Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– ¿Se fue Paulette sola?

– La reunión se celebró en el piso de arriba. -Eve se mantenía fría e inflexible, pero era ella la que hablaba-. No acompañamos a nadie a la puerta. Bajaron y se fueron. Paulette bajó con Edwina y su tía.

– Bajaron juntas -dijo Amy-, pero no salieron de la casa juntas. Miré por la ventana y vi que Edwina y su tía subían al coche de ésta. Paulette no las acompañaba.

– ¿Qué hay ahí fuera? -preguntó Wexford de repente. Señaló las puertas de cristal tras las cuales sólo se veía una masa de follaje.

– El invernadero.

Amy las abrió de par en par y apretó un interruptor. Quizá la familia Freeborn fuera poco convencional, pero desde luego no era despreocupada. El viejo invernadero abovedado, cuyas vidrieras superiores, de color burdeos y verde, tenían un diseño de tulipanes estilo art déco, estaba lleno de frondosas plantas verde oscuro, algunas de las cuales tenían aspecto subtropical. Todas ellas requerían abundante agua, y la recibían. Debía costar una fortuna calentar aquello en invierno, pensó Wexford al tiempo que se acercaba al invernadero, entraba y reconocía un par de orquídeas y la trompeta malva y aterciopelada de una brunfelsia.

Sin que nadie se lo pidiera, Eve inundó de luz el jardín que había detrás. Apretando otro interruptor encendió un arco voltaico en el tejado del invernadero y otro en las ramas de una enorme encina. El jardín, si así podía llamarse, no merecía ser iluminado de aquella manera. Era un terreno silvestre de hierba sin cortar, flores, zarzas y algún que otro árbol centenario. Además era enorme, la clase de jardín que permitía a sus dueños decir con todo derecho que nadie podía espiarles. Los setos, que a aquella hora parecían ser de un intenso color negro, formaban un cerco irregular.

– No tenemos costumbre de entrar mucho en él -dijo Amy-. A menos que sea para tomar el atajo de High Street. Y cuando hay barro… -Otra frase sin acabar. Prosiguió vagamente-. A papá le gusta. Es él quien cultiva las plantas.

La Cannabis sativa, pensó Wexford, aunque no aquí. Hacían falta rayos infrarrojos para cultivarla, y en abundancia. Abrió la puerta del jardín. El aire estaba frío y húmedo. Vio un camino que atravesaba la hierba, pedazos de losa colocados irregularmente en lo que antaño fuera césped y ahora era hierba mojada. Las chicas no le siguieron. Eve se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío. Amy exhaló sobre el cristal de la puerta y empezó a dibujar con un dedo un cuervo con cara de mujer. Wexford avanzó por el sendero. Los arcos voltaicos no iluminaban más allá de diez metros. Sacó su linterna del bolsillo y la encendió.

El sendero conduce a la verja que hay en la valla del fondo, pensó. Éste era el atajo de High Street al que se había referido Amy. Primero avanzaba por un oscuro soto de arbustos, laureles y rododendros, todos brillantes por la lluvia. Wexford tuvo la curiosa sensación de estar paseando por un cementerio. Los cementerios eran como aquel lugar: descuidados, con arbustos decorativos y árboles funerarios. Para que fuera exactamente igual habría que quitarle las flores y ponerle lápidas.

Llegó a la valla y casi chocó contra la verja, que se encontraba en una abertura del seto sin podar que seguía la línea del entablado. Desde aquel punto se adivinaban las traseras de otras casas de gran tamaño, dos de ellas con las ventanas iluminadas. La luz no llegaba hasta allí y la luna no había salido. El sendero describía una curva en torno al jardín. Wexford siguió su elipse. Allí había una masa de cañas de bambú, resecas en su mayor parte. La gabardina de Wexford se enganchó en algo espinoso. Al tirar de ella, oyó un desgarro y volvió la linterna para ver qué había sucedido…

Iluminó el centro de un círculo de rosas silvestres, zarzas de malévolas espinas y… un brazo extendido, una cara tapada, un logotipo y unas siglas, rojo sobre algodón blanco: ARRIA y la mujer cuervo.

Aquello se parecía más a un cementerio de lo que había supuesto…

19

Allí estaba el agente encargado de recoger las pruebas. Y el doctor Crocker. Sir Hilary Tremlett había tenido que levantarse de la cama y llevaba puesto un pantalón gris y un abrigo de pelo de camello sobre la camisa del pijama. Burden estaba tan arreglado y lozano como a media mañana. Y la lluvia caía en ráfagas veraniegas. Tuvieron que improvisar una especie de tienda sobre el cadáver.

La habían estrangulado. Con un trozo de cuerda o una soga. Wexford podía verlo sin necesidad de preguntárselo al doctor Crocker o a sir Hilary. El flash del fotógrafo le hizo parpadear. No quería volver a mirarla. Le repugnaba, pero no debido a la náusea física. Esto lo tenía más que superado. Ya no se licenciaría en farmacia, ya no se casaría con Richard Cobb, ya no florecería aquella extraña belleza suya, tan acuciante y remota al mismo tiempo.

Le preocupaban las chicas, Eve y Amy, solas en aquella casa con una joven, una muchacha de su edad, muerta en el jardín. Marion Bayliss había intentado localizar a sus padres, pero no los había encontrado en ninguno de los números de teléfono que las gemelas le habían facilitado. Los vecinos evitaban a los Freeborn. Con las familias de las casas colindantes ni siquiera se hablaban. Eve pensó en Caroline Peters, y fue ella quien acudió a la casa de Down Road y les hizo compañía el resto de la noche. Wexford se metió en la cama a las tres de la madrugada. Había una nota de Dora que leyó sin prestarle demasiada atención: «Un hombre llamado Ovington ha telefoneado varias veces preguntando por ti.» Estaba profundamente dormida y parecía joven. Se acostó a su lado y lo último de lo que tuvo conciencia antes de dormirse fue que había puesto su mano sobre la cadera todavía delgada de ella.

– Llevaba veinticuatro horas muerta -dijo Crocker-, aproximadamente lo que tú habías calculado.

Cuando no duermes lo suficiente, pensó Wexford, te sientes más débil que cansado. Aunque quizá fuera lo mismo.

– ¿Estrangulada con qué? -preguntó-. ¿Alambre? ¿Soga? ¿Cuerda? ¿Cable eléctrico?

– Como es fácil de conseguir y prácticamente imposible de romper, yo diría que con un pedazo de cuerda de nailon como la que se utiliza para colgar cuadros. ¿Dónde estaban tus sospechosas… -Crocker consultó su reloj- hace treinta y seis horas?

– En casa con sus hijas, según dicen.

Wexford empezó a repasar la declaración que Burden había tomado a Leslie Ritman. El pintor había descrito con cierto detalle la sábana desaparecida. Ahora eso no servía de nada, por supuesto. Habían pasado cuatro meses desde que los basureros del ayuntamiento se habían llevado aquella sábana metida en una bolsa negra. Y probablemente junto con el cuchillo. Por algún motivo no podía creer la historia de Milvey sobre el cuchillo. No podía aceptar dos coincidencias que tuvieran que ver con aquel hombre…

Las paredes estaban manchadas y tenían irregularidades, había declarado Kitman. No lograba recordar si el 16 de abril por la mañana las manchas tenían un aspecto diferente que el 15 por la tarde. Otra persona había arreglado algunos agujeros y las grietas con masilla, la cual, cuando secaba, dejaba manchas blancas. El 16 de abril y la mañana del 17 había recubierto las paredes con papel de fibra gruesa y había empezado a pintar.

¿Iba a tener que llamar de nuevo a aquellas mujeres? Una de ellas había matado a la joven hacía dos noches para impedir que confirmara su culpabilidad en el asunto del Phanodorm. ¿Una o las dos? Era probable que Joy hubiera averiguado que iba a estar allí y que iba a salir por el atajo a High Street para coger el autobús de Pomfret.

Burden estaba retrasándose. Él también había estado de aquí para allá desde primera hora del día anterior, y al final se había acostado más tarde que Wexford. Estar levantado pasada la medianoche, pensó Wexford, es como levantarse de amanecida. Siempre le había gustado aquella frase; el problema era que ya nadie utilizaba «de amanecida», lo cual le quitaba gracia. Pensar en la hora de acostarse le trajo a la memoria la nota de Dora, pero cuando se disponía a telefonear a Ovington, Burden entró en el despacho.

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