El portero gritó y gritó también De Luca, acurrucado en un rincón del ascensor, aplastado más por la explosión atronadora de los disparos que por el miedo. Se metió la mano en el bolsillo del gabán, buscando la pistola, pero Pugliese ya había sacado la suya y estaba disparando, dos, tres, cuatro disparos que llenaron el habitáculo de una lluvia de astillas de madera y de cristal. Las detonaciones le resonaron en el estómago, dejándolo sin aliento, y cuando el ascensor se detuvo con un saltito, De Luca se lanzó contra las puertas desgoznadas, guiándose por el reflejo de los cristales rotos, y se puso a tirar con los dedos entre el enrejado de la puerta.
Alguien encendió la luz. De Luca se encontró en un descansillo, con las piernas flexionadas, los brazos abiertos y la pistola en la mano, desorientado y petrificado como para una fotografía, idéntico a Pugliese, que lo miraba. En el descansillo había una puerta abierta, y entraron por ella corriendo.
– ¡Joder! -imprecó Pugliese, cayendo de bruces al suelo. De Luca dio un salto, esquivando una silla volcada, y luego se aferró a una mesa para no tropezar con el cajón. En la sala, lo notaron en el acto, parecía que acabara de explotar una bomba cubriendo el suelo de papeles, libros y cristales rotos y de relleno del sofá, reventado a cuchilladas. La ventana de la pared de enfrente estaba abierta, y De Luca se lanzó hacia ella agarrándose a la jamba, justo a tiempo para distinguir la silueta de un hombre que corría por el tejado, encorvado, saltando sobre las tejas. Sacó una pierna por el alféizar, tocando con la punta del zapato las tejas inclinadas que descendían hacia el espacio abierto entre la calle y el edificio de delante, pero algo le comprimió el estómago cuando miró hacia abajo, más allá del canalón. Entonces levantó la pistola, cerró el ojo izquierdo y apuntó a través de la V de la mirilla a la sombra encorvada que corría contra una luna apagada, medio cubierta por una nube azulona, y le gritó:
– ¡Policía! ¡Quieto o disparo!
La sombra se detuvo, haciéndose más pequeña, y por un instante giró la cabeza de lado, mostrando un perfil fugitivo, iluminado de azul. Luego se desvió lateralmente y, tras golpear las tejas con un ruido hueco y grave de tacones, saltó del tejado y voló hacia el edificio de enfrente, al otro lado de la calle. A De Luca le dio la impresión de que volara realmente, con los brazos levantados por encima de la cabeza, las piernas encogidas como garras de pájaro y el gabán abierto y fluctuante en el aire como unas alas. Pero fue cuestión de segundos, porque enseguida oyó el golpe de las uñas contra la pared al fallar el agarre; la sombra lanzó un chillido precipitándose como una piedra, a toda velocidad, y se estrelló tan secamente que De Luca encogió la cabeza entre los hombros con violencia.
– ¡Pugliese! ¡Inspector Pugliese, suba!
Asomado al ojo de la escalera, con las manos en la barandilla negra para vencer la ligera sensación de vértigo que lo abordaba cada vez que se asomaba a una altura, De Luca tuvo la impresión de no poder oír su propia voz. Las cinco vueltas de descansillos estaban llenas de gente en bata, en pijama, de calle o de uniforme, que hablaban cada vez más alto. Era un bisbiseo, luego un murmullo y pronto un vocerío de gritos confusos que resonaba entre los descansillos, se introducía por las puertas abiertas de los apartamentos, ascendía por el ojo del edificio y lo llenaba, intenso y sólido, casi como si se pudiera tocar.
A los primeros disparos, todos los inquilinos del edificio habían salido como si hubieran estado esperando detrás de la puerta, topándose con Pugliese ya cuando bajaba corriendo las escaleras a contracorriente. Un hombre en bata, al verlo correr con la pistola en la mano, lo aferró por las solapas del abrigo, gritando:
– ¡Qué has hecho, desgraciado!
De Luca se metió en el bolsillo la suya y con las manos en alto y tendidas hacia delante se plantó en el umbral del piso, repitiendo:
– ¡Policía! ¡No se puede pasar, policía!
Empujó hasta que logró despejar el descansillo. Puso una silla de través en el umbral y se arrodilló en el suelo, entre los papeles esparcidos y los cajones volcados, a rebuscar, más con las manos que con los ojos. Así lo encontró el primer agente llegado por la tempestiva llamada del portero, que murmuró «¡joder!», como Pugliese, al golpearse la espinilla con la silla derribada, mientras se llevaba la mano a la pistola, enfundada en la bandolera. Quien lo detuvo fue una mujer que se aguantaba sobre la combinación un gabán cortado de un abrigo alemán, y que le puso una mano en el brazo susurrando: «Déjelo, es policía», con tono a la vez perentorio y maternal. Tal vez por el tono, o tal vez por el recuerdo de los grados de la Feldgendarmerie todavía en el abrigo, el agente asintió, y se llevó la mano a la visera cuando De Luca pasó delante de él apartándolo bruscamente para asomarse a las escaleras.
– ¡Inspector Pugliese! ¡Suba, que he encontrado algo!
Al oír el zumbido metálico del ascensor, De Luca volvió a entrar en el apartamento de Piras. Se sentó en un extremo del sofá, encima de un almohadón de funda roja surcada por un corte largo como una sonrisa de oreja a oreja, y despejó una esquina de la mesita de cristal que tenía delante. Apoyó la carcasa de una máquina fotográfica a la que habían arrancado la puertecilla, doblando también el botón de rebobinado, y se quedó mirándola. La había encontrado en el suelo, detrás de la cortina negra que dividía la sala del estudio fotográfico. Las fotografías que tenía en la mano, en cambio, las encontró tras un cajón, dobladas y medio salidas, como si hubieran caído allí casualmente. Entre ellas había una grande, con un reborde blanco, cruzada en una esquina por una inscripción incierta: «Enlace de Ermes y Lisetta», a mano. Bajo las letras, una muchacha menuda, jovencísima, abrazada a Ermes Ricciotti; Ermes, tieso, con traje y corbata, y ella, Lisetta, más natural, con una falda a rayas y sandalias con cuña de corcho, las mismas sandalias y la misma falda del trozo de fotografía del aparador de Ermes. Sonreían sobre un fondo de olas de papel que De Luca había encontrado asimismo despedazado tras la cortina negra. Lo más raro era que en todas las demás, con el reborde blanco, estaba Ermes, tieso, en traje y corbata; sólo la chica cambiaba cada vez, junto con la inscripción: Assuntina, Teresina, Lisetta…
– Entonces no nos hemos entendido, abogado De Luca.
De Luca levantó la cabeza, y en la puerta no vio a Pugliese, sino a D’Ambrogio. Lo reconoció con una fracción de segundo de retraso, pues por su voz de falsete se esperaba casi encontrarse con un niño y no con un hombre altísimo, de carrillos redondos y blanquísimos y labios apretados. Se levantó de golpe, cogiendo la fotografía.
– Hay elementos nuevos, señor vicario -dijo de sopetón-, creo que este crimen puede estar relacionado…
– Entonces no nos hemos entendido, abogado De Luca -repitió D’Ambrogio, y De Luca se quedó inmóvil en medio de la sala-. Creo que el jefe ha sido claro, esta mañana… Las invasiones de departamento no están bien vistas… ¿Qué hace aquí?
– Casualmente me encontraba con el inspector Pugliese…
– Al inspector Pugliese ya lo he mandado a comisaría a hacer un informe sobre los acontecimientos. Luego me encargo de él. ¿Y usted qué hace aquí?
– Casualmente…
– Casualmente, abogado De Luca, usted se encontraba en el lugar de un delito que no era de su incumbencia y, asimismo, casualmente, se ha encontrado en medio de un tiroteo nocturno. Bolonia no es el Chicago de los gánsteres, señor. ¿Cuáles son esos elementos nuevos?
De Luca dio un paso adelante. Se aclaró la voz antes de hablar y se esforzó por contener su ardor.
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