Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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Héctor vio el titubeo en sus ojos. Pero Gloria no era una presa fácil de engañar.

– No voy a seguir hablando con usted, inspector. Si mi marido no le echa de nuestra casa, lo haré yo.

Pero Enric parecía no haber oído la última intervención de su mujer.

– Al día siguiente, tuvimos que parar a echar gasolina. Ni siquiera lo recordaba. Conducía Félix porque yo no era capaz de ponerme al volante. Pero el depósito no había quedado tan vacío cuando subimos… No había vuelto a pensar en ello… -Se encaró con su mujer y le susurró, sin poder alzar la voz-: Gloria, ¿mataste…? ¿Mataste a mi único hijo?

– ¡Tu único hijo! -La amargura explotó en un grito ronco-. ¿Y Natalia qué es? ¿Qué habrías hecho si te hubiera contado lo de las fotos? Yo te lo diré. ¡Nada! Habrían empezado las excusas, las justificaciones… La niña está bien, ha sido una broma, los adolescentes son así…

»¿Qué dijiste cuando colgó ese vídeo en internet? "Ha tenido una vida difícil, su madre lo abandonó…" -Sus palabras rezumaban rencor-. ¿Y Natalia? ¿Los años que pasó en ese orfanato? ¿Esos no cuentan? Esta hija no cuenta para ti. ¡No te ha importado nada nunca!

Gloria miró al inspector. Intentaba hacerle comprender la verdad. Justificarse de algún modo.

– Yo no podía perdonarlo, inspector. Esta vez no. ¿Quién sabe qué más le habría hecho a mi niña? -Había empezado y ya no podía detenerse-. Sí, la noche de la verbena te dije que dormiría con Natalia, pero bajé a Barcelona en el coche en cuanto oí que dormías. Me había asegurado de que te durmieras, créeme. No sabía muy bien qué pensaba hacer. Supongo que acusarlo de todo y obligarle a marcharse sin que tú te enteraras. Lo quería fuera de la vida de Natalia y de la mía. Llegué a casa justo cuando salía Aleix. Vi que se encendía la luz del cuarto de Marc y luego se apagaba. Un rato después, lo vi asomado en la ventana, crucé la calle rápidamente y subí a la buhardilla. Aún estaba allí, y en ese momento no pude evitarlo. Corrí hacia él y le empujé… Fue un impulso…

«Y devolvió el cenicero que estaba en el alféizar a su sitio, en un gesto automático», pensó Héctor, sin decir nada.

– Pero matar a Gina no fue un impulso, Gloria -dijo Héctor-. Fue un crimen a sangre fría, cometido contra una jovencita inocente…

– ¿Inocente? ¡No ha visto todas las fotos, inspector! Las hicieron juntos, los dos. Aprovecharon una noche en que ella había venido a quedarse con Natalia. Aparecía en alguna, incluso, aunque supongo que luego pensaban borrarla.

– No le hicieron ningún daño -susurró Héctor-. Pretendían, equivocadamente, cazar a un abusador de menores.

– Pero yo no lo sabía. ¡Dios, no lo sabía! Y me dije que si Marc había muerto, ella también tenía que morir. Además…

– Además, usted ni siquiera sabía que se había quedado a dormir aquí esa noche y cuando se enteró sintió pánico. Por suerte para usted, Gina estaba tan borracha que se durmió enseguida y no oyó nada. Pero cuando nos vio aquí, y se dio cuenta de que el caso seguía abierto, se asustó. Y decidió que el falso suicidio de Gina pondría punto final a todo. Fue a su casa aquella tarde, habló con ella, seguramente la drogó un poco, como a su marido la noche de San Juan. Después la llevó a la bañera y con la más absoluta crueldad le cortó las venas. Luego escribió un falso mensaje de suicidio, intentando imitar el estilo de los jóvenes al escribirlos.

– Era igual de mala que él -repuso Gloria con odio.

– No, Gloria, no eran malos. Podían ser jóvenes, estar equivocados, ser unos consentidos, pero no eran malos. Aquí la única mala persona es usted. Y su mayor castigo no va a ser la cárcel, sino separarse de su hija. Pero créame, Natalia se merece una madre mejor.

Enric Castells observaba la escena boquiabierto. No pudo decir ni una palabra cuando Héctor arrestó a su esposa, cuando le leyó sus derechos y la condujo hacia la puerta. Si el corazón pudiera moverse a voluntad, lo habría parado en ese mismo instante.

Capítulo 41

Héctor salió de comisaría sobre las diez y media de la noche y comprendió que, aunque no le apeteciera lo más mínimo, debía volver a su piso. Llevaba más de treinta y seis horas sin dormir; notaba los pulmones llenos de nicotina, el estómago vacío y la cabeza embotada. Necesitaba despejarse un poco, y luego una ducha larga; eliminar la tensión, recuperar fuerzas.

La ciudad parecía amortiguada esa cálida noche de domingo. Incluso los escasos coches que circulaban parecían hacerlo despacio, con pereza, como si sus conductores quisieran prolongar los últimos coletazos del día festivo. Héctor, que había empezado a andar a buen paso, fue acompasándolo poco a poco al ritmo lento que imperaba en las calles. Habría dado cualquier cosa para sosegar también su cerebro, para frenar aquel flujo de imágenes sueltas. Sabía por experiencia que era cuestión de tiempo, que los rostros que ahora parecían inolvidables irían diluyéndose por el desagüe de la memoria más pronto o más tarde. Había algunos, sin embargo, que de momento prefería no olvidar: el semblante asustado y mezquino de Eduard Rovira, por ejemplo. A pesar de las amenazas de cárcel que le había hecho él mismo, sabía que sería difícil que respondiera ante la justicia por sus actos. Pero al menos, se dijo, tendría que soportar la vergüenza de haber sido descubierto y el desprecio de quienes le rodeaban. De eso Héctor pensaba asegurarse personalmente y cuanto antes; los tipos como Edu no le merecían ni un ápice de compasión.

Respiró hondo. Tenía más cosas que hacer al día siguiente. Hablar con Joana y despedirse de ella, pasar por el hospital a ver a Carmen… Y disculparse ante el comisario Savall. Quizá su actuación en el caso de Iris años atrás no hubiera sido ejemplar, pero sus motivos no habían sido egoístas, sino todo lo contrario. En cualquier caso, él no tenía ningún derecho a erigirse en juez y parte. Eso se lo dejaba a la gente como el padre Castells. «Mañana», pensó, «mañana pondré orden en todo esto». Esa noche ya no podía hacer nada más. Había realizado una única llamada desde comisaría: a la agente Castro, para informarle de que su intuición había sido certera. Se la debía. Al fin y al cabo, de no haber sido por ella, ese caso tal vez no se habría resuelto nunca. Era buena, pensó. Muy buena. No estuvo mucho tiempo al teléfono porque advirtió que no estaba sola. De fondo oyó de repente una voz masculina que preguntaba algo. «No te molesto más, ya hablamos mañana», le dijo él al despedirse. «De acuerdo. Pero tenemos que celebrarlo, ¿eh? Y esta vez pagaré yo.» Hubo una pausa breve, uno de esos momentos en que el silencio parece querer decir algo. Pero, tras los adioses de rigor, ambos habían colgado.

Parado ante un semáforo en rojo, sacó de nuevo el móvil para ver si había algún mensaje de Ruth. Eran casi las once, quizá aún estuviera de camino. Hacía casi un mes que no veía a Guillermo y, mientras cruzaba la calle, se repitió que eso no podía volver a ocurrir. No quería ser una figura ausente como Enric Castells había sido con su hijo. Se puede delegar la responsabilidad, pero no el afecto. Ironías del destino, pensó, Enric se veía ahora de nuevo solo y con una niña a su cargo, una cría a la que ni siquiera consideraba hija suya.

Estaba ya cerca de su casa, y la aprensión ante el momento de volver a entrar en ella le asaltó de nuevo. El inmueble donde había vivido durante años se le antojaba un lugar macabro, contaminado por Ornar, por sus asesinos. «Basta», se ordenó una vez más. Ornar estaba muerto y quienes lo luln.in matado, encerrados en la cárcel. No podía pedirse un resultado mejor. Animado por esta idea, metió la llave en la puerta de la escalera y, cuando ya había traspasado el umbral, sonó el móvil. Era Guillermo.

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