Carlo Lucarelli - El comisario De Luca

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El comisario De Luca: краткое содержание, описание и аннотация

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El comisario De Luca es sin duda uno de los personajes de ficción más destacados e interesantes de la novela negra italiana. Su autor, Cario Lucarelli, escribió tres novelas centradas en este comisario, que encarna a la perfección el prototipo de policía para quien su trabajo está por encima de cualquier otra cosa. En este libro se publica íntegramente la trilogía que tiene como protagonista a De Luca: Carta blanca, El verano turbio y Via delle Oche.
Las tres obras se desarrollan en Italia en un periodo que va desde abril de 1945 a julio de 1948. A través de ellas se asiste a la trayectoria del comisario, un hábil investigador que busca obsesivamente la verdad y la resolución de los casos, y que se empeña en hacerlo a pesar de saberse sometido a los condicionamientos políticos de cada momento.
En CARTA BLANCA, al final de la guerra en abril de 1945, deberá investigar el homicidio de un miembro del partido fascista que mantenía estrechos contactos con los jerarcas del régimen. De Luca, que había pasado de ser policía a ser miembro de la policía política fascista, se ve destinado ahora de nuevo a la comisaría de Bolonia. Recibe carta blanca para investigar, aunque pronto se verá envuelto en una encrucijada de luchas entre distintas facciones y dirigentes del partido que intentarán influir en la resolución del caso.
En EL VERANO TURBIO, De Luca al acabar la guerra huye de la depuración debido a su antigua pertenencia a la policía política. Escondido en una pequeña localidad, es reconocido por un antiguo partisano con el que se ve obligado a colaborar, para evitar que le denuncie, en la investigación de una masacre. La investigación de estos asesinatos destapará una historia de venganzas, ajustes de cuentas y enriquecimiento, al final de la cual De Luca deberá enfrentarse a su propio pasado.
En VIA DELLE OCHE, De Luca recién escapado a la depuración, se encuentra ya de nuevo, en 1948, reincorporado a la comisaría de Bolonia. Via delle Oche es una calle célebre en esa ciudad por los prostíbulos situados en ella. En una atmósfera marcada por las elecciones y los violentos enfrentamientos entre los seguidores de los diferentes partidos políticos, el comisario deberá investigar un homicidio cometido en uno de los prostíbulos. A esta muerte seguirán otras, aparentemente independientes.

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– Tres -había murmurado, lanzando una mirada a De Luca. Luego metió los dedos en el bolsillo de los documentos y sacó un papelito doblado en cuatro, que desplegó.

– El jefe también es un hombre tranquilo, aunque habrá que ver si sigue después de las elecciones, claro…

De Luca miró a Pugliese, que se encogió de hombros, con una mueca indiferente. Pero no logró contenerse:

– ¿Qué es? -preguntó.

– Eso, ¿qué es? -preguntó Bonaga, distraído. Pugliese levantó el papel y lo mantuvo abierto con tres dedos, para que De Luca pudiera leerlo.

– Es el anuncio de un estudio fotográfico, en la calle Marconi. Nuestro Piras era fotógrafo.

Bonaga levantó la mano y la sacudió, como para esparcir las palabras en el aire.

– Vale, inspector, vale. Póngalo todo junto y mañana por la mañana nos lo miramos en comisaría. Aquí me parece todo claro, ¿no? Este tipo cruzaba el parque para volver a casa y lo han matado para robarle el dinero…

– El dinero lo lleva todo encima, señor -murmuró Pugliese, con una sonrisa maliciosa, y miró a De Luca, que se había cogido el mentón y miraba fijamente la hierba, pensativo.

– ¡Entonces era un putero! -dijo Bonaga-. Se lo montan en la Montagnola, ¿no? ¡Va medio desnudo! Está claro: mientras se apartaba con una mundana…

– Yo también lo he pensado -dijo De Luca, para sí-, pero habríamos encontrado la bicicleta apoyada en un árbol y no en la zanja. A éste lo han detenido aposta, lo han degollado en el camino y él ha caído por la cuesta. Entonces han empezado a registrarlo y cuando ha aparecido el sereno han escapado.

Bonaga apoyó la mano en el hombro de De Luca, que esta vez la notó, pesada y molesta como el olor de brillantina, penetrante incluso al aire libre, cuando se le acercó con la cabeza.

– Eh eh, poco a poco con las teorías. Hasta prueba contraria, soy el jefe de Homicidios y no te permito…

– Pero mira, mira…

Pugliese había hurgado mejor con los dedos en el bolsillo de los documentos y había extraído una fina cartulina cuadrada, dejándola asomar de la cartera.

– Era comunista, comisario. Con carné y todo.

Bonaga se acercó de un salto, olvidándose de los zapatos que se hundían en la hierba ensangrentada, y arrancó la cartera de las manos de Pugliese.

– ¿Un comunista? ¿Y me lo dices ahora? Dame eso.

Sacó el carné del bolsillo y echó a correr por la zanja, inclinado hacia delante, con una mano casi en la hierba para no resbalar.

– ¿Usted a quién cree que va a llamar? ¿A Scala o a D’Ambrogio? -preguntó Pugliese.

– Quizás a los dos. Aunque la lógica diría que hay que ir corriendo a casa del muerto. Pues, si no lo han matado por dinero, o bien han encontrado ya lo que buscaban porque lo llevaba encima, o bien no, porque lo tenía en casa.

– Caray, comisario… Hace falta la orden de un juez para ir a registrar un piso.

– Ya. Pero para ir a advertir del fallecimiento a posibles parientes que vivan con él y de paso echar un vistazo no hace falta nada.

– ¿Y si no vive con parientes, sino solo?

– Entonces que nos abra el portero.

Pugliese suspiró, encogiéndose de hombros.

– No sé, no sé…, comisario, yo estoy en Homicidios y cumplo órdenes del señor Bonaga…

– Y yo estoy en la Buoncostume y las órdenes me las doy solo. Dígame la dirección, inspector, que le ahorro el mal trago de avisar a los parientes.

– Vive en un edificio de Via Marconi… pero no le digo dónde está, porque voy con usted. Caray, comisario, cuando vuelva Bonaga y no me encuentre me echa una bronca…

– Usted lo pinta todo muy fácil, pero aun así haría falta una orden…

De Luca se tocó la nariz con la punta de un dedo y Pugliese asintió, levantando la mano. Había hablado en susurros, pues el portero estaba de espaldas pero lo bastante cerca para oírlo, antes de desaparecer tras la cortina de la portería. Volvió con un juego de llaves cogidas a una anilla, tan denso que ni siquiera tintinearon cuando las hizo saltar en la palma de su mano, quieto ante la puerta de la portería, rascándose la cabeza por encima de la fina capa del peluquín.

– Pero es que a mí, comisario, no me parece muy legal subir así… ¿En serio han matado al señor Piras?

Se encogió de hombros cuando De Luca asintió y salió de la portería, señalando la caja del ascensor con un gesto de la barbilla:

– En fin… entonces no creo que nadie vaya a protestar. El señor Piras siempre estaba solo… aparte de las visitas.

Lo había dicho volviéndose por encima del hombro mientras descorría la verja de hierro del ascensor, y lo repitió mientras abría las puertas, con los labios levantados sobre los dientes en un fino silbido.

– Mujerzuela extraña, alegre… no sé si me explico.

– Se explica, se explica -murmuró Pugliese, entrando en el ascensor-. A ver si al final va a tener razón Bonaga, comisario… Sería la primera vez…

El portero se apartó para dejar pasar a De Luca y se asomó a la puerta para encender la luz pulsando el botón de la pared de enfrente. El interruptor quedó pulsado iluminando toda la escalera, oval y altísima, abierta en el centro del edificio.

– Estas cosas no pasaban antes -dijo, tamborileando en el pasamanos de mármol oscuro que subía en espiral, paralelo a la escalera, alrededor de la caja del ascensor-. Ustedes dirán lo que quieran… Que era un ladrón, que era un delincuente, pero cuando él estaba estas cosas no ocurrían… ¡Ea!, y ahora, si quieren, pueden esposarme.

El portero tendió los brazos, con las muñecas cruzadas y los puños apretados, y levantó el mentón, mientras un mechón del peluquín le caía por la frente. En ese momento el zumbido de la luz eléctrica cesó de golpe y el ojo de la escalera se sumió en la oscuridad. De Luca, apoyado en el espejo dentro del ascensor, resopló fastidiado y cruzó los brazos ante el pecho.

– Démonos prisa, por favor.

– Sí -dijo Pugliese-. Deje la luz y entre, que subimos a oscuras. Y ahórrese los comentarios políticos, ya votará dentro de unos días.

– ¡Ah, sí… y tengan por seguro que mi voto yo se lo doy al Uomo Qualunque! Estábamos mejor cuando estábamos peor, que se lo digo yo…

El portero pulsó el botón del último piso y la caja metálica se levantó del suelo con una sacudida. Pugliese no respondió, pero hasta en la oscuridad se notaba que sonreía. En cambio, De Luca suspiró, inmerso en aquellas tinieblas casi totales, elevado hacia lo alto por un movimiento un tanto vibrante y tan lento que parecía inexistente. Cerró los ojos: se estaba acostumbrando a la penumbra y el reflejo blanco de las paredes que pasaban por delante ya le molestaba. El cansancio, como siempre, lo atacó súbitamente por la espalda, pesándole en la nuca y en los hombros con una sensación casi física que le hizo abandonar los brazos a los costados. Con la cabeza, mentalmente, seguía trenzando palabras sobre Piras, sobre la Montagnola y sobre todos los posibles desarrollos del caso, pero habría abandonado el mentón sobre el pecho en una cabezada inquieta si no hubiera sido por la voz apenas articulada de Pugliese, con una puntita de nerviosismo, que le hizo abrir los ojos de golpe:

– Hay luz en el último piso.

De Luca levantó la cabeza hacia la línea negra de la escalera que se aproximaba desde lo alto y vio una fina tira amarilla de luz filtrada por debajo de la puerta. Apenas tuvo tiempo de vislumbrar la mancha más oscura que interrumpía la franja a la altura del suelo y subía hacia arriba, clara como la silueta de un hombre a contraluz, y entonces vio las llamaradas, largas y azuladas, y las chispas en el metal de la celosía, que saltaban rojas contra la oscuridad.

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