los comentarios de aquella noche y los artículos del día siguiente tendrían un detalle más para completar aquella historia, un detalle jugoso y sucio sobre uno de los participantes clave.

No había nada como el interés humano para impulsar un poco una historia que, de otro modo, habría quedado flácida.

Las mariposas habían vuelto.

Incluso antes de tomar asiento en la mesa de la defensa, veinte minutos antes de que llegara el juez, Jaywalker las sentía revoloteando en el estómago. Era como si tuvieran oído y supieran cuándo debían batir las alas. En cuanto el secretario decía: «Pónganse en pie los presentes», o en cuanto el juez decía: «Que entre el jurado». Entonces, las mariposas echaban el vuelo, a cientos, a miles. Torturaban a Jaywalker, le causaban una sensación insoportable en el estómago, le llenaban los oídos con un pitido agudo y lo llevaban al borde de la náusea. Sin embargo, también le servía de revulsivo. En realidad, le hacían ser quien era.

El juez Sobel pasó unos minutos diciéndoles a los miembros del jurado lo que eran las declaraciones, pero sobre todo, les dijo lo que no eran: pruebas. Jaywalker no les tenía mucho cariño a aquellas instrucciones. Si hubiera estado en su mano, habría prescindido de todas las pruebas y habría pedido a los miembros del jurado que tomaran la decisión sobre el caso sólo en relación a las declaraciones finales.

En aquel momento, el juez se volvió desde la tribuna del jurado hacia la mesa de la defensa.

– Señor Jaywalker -dijo.

Nada más, nada menos.

Cuando volvió a sentarse, Jaywalker había hablado a los miembros del jurado durante casi dos horas y media, sin tomarse un descanso y sin mirar sus anotaciones salvo en una o dos ocasiones, sólo para asegurarse de que no se había dejado nada en el tintero. Les recordó lo que habían aprendido durante el proceso en que fueron seleccionados para formar parte del jurado: que su tarea no era averiguar si Samara había matado o no a su marido. Su tarea era decidir si el fiscal había conseguido demostrarlo más allá de toda duda razonable. Volvió a incidir en lo diferentes que eran esos dos trabajos.

Volvió a contarles la historia de la vida de Samara, desde su violación en un remolque en Prairie Creek, Indiana, pasando por su huida a Las Vegas, hasta que se convirtió en la señora de Barry Tannenbaum, en Nueva York. Planteó que era muy improbable que una mujer de su pequeña estatura y fuerza hubiera podido hundir un cuchillo hasta la empuñadura en el pecho de alguien. Señaló lo absurda que era la idea de que después hubiera guardado el arma homicida, manchada con la sangre de su marido, como si fuera un souvenir para que lo encontrara la policía. Los advirtió del peligro de condenar a alguien teniendo en cuenta sólo las pruebas circunstanciales. Exaltó la majestuosidad de la presunción de inocencia, la lógica de situar la carga de prueba en manos de la fiscalía, y la sabiduría de un sistema que exigía probar los cargos más allá de toda duda razonable. Les recordó a Alan Manheim y a sus doscientos veintisiete millones de razones para querer muerto a Barry Tannenbaum. Siguió diciéndoles, pese a todo, que no era la defensa la que tenía la carga de probar la culpabilidad de Manheim, ni la de ninguna otra persona. Esa carga le correspondía a la fiscalía. La defensa no tenía que probar ni desmentir nada.

Habló desde el estrado y se movió por la sala, volviendo periódicamente hacia donde estaba Samara. Pronunció citas de las actas de los testimonios y usó las pruebas. Elevó y bajó el tono de voz, y hacia el término de su alegato, sólo podía hablar con un susurro ronco, grave, que sirvió para subrayar sus palabras finales, que usó para rogarles a los miembros del jurado que declararan a Samara no culpable.

Aquéllos que tenían por costumbre acudir a escuchar las recapitulaciones de Jaywalker, y había mucha gente que lo hacía, convendrían después en que aquella argumentación en favor de Samara Tannenbaum había sido una de las mejores de su vida, sobre todo teniendo en cuenta el caso al que se había enfrentado. Fue enérgica, dramática, bien modulada, emocionante y extraordinaria en todos los sentidos. En una palabra, fue todo lo que podía haber sido.

Es decir, todo, salvo lo suficientemente buena.

Tom Burke pronunció su recapitulación a primera hora de la tarde. Comenzó admitiendo que «Las cosas no son siempre lo que parecen. Pero», añadió rápidamente, «a veces sí lo son». De aquel punto, llevó a los miembros del jurado a través de una metódica y exhaustiva revisión de las pruebas que vinculaban firmemente a Samara con el crimen. Su presencia en el apartamento cerca de la hora de la muerte de Barry Tannenbaum. La acalorada discusión que habían mantenido. Las mentiras que les había contado a los detectives al día siguiente. El arma del crimen y los otros artículos que se habían hallado en su casa, manchados de sangre de Barry. La póliza de seguros, junto a la creencia de Samara de que no iba a obtener nada de Barry. Y, finalmente, la agresión que había perpetrado a un hombre a los catorce años, que, según Burke, imprimía el sello único de Samara en el asesinato de Barry Tannenbaum.

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