– Es que podría haber una relación entre este Piras y el hombre asesinado en el burdel, señor, puesto que, extrañamente…
– A ver, al hombre del burdel no lo han asesinado, sino que se ha suicidado.
– Bueno, pero…
– ¡Pero nada, De Luca! ¡Nada! -D’Ambrogio levantó la voz en un gorjeo, mientras los carrillos se le teñían de rojo-. ¡Ése es un caso cerrado, se trata de un suicidio y ya no nos concierne! ¡El del comunista ese al que han matado esta noche es un homicidio y no le concierne a usted, sino al señor Bonaga, y este… -movió la mano abierta en un gesto circular, señalando la sala-, este jaleo que hasta ahora no es más que un intento de robo tampoco le concierne a usted, sino a la Escuadra Móvil! ¿Sabe cuál es su trabajo, vicecomisario adjunto De Luca? ¡Seguir a las putas, vigilar que no sean menores y que no peguen la blenorragia a la gente bien! ¿Le ha quedado claro, abogado De Luca?
D’Ambrogio había gritado y De Luca había apretado los dientes para no gritar también. Hubiera querido decirle que había un montón de cosas poco claras, que había descubierto más pistas él en unas horas de las que encontraría Bonaga en un año y que, aunque estuviera en la Buoncostume, seguía siendo policía, y además bueno. Hubiera querido gritárselo, o simplemente soltar un grito, pero no dijo nada, sólo «no soy abogado», y en voz baja. D’Ambrogio asintió, mientras los carrillos recuperaban su color blanco. Cogió a De Luca por un brazo y lo empujó hacia la puerta.
– Vuelva a casa -le dijo-, échese un buen sueñecito y mañana, con calma, haga su informe del tiroteo… sobrio, sin garambainas, el tiroteo y basta. -Le tendió una mano blanquísima, que De Luca estrechó instintivamente, y, sin esperar respuesta, murmuró-: Váyase, vicecomisario adjunto, encárguese de las putas, que también son importantes -y lo empujó hacia la puerta, casi con suavidad.
Fuera el aire era fresco y De Luca se cerró el gabán en torno al cuello, exhalando una bocanada de vapor enrarecido, por el frío tardío de aquella primavera. Giró en torno a un jeep vacío, parado en medio de la acera, y vio apoyado en el estribo al hombre en mangas de camisa que había visto en la Montagnola, sobre el cadáver de Piras. Dio sólo un paso por la acera y se detuvo, volviéndose a mirarlo por encima del hombro:
– El hombre que ha caído del tejado…
– Murió del golpe. El presunto ladrón.
– El presunto ladrón, sí… ¿Tenía marcas en la cara o en las manos?
El hombre en mangas de camisa sonrió:
– ¿Quiere decir arañazos? Tenía dos aquí, en la mejilla, y otro en el otro lado. Sí, es justamente como cree usted, abogado.
De Luca también sonrió:
– No soy abogado -murmuró, y cruzó la calle, justo cuando D’Ambrogio salía del edificio.
15 de abril de 1948 jueves
«Protesta en Cavezzo de Módena por una confiscación de armas: confiscados en provincia de Cesenatico un mortero del 81 con municiones, dos bombas de mano, dos metralletas, cuatro pistolas automáticas».
«Bandas fascistas armadas por la Democracia Cristiana atacan a los judíos en el gueto de Roma».
«Quiniela electoral: todo el mundo puede jugar y ganar un premio. Con 100 liras pueden ganar millones. Los boletos se están agotando, compren antes de que sea demasiado tarde».
Por la ventana de su despacho, De Luca veía el soportal de enfrente. Estaba en el primer piso y, a través de la mancha de vaho que se ampliaba y se reducía en el cristal a cada respiración suya, De Luca veía el interior de los ojos del soportal hasta el fondo, velado por aquella niebla escasa e intermitente. Debajo del soportal, el muro estaba empapelado de carteles, pegados unos sobre otros, multicolores, un arco iris tipográfico que precedía a la lluvia en lugar de seguirla. De hecho, esa mañana el aire era terso y gris, como antes de una tormenta. Un energúmeno simiesco pintado de rojo corría por el mapa geográfico estirando un pie descalzo por la silueta de Italia, un poco por encima de la inscripción: «¡Atención! ¡El comunismo necesita una bota!». Una mano arrancaba la cruz al escudo democristiano descubriendo debajo una bayoneta, y otra inscripción: «¡Atención!», con un reborde blanco. Y había un cartel verde y amarillo con los rostros sonrientes de Rita Hayworth, Clark Gable y Tyrone Power, y encima, en letras rojas de imprenta, tan pequeñas que De Luca tuvo que entornar los ojos para leerlo: «¡¡¡Hasta los actores de Hollywood se alinean en la lucha contra el comunismo!!!» y «Vota» en grande, bajo una calavera de órbitas huecas y un gorro ruso con la estrella roja «Vota o será tu amo», el rostro de Garibaldi que salía de una estrella, «Paz libertad trabajo. Votad Fronte Democratico Popolare», y en manuscrita blanca y pastosa, como de tiza de pizarra: «¡En el secreto de la cabina Dios te ve, Stalin no!», y en amarillo y negro: «Defiéndelo, en Rusia los hijos son del Estado», y en rojo: «Impide que se cometa este crimen, vota Blocco Nazionale». «Paz trabajo libertad y justicia votad Fronte Democratico Popolare». «Quien vota Fronte le faltan dos dedos de frente», «Paz trabajo libertad votad». «Iglesia familia trabajo vota». «¡Italianos, votad, dejad votar, votad bien!».
De Luca se separó del cristal. Se sentó en el escritorio, apoyando la nuca en el respaldo de la butaquita de madera y presionó con la espalda para notar el crujir del perno giratorio. Levantó la vista hacia las palas del ventilador que estaba encima del fichero, cubiertas de una capa peluda de polvo gris, hacia el moscón muerto en el borde del mapa de Bolonia pegado a la pared, donde unos círculos en lápiz rojo señalaban las zonas de competencia: de cada comisaría. Aspiró el olor de lisoformo que el guardián había extendido por el suelo, el mismo que olió en el burdel de la Tripolina, pero más tenue; pensó en Ricciotti, en Piras, en Bonaga y en el jefe de la policía, y sacudió la cabeza, apretando los dientes. Se echó hacia delante y la madera de la butaca crujió, apoyó los codos en el escritorio y metió el rostro entre las manos, expirando entre los dedos, y habría seguido así, soplando todo el aire que tenía en los pulmones, en el corazón y en el cerebro, hasta la muerte tal vez, si Di Naccio no hubiera llamado a la puerta.
Al verlo entrar, De Luca pensó que algunas personas nacen ya con cara de policía, y que probablemente el brigadier Di Naccio ya tenía en la cuna aquella cara larga y estrecha, con esos ojos casi oblicuos, de corte triste y nariz en declive sobre el labio. Pensó que quizás también su padre tuviera esa cara, polizonte como él, pálido de piel y casi gris, de barba áspera, afeitada con prisas por la mañana temprano, y luego pensó en sí mismo, policía de siempre, y arqueó una ceja preguntándose si también él tendría cara de policía. Se tocó el mentón, que pinchaba todavía, y recordó que aquella mañana él no se había afeitado.
– ¿Qué ocurre?
Di Naccio tenía un dosier en la mano, una carpetilla finísima, tan fina que parecía vacía. Era verde, como todas las del fichero de las prostitutas, y delante ponía «Policía de Bolonia», a lápiz, y el número 18 C, en un círculo de una esquina.
– Pase de cambio -dijo Di Naccio-, cambio de quincena.
– ¿Y qué?
– Es que cada quince días las prostitutas cambian de burdel y cuando se marchan deben tener un papel que…
– Ya lo sé. Quiero decir: por qué me la das a mí. ¿Qué tengo que hacer?
– Regularmente los pases de cambio los firma el superior, tanto de salida como de entrada… aunque su predecesor, el señor Carapia, me las hacía firmar todas a mí.
De Luca asintió, cerrando los ojos. Di Naccio tenía un timbre de voz tan nasal y profundo que le molestaba. Parecía que le salieran las palabras de la nariz, como sopladas.
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