Héctor escuchaba, entre atónito y abrumado, el relato que a las cuatro de la mañana le hacía una subinspectora que parecía poseída por una energía inagotable.
– ¡Los tenemos, Héctor! Quizá nos habría costado más si no los hubiéramos pillado juntos, en la cama, en casa de él. Fernández se mostraba más duro de roer, pero ella se vino abajo enseguida. Lo contó todo, aunque obviamente niega saber nada del asesinato. Y cuando le plantamos delante la confesión de Rosa, él ya no pudo seguir poniendo cara de inocente.
– ¿El móvil fue el robo? -Después de pensar en maldiciones y ritos ocultos, la explicación casi le defraudaba.
– Bueno, un robo bastante sustancioso para dos desgraciados como Fernández y Rosa. Hemos encontrado más de cien mil euros en casa del abogado, que sin duda sustrajo del despacho de Omar.
– ¿Cómo mierda se hizo con las llaves de mi casa?
– El no abrió la boca, pero Rosa nos lo contó cuando la presioné un poco. Alardeó delante de ella diciendo que se había hecho pasar por instalador de aire acondicionado. La pobre Carmen le mostró la casa, charló largo y tendido con él, y él aprovechó un descuido para llevarse esas llaves. Concertó una segunda visita para el día siguiente y devolvió las originales.
Ella bajó la voz.
– Te espió durante todo el tiempo, Héctor. Aprovechó tus movimientos para entrar en tu casa y dejar los discos grabados.
– ¿También hizo eso?
Andreu frunció el ceño.
– Es extraño. El tuyo pegándole a Omar se grabó con la cámara de su consulta y pensaban presentarlo como prueba contra ti, así que se le ocurrió utilizarlo para reforzar el otro, el que mostraba la muerte del doctor. En cuanto al de tu ex… No sé qué pensar. Fernández afirma que lo encontró entre las grabaciones de Omar. -Andreu hizo una pausa-. Añadió que el doctor había estado preparando algo en los días anteriores a su muerte, uno de sus ritos.
– ¿Contra mí?
– Ya da igual, Héctor. Está muerto. Olvídate de eso. Piensa sólo en que hay suficientes pruebas para acusarlos a ambos. Y para exculparte a ti…
Se produjo un silencio breve, cargado de complicidad, de agradecimiento. De amistad.
– No sé cómo darte las gracias. En serio. -Era cierto.
Ella se llevó la mano a la frente, la larga noche se cobraba su precio.
– Tranquilo, ya pensaré en algo. Ya es tarde… o pronto. -Añadió, con una sonrisa-. ¿Qué haces? ¿Te vas a casa?
El meneó la cabeza.
– Supongo que tendré que volver mañana. Pero, por esta noche, prefiero dormir en mi despacho, créeme. No será la primera vez.
El aeropuerto era un hervidero de turistas empujando carros y maletas con ruedas. Unos volvían la cabeza para echar un último vistazo a ese sol que los había acompañado, bronceado y acalorado en la playa y ante la Pedrera; un astro que, cuando llegaran a sus destinos del norte, habría desaparecido o como mucho asomaría con timidez por detrás de una masa de nubes. Otros avanzaban hacia la salida con la ilusión dibujada en sus rostros, aunque se detenían justo al cruzarla y dejar atrás el aire acondicionado de la terminal nueva, de suelos que parecían espejos negros, y recibir el primer bofetón de calor.
Leire había recogido a Héctor en su casa, a petición suya. Le extrañó recibir su llamada, ya que habían quedado en que iría ella sola al aeropuerto a buscar a Inés. El, que había pasado por su piso a primerísima hora -tan sólo el tiempo justo de darse una ducha y cambiarse de ropa-, parecía estar de un humor excelente. Las ojeras seguían ahí, eso sin duda, pensó ella, pero el ánimo había cambiado. No es que ella hubiera dormido mucho, y el ataque de náuseas de esa mañana había sido el peor de todos. Peor que una tremenda resaca dominical.
El vuelo llegó con poco retraso y ellos tardaron aún menos en reconocer a la chica de la foto, aunque el blanco y negro mejoraba definitivamente a la modelo. La joven que avanzaba hacia la puerta, no muy alta, de cabellos rizados y algo más entrada en carnes de lo que se apreciaba en la fotografía, tenía bien poco de enigmático. Héctor se adelantó:
– ¿Inés Alonso?
– Sí. -Miró al inspector con temor-. ¿Pasa algo?
Él le sonrió.
– Soy el inspector Salgado y ella es la agente Castro. Hemos venido a buscarte para llevarte a casa de Joana Vidal, la madre de Marc.
– Pero…
– Tranquila. Sólo queremos hablar contigo.
Ella bajó la cabeza y asintió despacio. Los siguió hasta el coche sin decir una palabra más. No dijo nada durante el trayecto, aunque respondió con educación a un par de preguntas triviales. Permaneció sentada en el asiento trasero, pensativa. Llevaba sólo una especie de mochila rígida y la mantenía firmemente agarrada a su lado.
Siguió en silencio mientras subían la empinada escalera que conducía al piso donde vivía Joana. Héctor pensó, con un atisbo de remordimiento, que no había vuelto a saber de ella desde el día anterior, cuando desayunaron juntos. Sin embargo, en cuanto Joana los recibió, él se dio cuenta de que algo había cambiado en esa mujer durante las últimas horas. Sus pasos y su voz revelaban un aplomo que él sólo había vislumbrado fugazmente.
Los condujo hasta el comedor. Las ventanas estaban abiertas y la luz entraba a raudales.
– Tuve que avisar a la policía de tu llegada -dijo Joana, dirigiéndose a la desconocida que se había sentado, como los demás, pero con la espalda rígida, como si estuviera a punto de someterse a un examen oral.
– Quizá sea lo mejor -susurró.
– Inés -intervino Héctor-, te encontraste con Marc en Dublín, ¿verdad?
Ella sonrió por primera vez.
– Nunca lo habría reconocido. Pero él vio mi nombre en las listas de la residencia de estudiantes. Y un día se me acercó para preguntarme si yo era la misma Inés Alonso. Héctor asintió, animándola a continuar. -Se presentó y fuimos a tomar algo. -Hablaba con dulzura, con sencillez-. Creo que se enamoró de mí. Pero… claro, aunque al principio lo evitamos, al final tuvimos que hablar de Iris. Siempre Iris…
– ¿Qué pasó ese verano, Inés? Sé que eras sólo una niña y comprendo que te resulte doloroso pensar en ella…
– No. Ya no. -Se sonrojó, las lágrimas brillaban en sus ojos-. He pasado años intentando olvidar aquel verano, aquel día. Pero ya no más. En eso Marc tenía razón, aunque ignoraba parte de la verdad. De hecho, tampoco yo lo supe todo hasta hace muy poco, hasta la pasada Navidad, cuando mi madre se mudó de piso y embalamos todas las cosas de la vieja casa. Allí, en una de las cajas, encontré el osito de Iris. Seguía medio roto, el relleno se salía por una raja, pero al cogerlo noté algo dentro.
Interrumpió su relato y abrió la mochila. De ella extrajo una carpeta.
– Tenga -dijo, dirigiéndose al inspector-. ¿O prefieren que se lo lea en voz alta? Lo escribió mi hermana Iris ese verano. Lo he leído cientos de veces desde que lo encontré. Las primeras no pude terminarlo, pero ahora ya puedo. Es un poco largo…
Y, con una voz que quería ser firme, Inés sacó unas páginas y empezó a leer.
Mi nombre es Iris y tengo doce años. No llegaré a cumplir los trece porque antes de que acabe el verano estaré muerta.
Sé lo que es la muerte, o al menos lo imagino. Uno se duerme y ya no se despierta. Se queda así, dormido pero sin soñar, supongo. Papá estuvo enfermo varios meses cuando yo era pequeña. Era muy fuerte, podía cortar troncos grandes con el hacha. A mí me gustaba verlo, pero él no dejaba que me acercara porque podía saltar una astilla y hacerme daño. Mientras estaba enfermo, antes de dormirse para siempre, los brazos se le encogieron, como si algo se los comiera desde dentro. Al final sólo quedaban los huesos, costillas, hombros, codos, con una pincelada de carne, y entonces se durmió. Ya no le quedaban fuerzas para seguir despierto. A mí tampoco es que me queden muchas fuerzas ya. Mamá dice que es porque no como, y tiene razón, pero cree que lo que quiero es estar delgada, como las chicas de las revistas, y en eso se equivoca. No quiero adelgazar para estar más guapa. Antes sí, pero ahora me parece una tontería. Quiero adelgazar para morir como papá. Y la verdad es que tampoco tengo hambre, así que no comer es fácil. Al menos lo era, antes de que mamá se dedicara a controlarme durante las comidas. Ahora cuesta mucho más. Tengo que fingir que me como todo lo que hay en el plato para que no se ponga pesada, pero hay trucos. A veces lo tengo mucho rato en la boca y luego lo escupo en una servilleta. O, últimamente, he aprendido que lo mejor es comerlo todo y vomitarlo luego. Una se queda limpia después de vomitar, toda esa porquería de comida va fuera y puedes respirar tranquila.
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