Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Eran más de las ocho cuando Archery llegó por fin al Olive and Dove y al entrar en el comedor a eso de las ocho y cuarto, el maître le obsequió con una mirada iracunda. El clérigo contempló la habitación vacía y las sillas colocadas contra la pared.

– Vamos a celebrar un baile esta noche, señor, y pedimos a los huéspedes que cenasen a las siete en punto, pero espero que podamos ofrecerle algo. Por aquí, si es tan amable.

Archery siguió al maître a la más pequeña de las dos salas contiguas al comedor, que estaba abarrotada de mesas ante las que los comensales engullían su cena a toda prisa. Él pidió la suya y, a través de las puertas de cristal, observó a los miembros de la banda ocupar sus puestos en el estrado.

¿Cómo iba a pasar aquella larga y calurosa tarde de verano? El baile se prolongaría seguramente hasta las doce y media o la una, y sería insoportable quedarse en el hotel. Lo mejor era ir a dar un tranquilo paseo. O coger el coche y acercarse hasta Victor’s Piece. El camarero regresó con el guiso de ternera que le había ordenado, y Archery, para hacer economías, pidió un vaso de agua.

El clérigo estaba solo, en uno de los rincones de la sala y a dos metros por lo menos de la mesa más cercana, y se sobresaltó al sentir el roce de algo suave y peludo contra su pierna. Se echó hacia atrás, levantó el mantel y tropezó con dos ojos brillantes en una cabeza lanuda.

– ¡Hola, perro! -dijo.

– ¡Oh, disculpe! ¿Le molesta?

Él levantó la vista y la vio de pie a su lado. Evidentemente, acababa de entrar, junto con el hombre de los ojos vidriosos y otra pareja.

– ¡En absoluto! -Archery tartamudeó, abandonado por su habitual aplomo-. No me importa, de veras. Me gustan los animales.

– Usted ha almorzado aquí a medio día, ¿no es cierto? Creo que él le ha reconocido. ¡Venga, Perro! No tiene nombre. Le llamamos Perro porque eso es lo que es, y además es un nombre tan bueno como Jock o Gyp, o cualquier otro. Cuando usted dijo «Hola, perro», él debió pensar que era un amigo suyo. Es muy inteligente.

– Estoy convencido.

Aquella mujer cogió al caniche en brazos y lo sujetó contra el encaje crema de su vestido; ahora que no llevaba sombrero, Archery pudo apreciar la forma perfecta de su cabeza y su frente, ancha y lisa. El maître, que ya no estaba tan atareado, se acercó.

– Aquí estamos de vuelta, Louis, como las falsas monedas del refrán -dijo cordialmente el hombre de los ojos vidriosos-. A mi esposa le apetecía venir a su baile, pero primero tendríamos que cenar algo. -«Así que estaban casados», pensó Archery ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?, pero, además, ¿qué le importaba a él? y, sobre todo, ¿por qué le provocaba esa ligera desazón?-. Nuestros amigos tienen que coger un tren, así que si usted pudiese atendernos por la vía rápida le estaríamos eternamente agradecidos.

Se sentaron todos en una mesa. El caniche rondaba entre las piernas de los comensales, a la caza de restos de comida. A Archery le divirtió comprobar la rapidez con la que les sirvieron la cena. Cada uno había pedido un plato distinto, pero apenas tuvieron que esperar y no advirtió ninguna precipitación. Archery se demoró con el café y el trozo de queso, que había pedido. Desde su rincón no molestaba a nadie. La gente empezaba a acudir al baile y pasaba al lado de su mesa, dejando un ligero rastro oloroso de puros y perfumes de flores. En el comedor, convertido en salón de baile, las puertas que daban al jardín estaban abiertas, y algunas parejas habían salido a la terraza y escuchaban la música en la quietud de la noche estival.

El caniche estaba sentado en el umbral, aburrido, observando la evolución de los bailarines.

– ¡Ven aquí, Perro! -ordenó su dueña. Su marido se levantó.

– Te llevaré a la estación, George -dijo-. Sólo faltan diez minutos, así que acelera. -Aquel hombre parecía dominar una gran variedad de expresiones que indicaban prisa-. No hace falta que vengas, cariño. Termina tu café.

La mesa estaba envuelta en humo, pues los comensales habían fumado entre todos los platos. El hombre de los ojos vidriosos iba a estar fuera no más de media hora, pero se inclinó y besó a su esposa. Ella le sonrió y encendió otro cigarrillo. Cuando se marcharon, ella y Archery se quedaron solos. Ella cambió de silla y se sentó en la que había ocupado su marido, desde donde podía ver a los bailarines, a muchos de los cuales parecía conocer, a juzgar por la manera como saludaba de vez en cuando, como indicando que pronto iría a reunirse con ellos.

Archery se sintió solo de repente, no conocía a nadie en ese lugar, salvo a dos policías bastante antipáticos. Y quizá tuviese que quedarse toda la quincena. ¿Por qué no había pedido a Mary que viniese? Para ella serían como unas vacaciones, un cambio, y bien sabe Dios que lo necesitaba. Dentro de un minuto, cuando terminase el café, subiría a la habitación para llamarla.

La voz de la joven le sobresaltó:

– ¿Me presta su cenicero? Los nuestros están llenos.

– Por supuesto, tómelo. -Él levantó el pesado cenicero de cristal y, cuando se lo entregó, las yemas de los dedos fríos y secos de ella rozaron las suyas. Su mano era pequeña, como la de un niño, con las uñas cortas y sin pintar. Archery añadió un tanto estúpidamente-: No fumo.

– ¿Se va a quedar mucho tiempo? -Su voz era cálida y suave, al tiempo que madura.

– Sólo unos días.

– Se lo he preguntado -dijo ella-, porque nosotros venimos aquí muy a menudo, y no le había visto a usted nunca. La mayoría de las personas que vienen a este hotel son clientes asiduos. -Apagó el cigarrillo con cuidado, aplastándolo hasta acabar con la última brasa-. Cada mes se celebra un baile y siempre asistimos. Me encanta bailar.

Más tarde, Archery se preguntaría qué le indujo a él, un vicario provinciano casi cincuentón, a decir lo que dijo. Quizá fuese la mezcla de perfumes y la luz del crepúsculo, o el hecho de que estaba solo y fuera de su ambiente habitual, fuera casi de su propia identidad.

– ¿Quiere usted concederme este baile?

La banda estaba tocando un vals. Él estaba seguro de que podría bailarlo, porque en su parroquia se solían bailar el vals en los acontecimientos sociales. Sólo se tenía que hacer uno, dos, tres, con los pies, marcando una especie de triángulo. Pero, a pesar de todo, Archery sintió que se sonrojaba. ¿Qué pensaría ella de él, a su edad? Quizá que estaba intentando «ligársela», como solía decir Charles.

– Me encantaría -dijo ella.

Era la primera mujer, salvo Mary y la hermana de ésta, con la que Archery había bailado en veinte años, y se sentía tan avergonzado y abrumado que, por un momento, se volvió sordo a la música y ciego al centenar de personas que giraban sobre la pista. Poco después, ella estaba entre sus brazos, una criatura delicada, perfumada y envuelta en encajes, cuyo cuerpo, que por un extraño azar tocaba el suyo, poseía la fluidez y la liviandad de la bruma de verano. Le pareció estar soñando y, en medio de aquel sentimiento de irrealidad, se olvidó de sus pies y de cómo debía moverlos, y se limitó simplemente a seguirla, como si ellos y la música fueran una sola cosa.

– Esto no es precisamente lo mío -dijo, cuando recobró por fin la voz-. Tendrá usted que perdonar mi torpeza. -Él era mucho más alto, así que ella tuvo que alzar la cabeza.

Le sonrió y dijo:

– Es difícil hablar cuando se está bailando, ¿a que sí? Nunca sé qué decir pero hay que decir algo.

– Como, por ejemplo, «¿No le parece que es una buena pista?». -Qué extraño, había recordado esa frase de sus días en la universidad.

– O «¿Sabe usted girar?». Es francamente absurdo. Bueno, estamos bailando y ni siquiera sé su nombre. -Ella rió con desdén-. Es casi inmoral.

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