– Idos a tomar por el culo y decidle a Mohammed el Nesr que he visto la verdadera luz -dijo Wesley-. Voy a llevar este asunto a la manera de la pobre basura negra, con un abogado de oficio. -Señaló con el dedo a un joven negro con una mochila. Un leve velo de pesar ensombreció fugazmente su rostro, y suspiró-. Podría haberme encargado yo dentro de diez años, pero ya he elegido mi camino.
Una vez disipada la euforia de aquel viaje de vuelta al calabozo en compañía de Carmine Delmonico, Wesley había experimentado un cambio significativo que quizá tuviera poco que ver con lo que Carmine le había dicho, y mucho más con el hecho de haber presenciado a noventa centímetros de distancia cómo se extinguía la vida en un par de ojos. Todo lo que quedó de Charles Ponsonby fue una cáscara vacía, y lo que aterrorizaba a Wesley era que había liberado a aquel espíritu de inefable maldad para que buscara alojamiento en otro cuerpo. Alá batallaba con Cristo y con Buda, y él empezó a rezarles a los tres.
Sin embargo, también le invadía la fortaleza, una fortaleza diferente. De algún modo, conseguiría hacer de aquel dramático error una victoria.
Las primeras señales de su victoria se manifestaron cuando le enviaron a la cárcel del condado de Holloman a esperar los meses que transcurrirían hasta su juicio. Cuando llegó, los reclusos le vitorearon enloquecidos. Su litera, en una celda para cuatro, estaba colmada de regalos: cigarrillos y puros, encendedores, revistas, caramelos, complementos de vestuario a la moda, un Rolex de oro, siete brazaletes de oro, nueve cadenas de oro para el cuello, un anillo para el meñique con un gran diamante. ¡No había de temer que le violaran en las duchas! Tampoco los guardias le iban a hacer la vida imposible; todos le saludaban con una respetuosa inclinación de cabeza, le sonreían, le hacían el signo de la O. Cuando pidió una estera de oración, apareció una Shiraz preciosa, y cuando quiera que entraba al comedor o al patio de gimnasia, le volvían a vitorear. Negros y blancos, reclusos y guardias le adoraban.
Un número inmenso de personas de todas las razas y colores no creían que hubiera que condenar a Wesley le Clerc en absoluto. Las cartas al director afluían en riadas a los diversos periódicos de todo el país. Las líneas telefónicas de los programas de radio con intervención de los oyentes estaban colapsadas. Los telegramas se amontonaban sobre el escritorio del gobernador. El fiscal del distrito de Holloman intentó persuadir a Wesley de que se declarara culpable de homicidio a cambio de una condena muy inferior, pero el nuevo héroe no estaba dispuesto a rajarse de esa manera. Pensaba ir a juicio, y a juicio fue.
Un juicio que se desarrolló a principios de junio, meses antes de lo que le hubiera correspondido; los poderes fácticos del estamento judicial decidieron que retrasarlo más sólo complicaría las cosas. Aquello no era flor de un día que la gente olvidase fácilmente. «¡Háganlo ya, acabemos con el asunto de una vez por todas!» Nunca hubo un jurado escogido con más cuidado. Ocho eran negros y cuatro blancos, seis mujeres y seis hombres, algunos acomodados, otros simples trabajadores, dos parados por causas no imputables a ellos.
La historia que contó sobre el estrado fue que nunca planeó nada más que lo del sombrero; que fueron los empujones de la multitud lo que le llevó allí donde acabó; y que no recordaba haber disparado ninguna pistola, ni siquiera que llevara una encima. El hecho de que el suceso estuviera inmortalizado en vídeo era irrelevante; su única intención había sido protestar por el trato dispensado a su pueblo.
El jurado optó por asesinato sin premeditación y recomendó clemencia vivamente. El juez Douglas Thwaites, un hombre poco inclinado a la clemencia, dictó sentencia de veinte años de reclusión carcelaria, y un mínimo de doce antes de poder pedir la condicional. Más o menos, el veredicto esperado.
El juicio duró cinco días y acabó un viernes, señalando el clímax de una primavera que el gobernador, al menos, no quería que se repitiera jamás. Las manifestaciones derivaron en disturbios, ardieron casas, se saquearon establecimientos comerciales, hubo tiroteos. A pesar de que su discípulo Alí el Kadi le había dado la espalda, Mohammed el Nesr aprovechó su oportunidad y condujo a la Brigada Negra a una guerra menor que acabó cuando una redada en el número 18 de la calle Quince, en la Hondonada, finalizó con la incautación de más de un millar de armas. Lo que no llegó a entender ningún policía fue por qué Mohammed no había trasladado su arsenal a otro lugar mucho antes de la redada. Salvo Carmine, que pensaba que Mohammed estaba perdiendo influencia, y lo sabía: incluso sus propios hombres empezaban a admirar más a Wesley le Clerc.
Sin perjuicio del destino de la Brigada Negra, se hizo evidente una semana antes de que comenzara el juicio de Wesley que iba a convertirse en una gigantesca manifestación de masas en apoyo al ejecutor del Monstruo, y que no todos cuantos pensaban acudir a Holloman lo harían en actitud pacífica. Espías e informadores advirtieron que unos cien mil manifestantes negros y setenta y cinco mil blancos se instalarían en la explanada de Holloman en la madrugada del lunes previsto para el inicio del juicio de Wesley. Procedían de sitios tan distantes como Los Angeles, Chicago, Baton Rouge (la ciudad natal de Wesley) y Atlanta, aunque la mayoría vivían en Nueva York, Connecticut y Massachusetts. Se había designado un punto de reunión: Maltravers Park, un jardín botánico a dieciséis kilómetros de Holloman. Y allí, del sábado en adelante, empezó a congregarse la gente por millares. La marcha sobre la explanada de Holloman estaba programada para las cinco de la madrugada del lunes, y estaba muy bien organizada. Los aterrorizados habitantes de Holloman blindaron escaparates, puertas y ventanas que dieran a la calle con tablones, temerosos de la guerra urbana que sin duda se iba a producir.
El domingo por la mañana, el gobernador llamó a la Guardia Nacional, que acudió a paso marcial y entró estrepitosamente en Holloman en la madrugada del lunes para ocupar la explanada antes que los manifestantes; vehículos de transporte, vehículos acorazados y camiones inmensos hicieron temblar los cimientos de los edificios mientras todo Holloman se apiñaba, con los ojos como platos y temblando, para verlos desfilar.
Pero la marcha no llegó nunca. Nadie supo bien por qué. Acaso fuera la perspectiva de un enfrentamiento con tropas adiestradas lo que les disuadió, o tal vez Maltravers Park fuera lo más lejos que la mayoría había pretendido llegar. Al mediodía del lunes, Maltravers Park estaba vacío, y eso fue todo. El juicio contra Wesley le Clerc prosiguió con menos de quinientos manifestantes protestando en la explanada en medio de un mar de guardias nacionales, y cuando el viernes por la tarde se anunció el veredicto, esos quinientos regresaron a sus casas dóciles como corderos. ¿Fue por el despliegue oficial de fuerzas oficiales? ¿O porque el simple acto de congregarse había dejado satisfechos a quienes acudieron a Maltravers Park?
Wesley le Clerc no perdió el tiempo preocupándose o preguntándose por quienes le apoyaban. Tras ser transferido a una prisión de alta seguridad al norte del Estado el viernes por la noche, al lunes siguiente Wesley elevó una petición al alcaide del centro para que se le concediera permiso para cursar el primer ciclo de Derecho; aquel avispado funcionario estuvo encantado de acceder a su petición. Después de todo, Wesley le Clerc tenía sólo veinticinco años. Si le concedían la libertad condicional al primer intento, tendría entonces treinta y siete, y estaría probablemente en posesión de un doctorado en jurisprudencia. Sus antecedentes penales le impedirían la práctica de la abogacía, pero los conocimientos que poseería serían mucho más importantes. Iba a especializarse en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Después de todo, él era el ejecutor del Monstruo, el santo de Holloman.
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