– De eso no estoy seguro. Tendré que consultarlo.
Ella se rió.
– Pues consúltalo mañana… por si acaso.
La decisión de Héctor de pagar la cuenta de la cena había resultado inamovible, así que fue Leire quien, en un arranque de igualdad femenina, le propuso ir luego a tomar una copa a un pequeño bar cercano donde servían «los mejores mojitos de Barcelona». El REC era un espacio pequeño, decorado en blancos, grises y rojos, que solía estar lleno en invierno, cuando los clientes preferían los interiores acogedores a las terrazas callejeras. Esa noche sólo había un par de personas en la barra, charlando con el dueño del local, un tipo musculoso que saludó a Leire con dos besos.
– Por lo que veo eres muy conocida acá -comentó Héctor, tras sentarse en una mesa.
– Vengo bastante -repuso ella-. Con una amiga.
– Leire, ¿dos mojitos? -preguntó el dueño.
– No. Uno solo. Un san francisco para mí. Sin alcohol.
Él le guiñó un ojo, sin más comentarios; si Leire quería ir de abstemia esa noche ante ese acompañante, era cosa suya. Sirvió las dos copas y volvió a la barra.
– ¿Está bueno? -le preguntó ella. La verdad era que se moría de ganas de tomar uno, pero la imagen de un bebé con tres cabezas reprimía cualquier intento de probar el alcohol.
– Sí. ¿Seguro que no quieres?
– Tengo que conducir -dijo Leire, agradeciendo por única vez en su vida los cientos de controles de alcoholemia que se diseminaban todos los sábados por la noche en la ciudad.
– Buena chica.
El removió el azúcar del fondo y dio otro sorbo. Habían estado repasando el caso durante la cena y habían llegado de nuevo a un punto muerto: Iris, o mejor dicho, Inés Alonso. Habían acordado que Leire iría al aeropuerto a recogerla y se aseguraría de que esa joven llegaba sin problemas al piso de Joana Vidal, o adónde quisiera ir primero. Obviamente, de paso hablaría con ella sobre Marc. Héctor había optado por mantenerse al margen, sin que Leire supiera por qué. Tampoco podía decírselo sin meter en un lío a Andreu. Por enésima vez su mirada fue hacia el móvil, que seguía insolentemente callado encima de la mesa. Ni siquiera Ruth se había molestado en contestar.
– ¿Esperas una llamada? -preguntó Leire. No había bebido, pero algo en ella la impulsó a ser indiscreta-. ¿Una amiga?
El sonrió.
– Algo así. Y dime, ¿qué hace una chica como tú libre un sábado por la noche?
Leire se encogió de hombros.
– Misterios de la ciudad. -El la miraba con esa ironía de perro viejo y, de repente, ella sintió unas ganas enormes de contárselo todo: su embarazo, su conversación con Tomás, sus miedos.
– No creo que pueda lidiar con más misterios -repuso él. Dio otro sorbo y bajó la voz.
– Este es fácil de resolver, en serio. -Iba a ser la tercera persona que lo supiera, después de María y de Tomás, y antes que sus padres. Pero no aguantaba más-: ¿Puedo darte una noticia en primicia? No al inspector Salgado de mañana, sino al Héctor de esta noche.
– Me encantan las primicias.
– Estoy embarazada. -Se sonrojó al decirlo, como si estuviera confesando un desliz importante.
La frase lo había pillado a medio trago. Sonriente, acercó el vaso a la copa del san francisco y le dio un leve toque.
– Felicidades. -Su sonrisa era cálida, y a pesar de las ojeras y del cansancio que seguía cubriendo sus facciones, parecía alegrarse.
– No digas nada, ¿eh? Estoy de pocas semanas, y todo el mundo te advierte que no proclames la noticia por si pasa algo, y…
– Ya, ya -la interrumpió él-. Lo sé. Y seré una tumba. Egipcia. Lo prometo. Voy a buscar otro mojito. ¿Otro de esos zumos de frutas de mayores para ti?
– No. Son horrendos. Debe de tener kilos de azúcar.
Mientras esperaba que volviera de la barra, ella se sintió defraudada. «Tonta», se reprendió. «¿Qué esperabas? Es tu jefe, no un amigo. E incluso como jefe, te conoce desde hace cuatro días.» Héctor regresó con el mojito y se sentó otra vez. El móvil seguía en silencio.
– Yo te he contado un secreto -dijo ella-. Te toca a ti.
– ¿Cuándo hicimos ese trato?
– Nunca. Pero es un antojo…
– Ah, no… Mi mujer me machacó durante meses con eso hasta que descubrí que era puro cuento. Mi ex mujer -puntualizó, antes de beber.
– ¿Tienes hijos?
– Sí. Uno. Ésos no pasan a ser ex nunca. -«A menos que se avergüencen de un padre convicto por asesinato», se dijo. No quería pensar en eso-. Te lo advierto, y díselo a tu novio también.
Se dio cuenta de que había metido la pata al verle la cara.
– Ya. Vale. -Se refugió en el mojito, que estaba ácido y fuerte-. Joder, tu amigo me lo ha puesto cargadito. -Lo removió con vigor-. ¿Sabés una cosa? No hace ninguna falta.
Me refiero al padre. Te juro que yo habría podido vivir sin el mío.
Leire le observó mientras daba otro trago largo. Cuando él dejó el vaso sobre la mesa y ella pudo verle los ojos, creyó comprender ese fondo oscuro que asomaba en ellos y sintió lo que su amiga María había calificado una vez como «el poder seductor de las infancias tristes». Una mezcla de atracción y ternura. Desvió la mirada para que él no lo advirtiera, mientras maldecía esas hormonas traviesas que parecían haberse confabulado para traicionarla. Por suerte, en ese momento unos clientes tardíos ocuparon precisamente la mesa de al lado, tan próxima que cualquier confidencia entre ellos habría sido una indiscreción. Tanto ella como Héctor hicieron lo posible por retomar una conversación informal, pero sus esfuerzos dieron como resultado una charla tan forzada que Leire se alegró cuando él apuró la copa y sugirió que quizá ella estaría cansada.
– Un poco, la verdad. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
El negó con la cabeza.
– Nos veremos mañana. -«O al menos eso espero», pensó-. Conduce con cuidado.
– Yo no he bebido, inspector Salgado.
– ¿Ya no soy Héctor? -preguntó él, con una media sonrisa.
Leire no contestó. Se acercó a la barra y pagó las bebidas sin aceptar sus protestas. Héctor la observó desde la mesa mientras ella charlaba unos minutos con el dueño del local. La oyó reírse, y se dijo que precisamente eso era lo que echaba más de menos últimamente en su vida: no alguien con quien follar, o con quien pasear, o con quien vivir. Alguien con quien reírse de esta vida de mierda.
Estuvo en el bar, solo, hasta que cerraron, como hacen los borrachos de barrio que no quieren volver a casa. Sin embargo, esa noche los mojitos no le hacían efecto. Pensó con ironía que los héroes de las películas beben bourbon, o whisky. «Ni en eso das la talla, Salgado.» Cuando el dueño del bar le dijo discretamente que era ya la hora del cierre, salió a la calle. Anduvo sin rumbo durante un rato, intentando no pensar, dejar la mente en blanco. No lo consiguió, y justo cuando iba a meterse en otro garito para añadir más alcohol a su cuerpo, su móvil se vengó de tanto rato de silencio. El contestó enseguida.
– ¡Martina!
– Héctor, ya está. ¡Ya está! Se acabó. Joder, inspector, me debes una. Esta vez me debes una de verdad.
En cuanto Héctor se hubo marchado, la subinspectora Andreu volvió a entrar en el piso donde yacía el maltrecho cadáver de Ornar. Ya estaba mentalmente preparada para lo que iba a encontrar, así que esa vez observó la escena con la debida frialdad. Si en vida ese hombre había hecho algún daño, era obvio que lo había pagado con una muerte lenta, se dijo al arrodillarse junto al cuerpo. Abandonado como un perro. No era una experta en ciencia forense, pero sabía lo suficiente para ver que el viejo doctor había muerto entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes. La fuerte contusión que se apreciaba en su nuca, sin embargo, era anterior. Sí, al doctor le habían propinado un golpe casi mortal días atrás, el día de su desaparición, y lo habían dejado allí, atado, amordazado y agonizante. «En una muestra de sadismo», pensó al recordar el disco hallado en el reproductor de DVD, «su asesino había grabado para la posteridad el momento exacto de su muerte.»
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