Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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En una depresión del terreno había otro campo. El sendero lo atravesaba en diagonal y a continuación avanzaba a lo largo de un seto en ángulo recto con respecto a la carretera. Ni rastro de Bennett. ¿La habría visto? ¿O habría visto a su atacante? ¿Sería capaz de ver algo ahora que la luz estaba extinguiéndose rápidamente? El prado estaba gris y los setos negros, y el aire tenía la densidad de una nube caída. En la niebla podían distinguirse las luces de los coches que pasaban por la carretera de Pomfret, y detrás una pina irregular de luces tenues, probablemente de la comisaría.

No la vio por ninguna parte. El prado estaba desierto. Al fondo, allí donde el sendero alcanzaba al seto, había un movimiento apenas discernible. Había cruzado la diagonal y llegado a los últimos cien metros; su ropa clara reflejaba la escasa luz que había y la hacía brillar como una mariposa nocturna. Y como una mariposa nocturna avanzaba, aleteando sobre el oscuro follaje del fondo.

Wexford y Palmer no tomaron la diagonal. No se atrevían a correr el riesgo de ser vistos, por lo que se mantuvieron cerca del seto que marcaba la linde, pese a que allí no había sendero. Palmer, que tenía treinta años, dejó atrás a Wexford, quien tenía la sensación de que no había corrido tanto en su vida. En ningún momento perdió de vista el claro aleteo de la mariposa, que seguía avanzando en dirección a la escalera que le permitiría pasar al amplio arcén de hierba de la carretera de Pomfret.

No llegó a él. El aleteo cesó y junto a ella apareció algo, al fondo del campo, donde se erguían los olmos secos y sus raíces aparecían cubiertas de una masa de maleza, zarzas, ortigas y aterciopeladas clemátides silvestres. Ese algo o alguien había surgido de ahí y le había cerrado el paso. Wexford creyó oír un grito, pero no habría podido asegurarlo. En cualquier caso no había sido un chillido, sino un gritito de… ¿sorpresa? Dobló la esquina, corriendo como alma que lleva el diablo, corriendo como no debería correr un hombre próximo a los sesenta. El corazón parecía estar a punto de estallarle.

Archbold llegó primero por una escasa diferencia. Extraño que el cuchillo lanzara un reflejo cuando ya casi estaba oscuro. Wexford lo vio y luego vio que caía al suelo. Archbold estaba sujetando a Veronica, quien había ocultado la cara en su pecho y le cogía de la chaqueta. Él se acercó a la otra. No intentó escapar. Se retorció las manos e inclinó la cabeza para que no pudiera verle la cara.

En ese momento Bennett se materializó, por así decirlo. Surgió de la oscuridad, corriendo. Sara Williams alzó la vista con una expresión ausente, de vaga sorpresa.

– Lleváoslas a las dos -dijo Wexford-. Serán acusadas de haber asesinado con premeditación a Rodney Williams.

22

– Eran ellas, no sus madres, las que se conocían -dijo Wexford-. Fue eso lo que me dijo Edwina Klein, pero lo malinterpreté. «Esas dos mujeres se conocen», me dijo. «Las he visto juntas.» Pensé que se refería a Joy y Wendy. Éstas son mujeres y Sara y Veronica son chicas. El problema es que para una fundadora de ARRIA y feminista militante, todos los miembros del sexo femenino son mujeres. Sucede lo mismo cuando se utiliza la expresión derechos de la mujer -añadió-, que vale también para las menores de dieciocho años.

Burden y el médico no dijeron nada. Se encontraban en la casa de Burden, quien estaba haciendo el papel de Rodríguez y como tal les había servido una taza de café instantáneo. Todo había acabado. Una había comparecido ante un tribunal especial y la otra ante un tribunal especial de menores. Ambas habían sido procesadas. Después, un equipo de televisión había saltado de una furgoneta con la agilidad de los de operaciones especiales y había sorprendido a Wexford, por lo que el inspector iba a salir una vez más en televisión. Con cara de tener cien años, pensó, tras pasarse la mitad de la noche hablando con Sara Williams. La gente llamaría para sugerir que se jubilara.

– Se conocieron en un partido de tenis, por supuesto. La segunda vez que vi a Sara observé que tenía una raqueta de tenis en la pared del dormitorio. No estaba a la altura de Veronica, ni tampoco entre las seis mejores. Había conseguido entrar en el equipo suplente a duras penas. Sin embargo, un día le llamaron para jugar y conoció a Veronica, que era su contrincante. ¿Qué sucedió? No lo sé y ella no me lo ha dicho. Supongo que alguna de las otras chicas comentaría que se parecían y al ver que tenía el mismo apellido preguntaría si eran primas. Alguna de las dos tenía que seguir indagando y lo hizo. Sara probablemente. Después de aquello no sería difícil averiguarlo, ¿no? «Mira, tengo una foto. Ésta es mi madre y éste mi padre…»

– Una experiencia impresionante. ¿No te parece? -preguntó el médico.

– Y emocionante, creo yo.

– Ésa es una manera superficial de plantearlo -dijo Burden-, y casi insensible diría yo. Esas dos chicas se sentían solas. Veronica estaba protegida, anulada, y Sara se sentía rechazada, nadie la quería. ¿No sería algo devastador e inmensamente consolador para ambas encontrar a una hermana?

La creciente sensibilidad que Burden mostraba conforme se hacía mayor siempre provocaba a Wexford una especie de afectuoso regocijo. El problema era que con mucha frecuencia se equivocaba. Se parecía en cierto modo a las buenas intenciones de las que está empedrado el infierno.

Eligió las palabras cuidadosamente. Palabras severas, pese a que su tono fue vacilante.

– Los sentimientos de cariño, la necesidad de amor y la soledad de Sara Williams no son normales. Yo creo que cabría denominarle una psicópata. Quiere que le presten atención e impresionar. Y también quiere salirse siempre con la suya. Imagino que lo que obtenía de su hermana era principalmente admiración. Sara tiene una gran inteligencia. Intelectualmente está a años luz de Veronica. Es una solipsista fuerte, poderosa, amoral e insensible con un genio espantoso.

Crocker enarcó las cejas:

– Estás hablando de una joven de dieciocho años que ha sido violada por su padre.

Wexford no respondió. Estaba pensando en lo que la joven le había dicho en la sala de interrogatorios. Marion Bayliss había estado a un lado, él enfrente y Martin delante de Marion, y ella había presidido la mesa mientras describía sus sentimientos y sus actos con la cabeza en alto y sin intención de defenderse.

– Mi hermana es igual que yo. Antes tenía la sensación de que era una parte de mí, la parte femenina, bonita y más débil, si lo prefieren. En el fondo quería deshacerme de esa parte.

El solipsismo, según el diccionario Oxford, es la opinión o teoría según la cual el yo es el único objeto que se puede conocer realmente o la única cosa que existe de verdad.

– ¿Por qué no le dijiste a tus padres que habías conocido a Veronica?

– ¿Por qué había de hacerlo?

Sus frías respuestas cortaban la respiración.

– Lo más natural habría sido exponerle a tu padre lo que habías averiguado.

Ella era franca a su manera.

– Me gustaba tener un secreto. Me divertía saber algo que él creía que yo ignoraba.

– ¿Para poder hacerle chantaje?

– Quizá -respondió con indiferencia. Se aburría cuando la conversación no giraba exclusivamente en torno a ella.

¿Habría sido con esto que ella le había amenazado cuando surgió el tema del incesto? ¿De esa manera le había puesto fin?

– ¿Le impediste a Veronica que se lo dijera a su madre?

– Ella hacía lo que yo le decía.

Lo había dicho tal como un domador se dirige a un perro obediente. El domador da por supuesta la obediencia porque su técnica y su carácter tienen un efecto ineludible y una reacción diferente sería impensable. Wexford pensó que Crocker y Burden habrían tenido que oír y ver a Sara para comprender todo esto. Ni siquiera intentó explicárselo.

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