Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– ¿Antes de que Joy le avisara o después?

Encogió todo el cuerpo y se estremeció. El maquillaje se le había quitado con el producto limpiador más barato y fácil de conseguir: las lágrimas. Wendy ofreció a Wexford un rostro desnudo, joven y desesperado.

– Le dedicaba más atenciones que las normales entre un padre y su hija adolescente, ¿verdad? ¿Se lo dijo ella o lo vio usted? ¿La besaba y le decía que le gustaba estar con ella a solas cuando usted no estaba presente?

Ella se puso de pie.

– ¡Sí, sí, sí…! -gritó.

– De modo que el 15 de abril, aunque usted no creía que hubiera muchas probabilidades de que Rodney volviese, animó a su hija a que saliera para que no se quedara a solas con Rodney, ¿no es así? Le dijo que no corriera el riesgo de quedarse a solas con él y que esperara a que usted volviese para regresar a casa.

El sentimiento de culpa había hecho desaparecer la indignación y estaba ahora claramente marcado en su rostro. Wexford intuyó que estaba a punto de confesar.

– ¿O acaso le dijo que se fuera para que usted… para que usted y Joy pudieran estar a solas con Rodney?

El aire estaba límpido y transparente, la lluvia había cesado y el cielo tenía dos tonos de azul: un azul celeste oscuro y nítido y un azul brumoso de nubarrón. Eran las nueve. El agua formaba charcos espejeantes que reflejaban el cielo. Hacía un fresco poco habitual, y la temperatura resultaba casi fría. Wexford podía notarlo en la claridad y el olor del ambiente. Salió de la comisaría con el único fin de alejarse de las agobiantes cuatro paredes, del ahogo, de las miles de palabras pronunciadas, de la fatiga de las mentiras.

Antes de que empezaran a recurrir a la televisión, muchas personas, cuando necesitaban una coartada, solían decirle que habían salido a pasear. No sabían a dónde, simplemente habían salido a pasear. Él no les creía. Todo el mundo sabe a dónde ha ido a pasear. Ahora Wexford pensaba que quizá él tampoco sabría decir dónde había estado aquella noche. Marchaba sin rumbo, a buen paso para poder tomar el fresco y pensar en lo sucedido…

Con tan pocos resultados, con tan poco éxito… Había exprimido a aquellas dos mujeres, había girado la manivela y les había hecho pasar por los rodillos. Joy había reído y Wendy había llorado. Él no había dejado de repetirse: Edwina Klein las vio juntas. ¿Por qué habría de mentir? ¿Por qué habría de inventarse nada? Al final había tenido que dejarles que se fueran. Wendy había estado a punto de desmayarse. O de aparentarlo de una manera maravillosa.

El caso estaba perfectamente claro, le había dicho Burden. Por fin se había descubierto un móvil. Joy había matado por amargura y celos y Wendy por miedo a que Rodney mantuviera con Veronica el mismo trato que había mantenido con Sara. Era una expresión desafortunada dadas las circunstancias, aunque quizá no imprecisa… Urdieron la conspiración antes de Navidad, la meditaron durante el principio de la primavera y la llevaron a efecto en abril. Cometieron el asesinato en la habitación que iban a pintar al día siguiente. Limpiaron la sangre con la sábana de Ritman y luego se dieron cuenta de lo que habían utilizado.

Debía de haber ocurrido de aquella manera. No había otra posibilidad. Quizá su plan no había sido matarle, sino simplemente hacerle frente juntas, amenazarle y darle un susto. Pero el cuchillo de carnicero habría estado cerca, quizá sobre la mesa… Sin embargo esto no explicaba por qué le habían sedado con Phanodorm. ¿Y el cuchillo encontrado por Milvey? Las medidas de la hoja coincidían con el ancho y la profundidad de las heridas. Pero también coincidían las de miles de cuchillos.

Se encontraba en Down Road, bajo los goteantes tilos. Quizá había sabido en todo momento que iba en aquella dirección. Aquellas grandes y antiguas casas, casas a las que uno podía llamar con justicia «mansiones», parecían sepultadas bajo el sombrío, silencioso y empapado follaje. La hierba, las hojas y las flores despedían una profunda fragancia. En algún lugar cercano, un perro consentido al que habían dejado solo expresaba su pesar mediante quejumbrosos gañidos. Wexford abrió la verja de la casa de los Freeborn. Había luces encendidas, una arriba y otra abajo. Los basureros habían pasado por allí aquella mañana, antes de que comenzara la lluvia, pero no se habían llevado los desperdicios de aquellas casas cuyos habitantes no llenaban los contenedores. Una hoja de papel mojada, que la lluvia había pegado a la gravilla, mostraba el logotipo de ARRIA y un largo texto que resultaba difícil de leer por la oscuridad.

Salieron a la puerta las dos gemelas. Wexford aprobó su cautela. Estaban de nuevo solas en casa, a sus anchas. A saber dónde estarían sus padres. Se habrían ido a algún antro para hippies desfasados. Las dos llevaban el pelo azul pálido y unos polvos rosa sobre los párpados, pero por lo demás sus caras casi idénticas estaban limpias, tan idénticas como las expresiones de consternación que se dibujaron en sus rostros. Fue Eve quien habló.

– ¿Quiere pasar?

– Sí, por favor. -La casa ya no olía a marihuana. Algo había conseguido. Un dudoso éxito. Las jóvenes no parecían saber a dónde llevarle. Se habían quedado paradas en el vestíbulo-. Anoche se celebró una reunión de ARRIA -dijo él-. ¿Dónde fue? ¿Aquí?

– La mayoría de las veces se celebran aquí -respondió Amy.

– ¿Anoche también?

– Sí.

Abrió una puerta y encendió la luz. Era un salón enorme con un suelo de parquet que no había sido encerado en los últimos veinte años y sobre el que había unos cojines que parecían islas y un diván con una manta al parecer hecha en Perú. La única silla que había en la habitación era un hemisferio de mimbre colgado del techo. Unas puertas de cristal desprovistas de cortinas conducían a lo que parecía ser un bosque impenetrable.

Wexford se sentó en la silla colgante negándose a sentir alarma ante su inmediato movimiento de vaivén.

– ¿Quién asistió?

Sus miradas se cruzaron.

– Las de siempre -dijo Amy sin dejar de mirarle. Y añadió-: Siempre viene el mismo grupo.

Wexford enumeró una serie de nombres y recibió un gesto de asentimiento a cada pausa.

– ¿Caroline Peters? ¿Nicola Anerley? ¿Jane Gardner? ¿Paulette Harmer? -Eve asintió con la cabeza, y tal como había hecho al oír los otros nombres-. ¿Edwina Klein?

– Sí, Edwina también vino. ¿Por qué no habría de venir?

– En efecto, ¿por qué no habría de venir? ¿Y por qué no habría de venir también Sara Williams, si vamos a eso?

– Sara no vino -dijo Amy-. Tenía que quedarse en casa con su madre.

De manera que John Harmer no había andado tan descaminado al sugerir que la desaparición de su hija había tenido que ver con «esa tontería del movimiento feminista».

– ¿A qué hora terminó la reunión?

– A las diez -dijo Amy-. Aproximadamente a esa hora. -Había abandonado la actitud distante. Le había perdonado. Su hermana, sin embargo, nunca lo haría-. Hoy me dijo alguien que Paulette no volvió a casa en toda la noche…

– No me lo habías dicho -dijo Eve con brusquedad.

– Se me olvidó. -Amy volvió a mirar a Wexford-. Llegó un poco tarde. No dijo por qué. Edwina vino con su tía, no para afiliarse sino para ver cómo son las reuniones, aunque cumple los requisitos, ya que nunca ha estado casada. Estuvo bien ver a una persona mayor que se ha mantenido fiel a sus principios.

– «He luchado por la causa justa -citó Wexford-. No me he apartado del buen camino. He mantenido la fe.»

– Exacto. Eso es precisamente. ¿Cómo lo ha adivinado?

No le respondió. La versión autorizada les era desconocida; tanto a su generación como a la anterior les había pasado inadvertida. Era de un polvoriento tomo de teología, un libro cerrado en todos los sentidos.

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