Le odié. Le odié con todas mis fuerzas. Antes a veces le había odiado por esas cosas que me hacía, y ahora le odiaba porque había dejado de hacerlas. Y entonces, poco a poco, vi cómo iba acercándose a Inés. Nadie más lo notó, claro. Ni siquiera ella misma. Inés puede pasarse horas jugando con sus muñecas sin enterarse de nada. No le gustan los juegos al aire libre, ni los deportes. Ni siquiera le gustan mucho los otros niños: mamá siempre dice que es demasiado solitaria. En el colegio sólo tiene una amiga y casi no se trata con nadie más. Pero él la miraba, yo lo veía. Sólo lo veía yo mientras fingía leer; mientras los ojos de mi madre me vigilaban para que comiera, yo tenía la vista puesta en Inés. Entonces decidí hacer algo. Sabía que estaba en mi mano, que los juegos de los veranos anteriores eran malos; en el colegio nos habían hablado de ello y todos habíamos puesto cara de asco. Yo incluida. Pues bien, ahora quería acabar con todo eso aunque no sabía bien cómo. Y una tarde, mientras los monitores y los niños estaban de excursión, fui a hablar con el mosén. Pensaba contárselo todo: hablarle del biquini, de los juegos en la cueva, de sus manos sudorosas, aunque me muriera de la vergüenza.
– ¡Félix! -exclamó Joana.
– Sí -repuso Inés-, el padre Félix.
Llamé a la puerta y entré en su despacho. Y casi sin darme cuenta rompí a llorar. Lloraba de verdad, con todas mis fuerzas. Lloraba tanto que no se entendían mis palabras. Él cerró la puerta y me dijo: Cálmate, cálmate, primero llora y luego me lo cuentas todo, ¿de acuerdo? Llorar es bueno. Cuando se te acaben las lágrimas, hablaremos. Tuve la impresión de que las lágrimas no se acababan nunca: como si mi estómago fuera un nudo de nubes negras que no dejaban de soltar lluvia. Pero mucho rato después el nudo empezó a aflojarse, las lágrimas cesaron y por fin pude hablar. Se lo conté todo, sentada en una silla vieja de madera que crujía cada vez que me movía un poco. Me escuchó sin interrumpirme, haciendo sólo alguna pregunta cuando yo vacilaba. Preguntó si había hecho algo más, si había metido su cosa dentro de mí, y le dije que no. Pareció aliviado. De repente ya no tenía vergüenza, ni ganas de llorar, sólo de contarlo todo. Quería que todo el mundo supiera que yo había sido su muñeca. Cuando terminé tuve la sensación de que ya no quedaba nada dentro de mí, sólo el súbito miedo de qué iba a pasar a partir de entonces.
Pero no pasó nada. Bueno, sí, el mosén me dijo que debía tranquilizarme, que él se ocuparía de todo, que me olvidara de esas cosas. No se lo cuentes a nadie más, me dijo. Pensarán que te lo estás inventando todo. Déjalo en mis manos.
De eso hace tres días. Las clases particulares han terminado, y cuando me cruzo con él por el pasillo ni siquiera me mira. Está enfadado conmigo, lo sé. Sé que he roto las reglas de las buenas muñecas. El penúltimo grupo de niños se ha ido ya. Él también se ha marchado, pero volverá dentro de unos días. No quiero estar aquí para verlo. Quiero escapar. Irme donde nadie me encuentre y dormir para siempre.
El timbre de la puerta los sobresaltó a todos. Joana se levantó para abrir, mientras Leire abrazaba a Inés. Ésta había dejado las hojas de papel sobre la mesita y ya no contenía las lágrimas.
La persona con la que entró Joana era la última que esperaban ver en ese momento: el padre Félix Castells.
Leire seguía abrazando a Inés. La joven sollozaba casi en silencio, como si se avergonzara de ello. Cuando entró Félix, las miradas de todos se posaron en él. Pero fue Joana quien dijo, en voz alta y clara:
– ¿Te sentiste aliviado cuando ella te dijo que no la había penetrado? ¿De verdad, Félix?
El la miró sin responder.
– ¿No hiciste nada? -siguió, acusándole con furia-. ¿Nada? ¿Esa niña te contó lo que le había estado haciendo ese cabrón y tú pensaste que, como no la había violado, todo eso no importaba? ¿No le denunciaste, ni siquiera cuando la niña se ahogó en la piscina?
Héctor cogió las páginas que Inés había dejado encima de la mesa.
– Debería leerlas, padre. Y si de verdad Dios existe, espero que Él le perdone.
Félix bajó la cabeza. Parecía incapaz de defenderse, de decir una sola palabra en su favor. No se sentó. Permaneció de pie ante aquel tribunal improvisado.
– No le echen toda la culpa -susurró Inés. Apartó suavemente a Leire y miró al sacerdote-. Lo que hizo no estuvo bien, pero no lo hizo sólo por él. También me protegía a mí.
– Inés…
– ¡No! Llevo años con todo esto. Sintiéndome culpable.
Creyéndome en deuda con Iris, manteniéndola viva aunque fuera de manera simbólica… Hasta la Navidad pasada, cuando encontré estas páginas y supe toda la historia. Se las enseñé a Marc en Dublín, y él reaccionó igual que ustedes ahora. Con asco, con rabia, con ansias de saber la verdad. Pero hay una parte de esa verdad que yo no me atreví a contarle. Dejé que odiara a su tío, que iniciara un plan de venganza contra él, para obligarle a confesar lo que él quería saber. -Tomó aire antes de seguir-. Cuando la verdad es que esa mañana, muy temprano, oí pasos en la casa. No podía dormir en la cama de mamá, no paraba de moverse. Salí al pasillo sin hacer ruido y no vi a nadie, pero estaba segura de que alguien había bajado la escalera. Una de mis muñecas estaba en el suelo. La recogí y bajé al jardín.
Iris está sentada al borde de la piscina, en camisón. Sus ojos sólo ven las muñecas. Lleva toda la noche sin dormir, mirándolas fijamente. Son de Inés y en ese momento las odia con todas sus fuerzas. A algunas les ha arrancado la cabeza y los brazos antes de arrojarlas al agua; a otras las ha sumergido como si pudiera ahogarlas. Le queda sólo una en la mano, la preferida de su hermana, y antes de lanzarla con las demás contempla su obra, satisfecha. La piscina se ha convertido en un charco lleno de cuerpecillos de plástico que flotan a la deriva. No se da cuenta de la presencia de Inés hasta que oye su voz.
– ¿Qué haces?
Se ríe, como una posesa. Inés se agacha y empieza a sacar las que flotan más cerca del borde. El agua está helada, pero son sus muñecas. Las quiere.
– ¡No las toques!
Iris intenta impedírselo. La agarra con todas sus fuerzas y la zarandea sobre el suelo, pero aunque Inés es más pequeña, ella está muy débil. Inés intenta zafarse de los brazos de su hermana, y ambas forcejean, en el borde de la piscina, ruedan agarradas hasta caer al agua. Inés nota cómo se afloja la presión, cómo el frío le penetra por todo el cuerpo. Apenas consigue salir a la superficie y bracear como un perrito hasta la escalerilla. Entonces mira hacia atrás. Iris emerge del fondo lentamente, como una gran muñeca muerta.
– Fue así -terminó Inés-. Salí corriendo y me escondí. Mamá me encontró un rato después, con el pelo aún mojado. Me abrazó y me dijo que no me preocupara, que había sido un accidente. Que el padre Félix se ocuparía de todo.
El silencio se apoderó de la sala. El padre Castells se había sentado, aunque seguía con la mirada baja.
– Dios -dijo Joana-. ¿Y Marc?
– Marc no supo nada, Joana -respondió Félix-. Me ocupé de eso. Me ocupé de todo. Podéis decir que obré mal, pero os juro que intenté hacer lo correcto.
– ¿Ah, sí? -preguntó Héctor-. Dudo que ocultar los abusos a una menor fuera «hacer lo correcto», padre. Usted sabía la verdad. Sabía que Iris estaba fuera de sí y sabía la causa.
– ¿Y de qué servía ya? -gritó Félix. Se había puesto en pie de repente y su rostro enrojecido denotaba la tormenta que se estaba librando en su interior-. ¡Iris estaba muerta, y esta niña no tenía ninguna culpa! -Tragó saliva y prosiguió, en voz más baja pero igualmente tensa-: Sí, dudé de lo que decía Iris. Quizá no le concedí la importancia que tenía. Pensé que parte era verdad, y que parte era el fruto de la imaginación de una niña problemática. Pero luego, cuando murió, me dije que sacar a la luz toda esa basura sólo serviría para que esta pobre niña tuviera que enfrentarse a un montón de cosas. Su madre me rogó que la protegiera. Y opté por los vivos, inspector. Le confesé la verdad al inspector que llevó el caso -dijo sin mencionar su nombre-. Le pedí que dejara de investigar por esta pobre niña. Y él estuvo de acuerdo.
Читать дальше