Joseph Teller - El Décimo Caso

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Siempre ha confiado en sus clientes… hasta su última defendida. El abogado defensor Harrison J. Walker, más conocido como Jaywalker, acaba de ser suspendido por usar tácticas “creativas” y por recibir en las escaleras del juzgado “un acto de gratitud” de una clienta acusada de ejercer la prostitución. Jaywalker consigue convencer al juez de que sus clientes lo necesitan y recibe autorización del tribunal para terminar diez casos.
Sin embargo, es el último el que realmente pone a prueba su capacidad y su excelente registro de absoluciones. Samara Moss ha apuñalado a su marido en el corazón. Al menos, eso es lo que cree todo el mundo. Samara, una ex prostituta que se casó con el anciano multimillonario cuando tenía dieciocho años, es el arquetipo de la cazadora de fortunas. Sin embargo, Jaywalker sabe que las apariencias engañan. ¿Qué otra persona podría haber matado al multimillonario? ¿Le han tendido una trampa a Samara para incriminarla? ¿O acaso Jaywalker se está dejando influir por su necesidad de ganar los casos de sus clientes y de conseguir la gratitud eterna de esta clienta en particular?

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Jaywalker protestó. Quería que el juez prohibiera hacer ninguna recomendación a los miembros del jurado. Si pensaban que Samara merecía clemencia, debían absolverla.

Sobel contestó que iba a mantener su respuesta.

6:51

A medida que iban entrando los miembros del jurado, pareció que se alejaban un poco de la mesa de la defensa de camino a la tribuna. Rehusaron establecer contacto visual. Se observaron las manos, el pelo, los pies, los unos a los otros y también observaron al juez. Y a Tom Burke. Parecía que habían salido de un velatorio.

Jaywalker los miró fijamente con intención de ponérselo más difícil. Lo único que consiguió fue una mirada furtiva de la miembro del jurado número ocho, Carmelita Rosado, la profesora de guardería. Sin embargo, él se dio cuenta de que había llorado porque tenía los ojos brillantes y un poco enrojecidos.

– Póngase en pie el portavoz, por favor -dijo el secretario.

El señor Merkel se puso en pie.

– En el caso del Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum, ¿ha alcanzado el jurado un veredicto?

Más mariposas, más fibrilación.

– No.

– Gracias. Por favor, siéntese.

Sólo había sido una formalidad, uno de los muchos rituales que tenían lugar durante un juicio. Sin embargo, incluso sabiéndolo, y sabiendo por la nota que el jurado no había llegado a un acuerdo, aquella pequeña charada fue como una experiencia cercana a la muerte para Jaywalker. Además, no podía imaginarse lo que debía de haber sentido Samara, que no conocía las reglas de aquel ritual. En apariencia, sin embargo, ella no se había derrumbado.

El juez leyó la nota del jurado en voz alta. Cuando el señor Merkel alzó la mano para formular una pregunta, el juez se negó amablemente a escucharla. En vez de eso, envió de nuevo al jurado a la sala de deliberación, con la instrucción de comunicarse por medio de otra nota.

Así pues, cinco minutos después se oyó otro timbrazo y hubo otra nota.

Estimado juez Sobel:

Nosotros, el jurado, estamos decepcionados con su respuesta, pero la acatamos. En este momento estamos muy cerca de alcanzar un veredicto unánime. Le pedimos que nos permita continuar con nuestra deliberación hasta las ocho de la noche para resolver nuestras diferencias. Si no hemos podido conseguirlo para entonces, nos gustaría terminar por hoy.

Stanley Merkel

Portavoz

7:00

Una hora para terminar. En aquel momento, Jaywalker ya tiene absolutamente claro que el jurado está enfrentado, seguramente once a uno, o como mucho, diez a dos, con la mayoría a favor de la condena. Por sus ojos llorosos, pensaba que era Carmelita Rosado la que se oponía a todos los demás. Si había otra persona, él apostaría por la número diez, Angelina Olivetti, la actriz que trabajaba de camarera entre casting y casting . Las dos jóvenes eran mujeres calladas. Durante el proceso de selección, Jaywalker había pensado en rechazarlas a ambas, pero terminó reservando las dos posibilidades que le concedía la ley para cambiar a un miembro del jurado sin causa para otros candidatos a los que temía más. Aunque no le parecía que ni Rosado ni Olivetti estuvieran particularmente alineadas con la defensa, al menos se consolaba pensando que parecían débiles. En otras palabras, aunque siguieran la corriente a la mayoría, no eran líderes. No iban a organizar una estampida para condenar a Samara.

Sin embargo, aquella debilidad se ha convertido ahora en un lastre. ¿Serán capaces las dos, o una de ellas, de resistir la presión que están ejerciendo sobre ellas los demás miembros del jurado en este momento?

7:30

Según uno de los funcionarios de la sala, ha habido algunas voces en la sala del jurado, pero no han llegado a ser gritos. Los gritos serían un buen augurio, señal de que alguien se había plantado y estaba obstinado. Las voces un poco altas eran más difíciles de interpretar.

7:46

El mismo funcionario le dice a Jaywalker que ha oído llanto en la sala, que parecía de una mujer. Los lloros son malos. Llorar sólo puede significar desesperación por tener que condenar, junto a la frustración por no poder conseguir que el juez sea clemente. El llanto es muy malo.

7:48

¿Se ha parado el reloj?

7:50

Jaywalker ya no puede quedarse sentado. La vejiga lleva avisándolo más de media hora, pero tiene miedo de salir de la sala, miedo de que, en cuanto salga, el timbre suene dos veces. Así que se pasea por la sala, dominado por los nervios, y para no orinarse en los pantalones. Si puede aguantar diez minutos, quizá Carmelita Rosado o Angelina Olivetti también puedan.

7:57

El juez Sobel reaparece y sube al estrado. Jaywalker y Samara también ocupan sus sitios en la mesa de la defensa, y Burke en la del fiscal.

– Que entre el jurado -dice el juez.

– Póngase en pie el portavoz.

El señor Merkel se pone en pie.

– Señor Portavoz, en el caso del Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum, ¿tiene el jurado un veredicto?

– No, todavía no.

Jaywalker suspira.

En cuanto los miembros del jurado se marcharon, Tom Burke se levantó y renovó su solicitud de que le fuera revocada la libertad bajo fianza a Samara.

– Es evidente que el jurado está a punto de…

– Discúlpenme -dijo Jaywalker, levantándose también-, pero estoy a punto de orinarme encima. Necesito una pausa de tres minutos. Después volveré y podremos hablar de esto todo el tiempo que quieran.

– No hay nada de lo que hablar -dijo el juez Sobel-. Señor Burke, si teme que la acusada pueda escapar, envíe a dos detectives para que vigilen su casa hoy por la noche. Señora Tannenbaum, ¿confío en que estará aquí mañana a las nueve y media de la mañana?

– Sí, señoría.

– Señor Jaywalker. ¿Señor Jaywalker?

Sin embargo, Jaywalker ya estaba a medio camino hacia la salida. Parecía que su estrategia había funcionado. Y, si los limpiadores no habían cerrado ya la puerta de los servicios, el triunfo sería total.

Pensándolo bien, lo único que había ocurrido era que Samara no había sido declarada culpable aquella noche. El día siguiente, por supuesto, sería otra historia. En aquel momento, las más pequeñas victorias le provocaban un nirvana a Jaywalker. Hacían que se sintiera tan bien, de hecho, como cuando pudo girar el pomo de la puerta del servicio de caballeros.

30.

Después

Mientras se lavaba las manos en el servicio de caballeros, Jaywalker miró hacia arriba y vio su cara reflejada en el espejo. Ni la grieta que recorría el cristal de arriba abajo ni la acumulación de suciedad pudieron ocultar la sonrisa de sus labios. Cerró los ojos, respiró profundamente y, en silencio, dio gracias a Dios, aunque sabía que no existía, pero sólo por si acaso. El alivio era lo mismo que llegar a las ocho de la tarde sin una condena. El alivio era lo mismo que conseguir llegar al servicio de caballeros sin una catástrofe.

Cuando Jaywalker abrió los ojos todavía estaba sonriendo. Y seguía sonriendo cuando salió al pasillo y se encontró cara a cara con Samara.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -le preguntó ella.

– Nada -respondió él-. Todo. Estamos vivos. Vamos a volver mañana. Hay alguien en ese jurado que todavía cree en ti.

– ¿Y tú? -le preguntó ella, mirándolo fijamente a los ojos, sin dejarle escapatoria-. ¿Todavía crees en mí?

– Sí -dijo él-. Todavía creo en ti.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto que sí.

– Entonces, ven conmigo a casa.

Por cómo lo dijo, no era una orden, pero tampoco era una pregunta. Era una mezcla de ambas cosas. Le estaba pidiendo que se fueran de allí, y sólo podía haber una respuesta.

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