– ¿Qué contenía el USB que te dio Gina, Aleix?
– Sus apuntes de historia del arte. ¿Qué más da eso?
Leire se apoyó en el respaldo de la silla. Oía de fondo que Héctor seguía interrogando al testigo, aunque ella ya sabía que no merecía la pena. Que Aleix no había matado a Marc, y desde luego tampoco a Gina. Era un capullo y se merecía que los camellos le partieran la cara, pero no era un asesino. Ni su hermano, el santurrón pedófilo, tampoco.
Sin decir nada, salió de la sala e hizo una llamada. No necesitaba más: sólo confirmar un dato con Regina Ballester, la madre de Gina Martí.
Sentado en el sofá blanco de la casa de los Castells, mientras esperaba que Gloria terminara de bañar a la niña y bajara a reunirse con ellos, Héctor se dijo que en ese salón se respiraba la misma paz que había notado la última vez que estuvieron allí. Pero ahora, mientras contemplaba la elegante decoración y oía la suave música que flotaba en el ambiente, Héctor sabía que todo eso no era más que un decorado. Una falsa calma.
Él y Leire habían discutido mucho cómo enfocar la siguiente parte de ese asunto. Salgado había escuchado el razonamiento de Castro atento a todos los puntos que desembocaban a una única conclusión. Pero cuando llegó al final del proceso, cuando el nombre de la persona que había matado a Marc, y probablemente también a Gina, estuvo claro para ambos, Héctor recordó algo que él le había dicho a Joana. «Es posible que este caso no se resuelva nunca.» Porque, incluso con la verdad ante ellos, las pruebas eran mínimas. Tan mínimas que sólo podía confiar en que la tensión y el miedo acumulado fueran más fuertes que la entereza y la sangre fría. Por eso había impuesto su criterio y había ido él solo. Para lo que iba a hacer, dos personas eran multitud.
Enric Castells estaba cansado, se dijo Héctor. Unos círculos oscuros ensombrecían su expresión.
– No quiero ser descortés, inspector, pero espero que tenga una buena razón para presentarse en mi casa un domingo por la tarde. No sé si se da cuenta de que este fin de semana no ha sido precisamente fácil para nosotros… Ayer tuvimos que dar el pésame a unos buenos amigos cuya hija se ha suicidado y que tal vez matara a… -Se calló un momento-. Y desde entonces no paro de darle vueltas a todo. A todo…
Se pasó las manos por la cara y respiró hondo.
– Quiero que esto se acabe ya -dijo luego-. A ver si baja Gloria de una vez… ¿No podemos empezar sin ella?
Héctor iba a repetirle lo que ya le había dicho cuando cruzó la puerta, que necesitaba la colaboración de los dos porque habían aparecido pruebas nuevas, e inquietantes, en relación con la muerte de su hijo, pero en ese momento entró Gloria, sola.
– ¡Por fin! -exclamó Enric-. ¿Tanto se tarda en bañar a esa niña?
La hostilidad de la pregunta sorprendió al inspector. «Esa niña.» No «la niña», ni «mi hija», ni siquiera «Natalia». Esa niña.
Gloria no se molestó en responder y tomó asiento junto a su marido.
– Pues empiece de una vez, inspector. ¿Quiere decirnos a qué ha venido? -preguntó Castells.
Héctor los miró fijamente. Y entonces, ante aquella pareja que parecía vivir un estado de guerra fría, dijo:
– Tengo que contarles una historia que se remonta a hace años, al verano en que Marc tenía seis años. El verano en que murió una niña llamada Iris Alonso.
Por la expresión de la cara de Enric, Héctor dedujo que también él había leído el blog de Marc. No sabía cómo se había enterado de su existencia, pero era obvio que el nombre de Iris le era familiar. Salgado prosiguió con su relato: resumió ante ellos aquella historia de abusos y muerte, sin dar más detalles de los necesarios. Pasó luego a hablarles de Inés y de Marc en Dublín, de la decisión de éste de sacar la verdad a la luz, y llegó así al plan urdido para coaccionar a Félix, que se había negado a revelar a su sobrino el nombre que éste le pedía; narró el truco perverso para el que había utilizado a Natalia, y describió con la más absoluta crudeza unas fotos que no había visto. Al hacerlo, observó las expresiones de los Castells y vio lo que esperaba: la de él indicaba una mezcla de aprensión e interés; la de ella, asco, odio y sorpresa. Terminó hablándoles de la intervención de Aleix para que el nombre de su hermano no saliera a relucir. Fue un resumen sucinto, pero claro.
– Inspector -empezó Enric, que había escuchado a Salgado con atención-, ¿me está diciendo que mi hijo pretendía chantajear a mi hermano? No lo hubiera hecho. Estoy seguro de ello. Al final se habría arrepentido.
Héctor meneó la cabeza, con aire de duda.
– Eso no lo sabremos nunca. Marc y Gina están muertos. -Se echó la mano al bolsillo y sacó el USB que Aleix le había dado hacía una hora-. Éste es el USB que Gina se llevó de aquí, el que luego entregó a Aleix. Pero en él no hay ninguna foto. De hecho, ni siquiera es de Gina, ni de Marc. Es suyo, ¿verdad, Gloria?
Ella no contestó. Su mano derecha se tensó sobre el brazo del sofá.
– Son sus apuntes de la universidad. ¿No los había echado de menos?
Enric levantó la vista despacio, sin comprender.
– No he tenido mucho tiempo para estudiar estos días, inspector -repuso Gloria.
– En eso la creo. Ha estado bastante ocupada con otras cosas.
– ¿Qué está insinuando? -La voz de Enric había recobrado parte de su firmeza característica, la del señor que no consiente que nadie ataque a los suyos en su propia casa.
Héctor prosiguió. Hablaba en un tono sereno, casi amistoso.
– Insinúo que el destino jugó a todos una mala pasada. El USB con las fotos estuvo unos días aquí, antes de que se lo llevara Gina. Y Natalia, inocente y juguetona, hizo algo que le divertía mucho esos días. Usted misma se lo dijo a la agente Castro cuando estuvimos aquí. Natalia cogió el USB con las fotos y lo dejó al lado del ordenador de su madre, y se llevó el que usted tenía, con los apuntes de la carrera que estudia a distancia, al cuarto de Marc. Y él, que no quería volver a tener esas fotos en el ordenador, se lo dio a Gina sin darse cuenta del error. Pero usted… usted abrió el que no debía haber abierto. Y vio esas fotos de Natalia: fotos de su hija desnuda, fotos que le sugirieron todo un mundo de horrores. Sabía que Marc había confesado haber colgado aquel vídeo de un compañero de colegio en internet. No se fiaba de él, ni le quería. Al fin y al cabo, tampoco era su madre…
Gloria enrojeció. No dijo nada, trató por todos los medios de conservar la calma. Su mano se había convertido en una garra aferrada al brazo del sofá.
– ¿Viste las fotos? -preguntó Enric-. No me dijiste nada…
– No -intervino Héctor-. No le dijo nada. Decidió castigar a Marc por su cuenta, ¿verdad?
Castells se levantó como impulsado por un resorte.
– ¡No le tolero una palabra más, inspector! -Pero en sus ojos había asomado ya la duda. Se volvió despacio hacia su mujer, que seguía inmóvil, como una liebre cegada por los súbitos focos de un coche-. Esa noche no dormiste conmigo… Te acostaste con Natalia. Dijiste que la niña tenía miedo de los petardos.
Hubo un instante de tensión extrema. Gloria tardó unos segundos en contestar, los necesarios para que no le temblara la voz.
– Y así es. Dormí con Natalia. Nadie puede demostrar lo contrario.
– ¿Sabe? -intervino Héctor-. En parte la comprendo, Gloria. Tuvo que ser terrible. Ver esas fotos sin saber qué más le habrían hecho a su niña, temer lo peor. Le habría sucedido lo mismo a cualquier madre. Hay algo poderoso en el amor de una madre. Poderoso e implacable. Hasta los animales menos agresivos atacan para proteger a sus crías.
Читать дальше