Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Wexford se disponía a formular una pregunta, pero antes Joy dijo:

– Vino y me lo contó. ¡A su propia madre! ¡A la esposa de su padre! Me contó que había entrado en su dormitorio a altas horas de la noche y que le dijo que tenía frío, que desde que dormíamos en camas separadas nunca conseguía entrar en calor. Eso le dijo. Eso y que ella podía hacerle entrar en calor. ¿Por qué no gritó? ¿Por qué no salió huyendo? Se metió en su cama con ella y lo hizo con ella. No voy a repetir la palabra que ella empleó. Todos la usan para referirse a eso. Ocurrió mientras yo estaba dormida. Estaba dormida y él lo estaba haciendo con mi propia hija.

Se rió. La carcajada sonó más desabrida que nunca, más ronca, pero fue una carcajada. Miró a Wendy y le dirigió la carcajada. Tal vez estaba confabulada con ella, pensó Wexford; tal vez le contó todo esto antes en confianza, de mujer a mujer, conspirando como si en el fondo fueran hermanas, y ahora esté disfrutando diciéndoselo, en nuestra presencia, humillándola públicamente, como si fuera una victoria.

Como el terapeuta con el que se había comparado a sí mismo, decidió dejarle hablar sin interrupciones, sin cortarla con preguntas. Si es que quería hablar. El silencio se prolongaba. Wendy apartó la vista y miró la cortina de agua, curiosamente claustrofóbica, que la lluvia estaba formando sobre los cristales. Había apretado los dedos con tal fuerza sobre su cara que ahora tenía unas marcas sonrosadas. Sin necesidad de que la invitaran a ello, Joy siguió hablando.

– Esperó a que él se fuera al trabajo para decírmelo. Estaba planchándole la blusa para el instituto. -Al dolor se había añadido el insulto, quería decir. La violación que había cometido el padre habría resultado menos ofensiva para la madre si se hubiera comunicado la noticia mientras planchaba una camisa para Kevin-. Lo soltó así, por las buenas. Ni se planteó hacerlo con tacto o… no sé, decírmelo suavemente. Sólo era mi marido. Sólo era mi marido quien, por lo que estaba diciendo, me había sido infiel. -Volvió a soltar su carcajada, pero esta vez con menos convicción-. No quería escucharle. Le dije: no me lo digas, no quiero oírlo. Me tapé los oídos.

Un gesto de rechazo que no era desconocido en las familias Harmer y Williams, pensó Wexford. Tenía la sensación de que era necesario hacer algo, de modo que le dirigió a Joy un gesto de asentimiento.

– Me tapé los oídos -repitió- y ella empezó a gritarme. ¿Acaso no me importaba? ¿No estaba disgustada? Entonces le respondí. ¿Cómo no iba a estar disgustada?, le dije. A ninguna madre le gusta enterarse de que su hija es así, ¿no? Luego le dije que si lo contaba por ahí lo que conseguiría sería destruirnos y que su padre fuera a la cárcel. Además, ¿qué iba a pensar la gente de mí? ¿Qué iba a decir Kevin a sus compañeros de la universidad?

– ¿A qué se refería cuando ha dicho que su hija «era así», señora Williams? -preguntó Burden con voz queda.

– Es evidente, ¿no? No estoy diciendo que él no fuera débil. -Lanzó una mirada a Wendy, que apartó rápidamente la vista-. Bueno, sabemos que lo era. Pero nunca hubiera hecho eso si no…

Miró a Wexford. El inspector se acordó de la primera vez que había hablado con Sara. Su madre le había invitado a que subiera a su dormitorio diciendo que a ella no le molestaría. «Más bien al contrario, conociéndola.»

– ¿Le hubiera animado ella? -dijo él lacónicamente.

Ella asintió con la cabeza.

– O si no le hubiera abrazado o hubiese intentado que se fijara en ella. No tenía diez años precisamente. Yo se lo dije: «Ya no tienes diez años.» ¿Qué cabía esperar si se sentaba sobre sus rodillas? Lo menos que podía hacer era guardar silencio al respecto, le dije, y pensar en mis sentimientos por una vez.

– ¿Cuándo ocurrió todo esto?

– Antes de Navidad. Le dije que había elegido un buen momento, justo cuando íbamos a reunimos para Navidad.

Wendy, que se había mantenido impasible, se estremeció levemente. ¿Se había enterado por fin de dónde y cómo pasaba la Navidad Rodney Williams? Había sido poco después, probablemente en la primera semana de enero, recordó Wexford, cuando Edwina Klein había visto juntas a las dos mujeres.

– ¿Se lo dijo usted a alguien?

– Por supuesto que no. No iba a pregonarlo a los cuatro vientos.

Wexford se volvió hacia Wendy.

– ¿Cuándo se lo dijo? ¿O debería decir advirtió?

Wendy no se escandalizó ante ninguna de las dos preguntas. Ni siquiera se sorprendió.

– No me lo dijo.

– Vamos, Wendy… -Wexford había resuelto por fin el problema de los nombres-. Joy se enteró de quién era usted y la buscó expresamente para decirle cómo era Rodney en el fondo, para decirle en definitiva que cuidara de su hija.

– ¿Decírselo yo? -exclamó Joy-. ¿Qué podía importarme a mí?

– Wendy -dijo Wexford con suavidad-, ¿va a decirnos que no sabía lo ocurrido entre Rodney y Sara? ¿Pretende hacernos creer que lo que acabamos de oír ha sido toda una noticia para usted? Si yo le hubiera dicho que estaba lloviendo no podría haberse sorprendido menos. Joy fue a Jickie, ¿no es así? Y le dijo quién era. Pongamos que fue una semana antes de Navidad. ¿Cómo sabía quién era usted? ¿Había visto a Veronica por la calle y había advertido su parecido con Sara, un parecido inconfundible…?

Ahora se sorprendieron las dos. Se había equivocado en esto entonces. Daba igual. Podía haberse enterado de otras maneras: siguiendo a Rodney, viéndolos juntos a él y a Wendy… De muchas maneras.

– Se conocieron en Jickie y quedaron en verse otra vez después de Navidad. Pero seguro que se vieron más veces…

Wendy se puso en pie impetuosamente con los ojos llenos de lágrimas y cogió un puñado de pañuelos.

– ¡Quiero hablar con usted a solas! ¡A solas! ¡Solos usted y yo!

– Por supuesto -dijo Wexford.

Se levantó. Burden no esperó a que salieran para empezar a hacerle a Joy su tanda de preguntas. ¿Cuándo empezó a sospechar que Rodney tenía una segunda familia? ¿Se lo preguntó alguna vez? Joy estaba riéndose de esta segunda pregunta cuando Wexford cerró la puerta. Llevó a Wendy arriba, a su propio despacho. La lluvia había amainado; ahora eran sólo cuatro gotas que se deslizaban y resbalaban por el brillante cristal. No había empezado a anochecer todavía, y el cielo tenía un color gris claro iluminado por el resplandor del sol que se filtraba entre las nubes. Wendy se tambaleó al entrar en el despacho. Wexford pensó que quizá fuera desaconsejable tocarla, incluso con el propósito de ayudarle a recuperar el equilibrio. Ella se sujetó al marco de la puerta y le lanzó una mirada pidiendo ayuda.

Wexford le aproximó una silla y ella se sentó con cuidado moviéndose como si fuera una persona frágil. Se había convertido en una convaleciente que se comportaba ante el mundo cautelosamente, como tanteándolo. Mantenía los hombros encogidos.

– ¿Qué quería decirme, Wendy? -Wexford dejó de llamarla «señora Williams».

Lo musitó, manteniendo la imagen de inválida, la imagen de una mujer destrozada, pálida y triste como la que podría habitar el castillo de Petrella y llamarse Lucrecia.

– Lo mismo que dijo ella.

– Perdone, Wendy, pero tiene que hablar con más claridad.

– A nosotras nos ocurrió lo mismo. Lo mismo que dijo ella. O… bueno, nos habría ocurrido. Quiero decir, él lo habría hecho, pero se fue y le mataron.

Se hizo la luz.

– ¿Está diciendo que Rodney también se insinuó a Veronica pero que, si entiendo bien, no pasó de eso, de insinuarse?

Ella hizo un gesto de asentimiento. Ahora lloraba a lágrima viva, llevándose a los ojos un puñado de pañuelos de papel como si fueran un trapo.

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