Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Archery frunció el ceño, sin dejar de caminar, y dijo:

– Quisiera poner las cartas sobre la mesa. No quiero obrar bajo mano.

– Mire, señor -dijo Wexford con un arrebato de impaciencia-, si quiere llevarse algo en esta feria tendrá que hacerlo. No tiene ninguna autoridad para hacer preguntas a personas inocentes y, si se quejan, no podré protegerle.

– Hablaré con ella con franqueza. ¿Me permite usted hacerlo?

Wexford carraspeó, y dijo:

– ¿Ha leído el acto primero de Enrique IV, señor?

Archery asintió con la cabeza, desconcertado. Wexford se detuvo debajo del arco que conducía al patio de las caballerizas del Olive and Dove.

– Estaba pensando en la respuesta que Hotspur da a Mortimor cuando este último afirma que es capaz de convocar a los espíritus de los abismos. -Asustados por la voz profunda de Wexford, una pequeña bandada de pájaros salió volando de entre las vigas, batiendo sus alas grises y rojizas-. Esa respuesta me ha sido muy útil en mi trabajo, cuando he pecado de optimista. -Se aclaró la garganta y declamó-: «Y también yo, y cualquier hombre. Pero ¿acudirán cuando los convoques?» Buenas noches, señor. Espero que esté a gusto en el Olive.

7

No importa la grandeza de la

dignidad… a la que estéis llamados,

seáis mensajeros, vigilantes o

administradores…

La ordenación del sacerdocio

Sólo dos personas se sentaban en la sala pública de audiencias del juzgado de Kingsmarkham: Archery y una mujer de rasgos angulosos y consumidos, que con su larga melena gris, a la moda sin pretenderlo, y la capa que llevaba tenía un aire medieval. Probablemente fuese la madre de la muchacha que acababa de ser acusada de homicidio involuntario, y que el oficial había identificado como Elizabeth Anthea Crilling, domiciliada en el 24A de Glebe Road, Kingsmarkham, Condado de Sussex. La joven, de rasgos finos y demacrados, a excepción de sus labios carnosos, se parecía a su madre, y sus ojos se volvían sin cesar hacia los de ésta que recorrían el escuálido cuerpo de su hija, o se posaban, lacrimosos, con expresión de afecto sobre su rostro. A veces sus ojos se abrían desmesuradamente cuando una palabra o un hecho contundente la conmovían y, otras, se tornaban inexpresivos y vacíos como los de un niño deficiente, que viviese en un mundo secreto lleno de duendes y criaturas nocturnas. Un hilo invisible ligaba a la madre y a la hija, pero Archery era incapaz de decir si estaba hecho de amor o de odio. Las dos mujeres iban mal vestidas y sucias, víctimas, al parecer del clérigo, de las más bajas emociones, pero poseían alguna cualidad -¿pasión quizá?, ¿imaginación?, ¿una gran memoria?- que las diferenciaba del resto de los presentes en el tribunal.

El clérigo tenía suficientes conocimientos de leyes como para saber que en aquella audiencia no se podía hacer otra cosa que citar a la muchacha ante un tribunal superior. Todos los testimonios, que estaban siendo laboriosamente transcritos, declaraban en su contra. Elizabeth Crilling, según el dueño del Swan, de Flagford, había estado bebiendo en su local desde las seis y media. Le había servido siete whiskys dobles y, cuando se negó a servirle otro, ella empezó a insultarle hasta que él la amenazó con llamar a la policía.

– No tengo otra alternativa que citarla para que se celebre una vista ante la audiencia de Lewes -decía el presidente del tribunal-… no debe esperar ningún tipo de merced, ni debe temer ninguna amenaza que pueda…

Un grito surgió de la galería pública:

– ¿Qué le van a hacer? -La señora Crilling se incorporó de un salto, y su voluminosa capa onduló, creando una corriente de aire que recorrió la sala-. No van a enviarla a la cárcel, ¿verdad?

Sin saber muy bien por qué, Archery se dirigió al otro lado del banco hasta llegar a ella. Al mismo tiempo, el sargento Martin se acercó a grandes zancadas, mirando airadamente al clérigo.

– Señora, sería mejor que esperase fuera.

Ella se apartó del oficial, arropándose con la capa, como si hiciese frío en vez de un calor sofocante.

– ¡No voy a permitir que encerréis a mi hija! -Empujó al sargento que se interponía entre ella y el tribunal-. ¡Aléjese de mí, sádico asqueroso!

– Saquen a esa mujer de la sala -ordenó el magistrado con frialdad. La señora Crilling giró en redondo y se volvió hacia Archery, le tomó de la mano, y le dijo-: Usted parece una persona amable. ¿Es mi amigo?

Archery sintió un profundo embarazo, pero murmuró:

– Creo que tiene derecho a pedir una fianza.

La mujer policía que estaba al lado del banquillo de los acusados, se acercó a ellos, y dijo:

– ¡Venga, señora Crilling! Acompáñame, por favor…

– ¡Una fianza, quiero una fianza! Este caballero es un viejo amigo mío y dice que tengo derecho a pedir una fianza para mi hija. ¡Exijo los derechos de mi nena!

– No puedo tolerar este tipo de conducta. -El magistrado miró con desprecio a Archery, y éste se sentó, liberándose de un tirón de la señora Crilling-. ¿Debo entender que desea solicitar la libertad bajo fianza para su hija? -Volvió los ojos hacia Elizabeth, que asintió con un gesto desafiante.

– Le prepararé una buena taza de té, señora Crilling -dijo la mujer policía-. Venga conmigo. -Puso su brazo alrededor de la cintura de la madre demente y la acompañó al exterior de la sala. El magistrado consultó con su ayudante, y Elizabeth Crilling fue puesta en libertad bajo fianza de mil libras, quinientas a cargo de ella misma y las otras quinientas de su madre.

– ¡Pónganse en pie, por favor! -dijo el oficial. La sesión había concluido.

Al otro lado de la sala, Wexford guardaba sus documentos en un maletín.

– En la necesidad se conoce al amigo -dijo a Burden, mirando a Archery-. Escuche lo que le digo, le va a costar liberarse de las garras de mamá Crilling. ¿Recuerda aquella vez que tuvimos que ingresarla en la unidad psiquiátrica de Stowerton? En esa ocasión, usted era el amigo. Intentó besarle, ¿no es cierto?

– No me lo recuerde -dijo Burden.

– Lo de anoche fue bastante curioso, ¿no le parece? Fue una casualidad que Archery estuviese aquí en aquel momento, para mostrar a aquel muchacho el camino al paraíso.

– Fue una suerte.

– Sólo recuerdo otro caso similar, aparte de los católicos, desde luego. -Dio media vuelta hacia el clérigo que avanzaba entre los bancos, en su dirección-. Buenos días, señor. Espero que haya dormido bien. Le estaba contando al inspector el caso de un hombre que murió en Forby, al poco tiempo de llegar yo aquí. Fue hace veinte años por los menos. No lo he olvidado nunca. Era muy joven, también, y fue atropellado por un camión. Pero este muchacho no estaba callado, gritaba algo sobre una chica y un niño. -Hizo una pausa-. ¿Ha dicho usted alguna cosa señor Archery? Perdone, creí oírle decir algo. Aquel hombre tampoco paraba de pedir un sacerdote.

– Espero que su deseo se cumpliese.

Bueno, la verdad es que no fue así. Murió sin confesión. El coche del vicario se averió en el camino. Es curioso que siga recordándolo. Se llamaba Grace, John Grace. ¿Nos vamos?

Las Crilling se habían marchado. Cuando salieron a la calle, la mujer policía se acercó a Wexford, y le dijo:

– La señora Crilling me dio una nota, señor. Me pidió que se la entregase al señor Archery.

– Voy a darle un consejo -dijo Wexford-. Tírela a la basura. Esta mujer está como una cabra. -Pero Archery ya había abierto el sobre.

«Estimado señor:

»Me han dicho que es usted un hombre de Dios. Bendito sea aquel hombre que no se sienta entre los desdeñosos. Dios le ha enviado para ayudarnos a mí y a mi nena. Le espero en casa esta tarde para darle las gracias personalmente.

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