Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Enseguida Archery pensó que ella no le había abierto la puerta, porque probablemente no habría oído su llamada. Era evidente que la muchacha iba a salir. La señorita Crilling se había cambiado el vestido negro por otro más corto y recto de algodón azul, que insinuaba la forma de sus prominentes caderas, calzaba unas babuchas blancas y llevaba un voluminoso bolso, blanco y dorado.

– ¿Qué quiere? -Era evidente que no sabía quién era él. A Archery le pareció vieja, acabada, como si alguien la hubiese utilizado y desgastado-. Si pretende vender algo -dijo ella-, se ha equivocado de casa.

– Esta mañana conocí a su madre en el juzgado -dijo Archery-. Me pidió que viniese a verla.

Su sonrisa tenía cierto encanto, porque su boca estaba bien formada y tenía unos dientes bonitos; pero se desvaneció enseguida.

– Eso -dijo ella- fue esta mañana.

– ¿Está su madre en casa? -Miró desalentado hacia las dos puertas-. Yo… verá… ¿cuál es su piso?

– ¿Lo dice en serio? Ya es bastante molesto tener que compartir la casa con ella. Sólo un paralítico sordo como una tapia podría vivir debajo de ella.

– ¿Puedo pasar?

– Haga lo que quiera. Es poco probable que ella salga. -Cruzó la correa del bolso por encima de su hombro derecho e hizo pasar la banda azul entre sus pechos. Sin saber por qué, Archery recordó a la exquisita dama del comedor del Olive and Dove, su piel delicada y su elegancia natural.

La piel de Elizabeth Crilling era grasienta. En la deslumbrante luz de la tarde, tenía la textura de la piel de un limón.

– Pase -dijo ella bruscamente. Dio la vuelta a la llave, abrió la puerta de un empujón y se marchó, haciendo resonar sus babuchas por el camino de entrada-. No le va a morder -dijo por encima del hombro-. Al menos es poco probable. A mí me mordió una vez, pero hubo… bueno, circunstancias atenuantes.

Archery entró en el vestíbulo. Había tres puertas, pero todas estaban cerradas. Tosió discretamente y, llamó:

– ¿Señora Crilling?

El lugar estaba mal ventilado y reinaba un silencio sepulcral. El clérigo vaciló unos instantes y, luego, abrió la primera de las puertas. Dentro había un dormitorio dividido en dos por un tabique de conglomerado. Se había estado preguntando de qué vivían aquellas dos mujeres, pero ahora lo sabía, tenían que ocupar la habitación de en medio. Archery llamó a la puerta y la abrió.

A pesar de que las ventanas estaban entreabiertas, el aire estaba lleno de humo, había dos ceniceros colocados encima de una mesa plegable, atestados de colillas, se veían papeles y desechos por todas partes y todo estaba cubierto por una capa de polvo. Al entrar, un periquito azul empezó a piar agudamente, sacudiendo violentamente su minúscula jaula.

La señora Crilling llevaba una bata de nailon rosa que parecía haber sido diseñada para una recién casada. «Desde su luna de miel, pensó Archery, había pasado mucho tiempo», porque la bata, manchada y rasgada, presentaba un estado deplorable. Ella estaba sentada en un sillón contemplando por la ventana un trozo de tierra cercado, en la parte trasera. No podía llamársele jardín, porque allí sólo crecían ortigas, maleza, y zarzas infestadas de moscas.

– Señora Crilling, ¿recuerda usted que me invitó a venir esta tarde?

El rostro que asomó por detrás de la oreja del sillón podía haber intimidado a cualquiera. Parecía que sus ojos iban a salirse de sus órbitas. Sus músculos parecían tensos y arqueados, como si padeciese alguna agonía interna. El cabello blanco, peinado a la moda de las adolescentes, cubría sus pómulos prominentes.

– ¿Quién es usted? -La señora Crilling se levantó con dificultad, agarrándose al sillón, y volvió lentamente la cara hacia él. El escote en forma de V de la bata dejaba ver un valle labrado y marchito como el lecho de un torrente, seco desde hace tiempo.

– Nos conocimos esta mañana, en el juzgado. Usted me escribió una…

Archery se detuvo. Ella había acercado su cara a sólo unos centímetros de la suya y parecía escudriñarla; luego, dio un paso atrás y soltó una risa aguda que el periquito imitó.

– Señora Crilling, ¿se encuentra bien? ¿Puedo hacer algo por usted?

Ella se llevó las manos al cuello y la risa se transformó en un jadeo.

– Las pastillas… tengo asma… -gimió. A pesar del susto y el desconcierto, logró dar media vuelta y coger un frasco de pastillas que había entre la basura de la repisa de la chimenea-. ¡Déme las pastillas y… váyase de aquí!

– Discúlpeme si he hecho algo que la haya podido molestar.

Ella no hizo ademán de tomar una pastilla sino que apretó el frasco contra su pecho convulso. El movimiento hizo que las pastillas repiqueteasen dentro del frasco y el pajarito empezó a batir sus alas contra los barrotes de la jaula, en un crescendo frenético, mitad canto, mitad dolor.

– ¿Dónde está mi nena? -preguntó. ¿Se referiría a Elizabeth? Sí, tenía que ser ella.

– Ha salido. Me crucé con ella en el porche. Señora Crilling, ¿quiere que le traiga un vaso de agua? ¿Una taza de té?

– ¿Té? No quiero té. Eso mismo me dijo la mujer policía, esta mañana: «Venga, señora Crilling, le voy a preparar una taza de té.» -Se retorció de dolor y cayó de espaldas sobre un sillón, luchando por respirar-. Usted… mi nena… pensaba que era mi amigo… ¡Aaah!

Archery estaba realmente asustado. Salió corriendo de la habitación, entró en la mugrienta cocina y llenó un vaso de agua. El alféizar de la ventana estaba atiborrado de frascos vacíos de farmacia y entre ellos había una jeringa hipodérmica sucia al lado de un cuentagotas igualmente pringoso. Cuando el clérigo regresó, la señora Crilling seguía resollando y temblando. Archery se preguntaba si debería obligarla a tomar las pastillas; la verdad es que ni siquiera sabía si se atrevería a hacerlo. En la etiqueta del frasco ponía: «Señora J. Crilling. Tomar dos en caso de necesidad.» Sacó dos pastillas del frasco y, sosteniendo a la mujer con el otro brazo, se las metió en la boca a la fuerza. Ella se atragantó y parte del agua resbaló por las comisuras de su boca. Archery apenas pudo contener un acceso de náuseas.

– Repugnante… horrible -murmuró ella. Logró sentarla en el sillón, ayudándola con cuidado, y juntó las solapas abiertas de su bata. Movido por una mezcla de piedad y temor, el clérigo se arrodilló a su lado.

– Seré su amigo si es eso lo que desea -dijo para tranquilizarla.

Sus palabras produjeron el efecto contrario. Ella hizo un tremendo esfuerzo para respirar, abrió la boca y Archery pudo ver su lengua alzarse temblorosa contra el cielo de la boca.

– ¡No es mi amigo… es un enemigo… un amigo de la policía! Quiere llevarse a mi nena… le vi con ellos… le vi salir con ellos. -Él se levantó y dio un paso hacia atrás. Nunca hubiera imaginado que a aquella mujer le quedasen fuerzas para gritar después de un ataque semejante, y cuando dio aquel alarido tan estridente y ensordecedor como el de un niño, él se tapó automáticamente los oídos con las manos-. ¡No permitiré que se la lleven! ¡No la meterán en la cárcel! ¡Allí, lo descubrirán! ¡Ella se lo dirá… mi nena… tendrá que decírselo! -La señora Crilling se levantó de un salto, con la boca abierta y agitando los brazos-. ¡Lo sabrán todo! Antes la mataré, la mataré… ¿me oye?

El ventanal estaba abierto. Archery retrocedió y salió a trompicones al exterior, hasta que chocó de espaldas contra una enorme mata de ortigas. Los jadeos incoherentes de la señora Crilling habían dado paso a una sarta de improperios. Finalmente, el clérigo encontró una puerta en la verja de alambre, la abrió, se limpió el sudor de la frente y se refugió en la fresca oscuridad del arco de la pared arenosa.

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