Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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No parecía cansado, pero sí haber envejecido diez años y adelgazado cinco kilos. Llevaba su traje gris con una camisa a tono y una corbata rojiza con finas rayas color chocolate. Ni que fuera a ir a una boda, pensó Wexford. Lo único que le faltaba era un clavel en la solapa.

– Jenny está a punto de dar a luz -dijo-. La he llevado al hospital esta mañana a las ocho. Aún es pronto para que ocurra, pero decidieron ingresarla.

– Será mejor que cojas la baja ya mismo.

– Gracias. Suponía que lo dirías. Menudos momentos eligen los bebés… ¿No podía haber esperado una semana más? Por cierto, se llamará Mary.

– Como tus dos abuelas, claro.

Pero Burden había olvidado la coincidencia que le había mencionado a Wexford.

– ¿Sabes que no había reparado en eso? Quizá deberíamos ponerle Mary Brown Burden.

– Ni lo pienses -dijo Wexford-. Suena a predicador evangelista americano. Llámame, ¿vale, Mike?

Más tarde, si había suerte, le enviarían el informe del forense sobre Paulette Harmer y quizá también algún dato del laboratorio sobre el arma homicida. Había pedido a Martin que fuera a un juez y obtuviera bajo juramento una orden de registro para el domicilio de los Williams en Liskeard Avenue y no esperaba que tuviera dificultades. Mientras tanto pediría que le llevasen al otro domicilio Williams. No tenía ganas de andar, por mucho que se lo aconsejara Crocker.

Sara estaba segando la hierba del jardín de la calle con uno de esos pequeños cortacésped eléctricos que funcionan con una cuerda enrollada en un carrete y que son muy útiles para recortar bordes. Cuando él bajó del coche, el cortacésped soltó un petardeo y dejó de segar, y la joven, roja de ira, se puso a tirar furiosamente de la cuerda del ligero aparato. Wexford le oyó mascullar una palabra que seguramente a Joy no le gustaría nada oír.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

– Si haces eso sin desenchufar el cable -le dijo Wexford-, algún día vas a cortarte la mano.

Sara se calmó tan rápidamente como se había encolerizado.

– Lo sé. -Quitó el enchufe de la toma para complacerle y sonrió. Llevaba una camiseta de ARRIA idéntica a la de la difunta Paulette-. Éste es el cuarto carrete que compramos este verano. Estos cacharros nunca funcionan bien. ¿Quiere ver a mi madre?

Aún no podía haberse enterado de lo de Paulette. Recordó la jactancia apenas disimulada con que se había dirigido a su prima por teléfono y pensó que no le importaría mucho. Tanto como le importaría que arrestaran a su madre por el asesinato. Pero quizá fuera natural que a las víctimas de incesto no les importara mucho ninguna cosa. Sintió compasión por ella.

– Antes quiero hablar contigo.

El garaje, ahora que no lo ocupaba ningún coche, se había convertido en un cobertizo para herramientas y un almacén para muebles de jardín deteriorados. Sara le invitó a tomar asiento en una tumbona. Ella se sentó en un cajón y se puso a forcejear con el carrete de la cuerda. Parecía que iba a acabar igual que sus tres predecesores, los cuales se encontraban en un estante al lado de unas latas de pintura Sevenstar medio llenas. Wexford supuso que lo hacía para no tener que mirarle mientras él le hablaba sobre su padre.

La primera vez que le mencionó el tema del incesto, aludiendo discretamente a lo que su madre le había contado, Sara no enrojeció sino que palideció poco a poco. El fino vello dorado de sus brazos se erizó.

Le preguntó con delicadeza cuándo había ocurrido por primera vez. Ella mantenía la cabeza gacha tratando de dar vueltas al carrete con la mano derecha y cogiendo con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda la escurridiza cuerda roja.

– En noviembre -dijo, confirmando las suposiciones del inspector-. El día 5 de noviembre. -Alzó la mirada fugazmente-. Ocurrió sólo dos veces. Me cuidé de que no fueran más.

– ¿Le amenazaste?

Titubeó.

– Sólo con llamar a la policía.

– ¿Por qué no se lo dijiste a tu hermano? ¿O sí se lo dijiste? Tengo la impresión de que tú y tu hermano estáis muy unidos.

– Sí, es verdad. A pesar de todo. -No dijo a «pesar de que», pero el inspector creyó adivinarlo-. Fui incapaz de decírselo. -Como si fuera otra la joven que hablaba, apartó la mirada y añadió-: Estaba avergonzada.

Pero como odia a su madre, fue un placer contárselo. Dio un último tirón y la cuerda cedió en exceso, dejando salir metros de hilo color escarlata enrollado flojamente.

Kevin estaba en la casa. Había llegado inesperadamente aquella mañana en un transporte incómodo e ineficiente. Se encontraba tendido en el sofá agotado, sucio y desaseado, con las botas apoyadas en uno de los brazos. Cuando Wexford llamó a la puerta, Joy salió a abrir sosteniendo un refrigerio para Kevin; una bandeja con sándwiches, café y algo que podía ser helado o yogur. Llevaba la misma ropa que el día anterior, pañuelo incluido (¿se lo habría puesto para ir corriendo a la tienda y comprar el condumio de Kevin?), y tenía aspecto de no quitársela nunca, de dormir con ella. Wexford le relató escuetamente lo que le había sucedido a Paulette, pero ella ya lo sabía. John Harmer le había llamado cuando Sara estaba en el jardín. O así fue como le explicó al inspector que lo sabía. Él dijo que quería que fuera más tarde a la comisaría con Wendy. Mandaría un coche a buscarla.

– ¿Y cómo va a cenar mi hijo?

– Déme un abrelatas -dijo Wexford- y le enseñaré a utilizarlo.

La señora Williams no advirtió la ironía y respondió que suponía que por una vez su hijo podía cenar comida enlatada. Por lo menos no había sugerido que su hermana podía preparársela, lo cual era una mejoría (si así veía uno las cosas) con respecto a veinte años antes.

La siguiente visita era Liskeard Avenue, Pomfret. Martin había obtenido la orden y se encontraba allí con Archbold y dos agentes uniformados. Palmer y Allison, los dos únicos policías negros de Kingsmarkham. Wendy, llorosa, estaba intentando persuadirlos de que no era necesario arrancar el papel de las paredes del salón.

Veronica, sentada a la mesa de cristal, estaba cosiendo el dobladillo de una prenda blanca, pero dejó la aguja cuando llegó la policía. Wexford pensó en la niña de la canción infantil, que se sentaba en un cojín para hacer costura y se alimentaba de fresas, nata y azúcar. Habría sido su vestido lo que se lo había sugerido, con sus dibujos de pequeñas fresas silvestres y hojas verdes sobre fondo blanco. Llevaba de nuevo medias, de color azul oscuro esta vez, y zapatillas blancas. Otra cosa que hacía que aquellas jóvenes se parecieran era que sus rostros no reflejaban sus sentimientos. Tenían las caras vagamente melancólicas, ligeramente ufanas y casi siempre impasibles de las vírgenes de las pinturas florentinas.

Sylvia, la hija de Wexford, tenía un gato que emitía maullidos silenciosos, ya que se limitaba a abrir la boca, que es el gesto que hacen cuando maúllan. El «hola» de Veronica le recordó a aquel gato: un saludo para alguien que sabe leer los labios. Wendy insistió en sus ruegos cuando entró, pero esta vez dirigiéndolos al inspector únicamente.

– Lo lamento, Wendy. Sé cómo se siente. Nos encargaremos de que vuelvan a pintarle la habitación. -O de que se la pinten a otra persona, pensó-. Intentaremos ensuciar lo menos posible.

Y, en efecto, tenían intención de utilizar Sevenstarker de Sevensmith Harding. Cuatro latas grandes, todas con un rótulo rojo que rezaba: «La manera más rápida, eficaz y limpia de quitar el papel de sus paredes.» Sin pararse a pensar en ello, Wexford hizo votos por que aquella frase no fuera una exageración demasiado grande.

– ¿Pero para qué? -repetía Wendy al tiempo que, curiosamente, recogía adornos, los ponía en una bandeja y los metía en un armario empotrado.

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