Con afecto, su amiga. Josephine Crilling.»
En la habitación de Archery se combinaban armoniosamente lo mejor de lo antiguo y lo moderno: tenía vigas en el techo y las paredes estaban pintadas de rosa con motivos heráldicos grabados, en contraste el suelo estaba enmoquetado y disponía de un buen número de lámparas en las paredes y la cabecera, y también había un teléfono. El clérigo se lavó las manos en el lavabo rosa (en el cuarto de baño privado que él consideraba un lujo injustificado), luego, cogió el teléfono y pidió una conferencia con Thringford, Essex.
– ¿Querida?
– ¡Henry! ¡Gracias a Dios que has llamado! He telefoneado un montón de veces a ese Olive Branch, o cómo se llame.
– ¿Ocurre algo?
He recibido una carta terrible de Charles. Por lo visto, la pobre Tess llamó a sus padres ayer por la tarde y ahora le ha dicho a Charles que quiere romper el compromiso definitivamente. Dice que no sería justo para él, ni para nosotros.
– ¿Y…?
– Y Charles dice que si Tess no se casa con él, dejará Oxford y se irá a África, a luchar por Zimbabwe.
¡Es completamente ridículo!
– Dice que si tratas de impedirlo, hará algo terrible para que le expulsen.
– ¿Eso es todo?
– ¡Qué va! Hay mucho más. Vamos a ver. Tengo la carta por aquí. «… ¿Qué sentido tiene que papá babee… (lo siento, cariño, ¿qué significa? ¿algo horrible?)…siempre discursitos sobre la confianza y la fe cuando no acepta la palabra de Tess ni la de su madre? Yo mismo he estado examinando el caso, o mejor dicho, fiasco, con detenimiento y está lleno de contradicciones. No le costaría mucho a papá convencer al ministro de Gobernación para que volviera a abrirlo. Además, había una herencia por medio que nunca se mencionó en el juicio. Tres personas heredaron sumas respetables, y al menos una de ellas estuvo rondando por la casa el día en que la señora Primero murió…»
– Muy bien -dijo Archery en tono cansado-. Por si no lo recuerdas, Mary, tengo una transcripción del juicio que me costó doscientas libras. Aparte de eso, ¿cómo va todo?
– El señor Sims se está comportando de una forma un tanto rara. -El señor Sims era el coadjutor de Archery-. Según lo que me ha dicho la señorita Bayliss, se guarda el pan de la comunión en el bolsillo y, esta mañana, a ella le entró un largo pelo rubio en la boca.
Archery sonrió. A su esposa se le daba mejor el chismorreo de la parroquia que resolver asesinatos. Su imagen vino a su mente, era una mujer grande y atractiva, preocupada por las arrugas de su rostro, que él nunca advertía. El clérigo empezaba a echarla de menos.
– Ahora, presta atención, cariño. Escribe a Charles. Debes ser diplomática. Dile que el comportamiento de Tess es admirable y que he tenido varias conversaciones interesantes con la policía. Si veo que hay la más mínima posibilidad de conseguir que reabran el caso, escribiré al ministro de Gobernación.
– Eso es maravilloso, Henry. Acabo de escuchar el segundo aviso de la telefonista. Voy a colgar. A propósito, Rusty cazó un ratón esta mañana, y lo dejó en la bañera. Él y Tawny te echan de menos.
– Dales un beso de mi parte -dijo Archery para complacerla.
Bajó las escaleras y entró en el comedor fresco y oscuro, pidió un plato con el nombre de Navarin d’agneau y, en un arrebato de imprudencia, media botella de Anjou. Las ventanas estaban abiertas, pero algunas tenían las contraventanas verdes cerradas. La mesa situada junto a una de ellas, con su mantel blanco, sus sillas de mimbre y su macetero lleno de guisantes de olor, le recordó un Dufy que colgaba en la pared del estudio de su casa. La luz que se filtraba dibujaba unas líneas doradas sobre la mesa y los dos juegos de cubiertos de plata.
Aparte de él y media docena de residentes entrados en años, el comedor estaba vacío, pero entonces se abrió la puerta que daba al bar, y el maître hizo pasar a una pareja. Archery se preguntó si la dirección pondría objeciones al caniche que la mujer acunaba en sus brazos. Pero el maître sonreía respetuosamente y el clérigo observó cómo aquél daba una palmadita en la lanuda cabeza del animal.
El hombre era menudo y moreno, y hasta bien parecido si no fuese por sus vidriosos ojos enrojecidos. A Archery le daba la impresión que llevaba lentes de contacto. El recién llegado se sentó en la mesa del Dufy, abrió un paquete de Peter Stuyvesant y vació el contenido dentro de una pitillera de oro. A pesar de su evidente refinamiento: pelo impecable, traje de buen corte, piel lisa y tersa, había algo grosero en la forma con que aquel hombre rasgaba el papel. Cuando tiró el paquete vacío encima de la mesa, el clérigo percibió el destello de un anillo de bodas y de una sortija de sello en la suave luz de la habitación. A Archery le divirtió la cantidad de joyas que llevaba aquel hombre: un alfiler de corbata con un zafiro y un reloj, además de los anillos.
En cambio, la mujer no lucía ninguna. Ella iba vestida con sobriedad, llevaba un traje de seda de color crema que hacía juego con su sombrero, y toda ella, desde el sombrero con velo y su cabello, a los tobillos cruzados, parecía iluminada por una luz pálida, como si despidiera un tenue resplandor. Salvo en las películas o en las revistas de Mary, Archery nunca había visto una mujer tan bella. Comparada con ella, Tess no era más que una muchacha mona. Al clérigo le hizo pensar en una orquídea color marfil o en una rosa que, al sacarla de la caja de celofán de la floristería, aún retuviese su pátina de rocío.
Archery sacudió la cabeza y concentró su atención en el Navarin que resultó ser dos chuletas de cordero con una salsa oscura.
Entre la calle principal de Kingsmarkham y la carretera de Kingsbrook, se alzaba un conjunto de espantosas casas adosadas, enlucidas con una mezcla de argamasa y grava que los constructores llaman enguijarrado. En los días calurosos, cuando las calles polvorientas reverberan a causa del calor, las hileras de viviendas parduzcas parecen estar hechas de arena, como si las hubiese construido el hijo de un gigante con sus toscas herramientas, sin ninguna imaginación.
Archery encontró Glebe Road, valiéndose del tradicional y sencillo recurso de preguntar a un guardia. Se estaba volviendo un experto en interrogar a los policías y éste, de bajo rango, era un joven que dirigía el tráfico en un cruce.
Glebe Road era tan recta, tan larga, y tan homogénea que podía haber sido diseñada por los romanos. Las casas de arena no tenían ni un solo elemento de madera. Los marcos de las ventanas eran de metal y los tejados de los porches, excrecencias de yeso con guijarros. Cada cuatro casas, había un arco en la fachada que comunicaba con la parte trasera y a través de ellos se divisaban los cobertizos, las carboneras, y los contenedores de basura.
La numeración de la calle empezaba por el extremo que daba a la carretera de Kingsbrook, así que Archery tuvo que recorrer casi un kilómetro andando hasta dar con el número 24. Los pies le ardían al avanzar sobre los adoquines calientes y el alquitrán semiderretido. El clérigo abrió la verja y vio que el tejado del porche cubría no una, sino dos puertas. La casa había sido dividida en dos minúsculos pisos. Él hizo sonar la aldaba de la puerta 24A y esperó.
Al no obtener respuesta, volvió a llamar; oyó chirriar unas ruedas y un muchacho con patines salió de debajo del arco, y ni siquiera le miró. Quizá la señora Crilling estuviese durmiendo. El calor de la tarde invitaba a hacer la siesta, y el propio Archery se sentía un poco fatigado.
Éste retrocedió entonces y miró a través del arco. En ese momento, el clérigo oyó abrir y cerrar una puerta. Así que había alguien en casa. Dobló la esquina de la pared arenosa y se encontró cara a cara con Elizabeth Crilling.
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