Wendy estaba llorando y decía tener frío. Era cierto que habían bajado mucho las temperaturas para la época del año, pero ella debería haber venido preparada, debería haber sacrificado su vanidad y cogido un abrigo. Pensó en todos los lugares del mundo (y en todos los policías que habría en ellos) donde Wendy habría tenido que seguir temblando, donde de ser posible la temperatura habría sido bajada, donde se habría estimulado un poco la hipotermia… No podía llamarse tortura a hacerle pasar frío a alguien para que confesara.
– Traiga algún abrigo -le dijo a Polly.
Volvió a sacar el tema del incesto y volvió a oír historias llenas de puntos suspensivos. Joy consideraba a Rodney capaz de hacerlo, pero insistía en que Sara le había incitado y también en que él habría ido a la cárcel si ella hubiera abierto la boca. Wendy aseguraba ahora que Veronica le había dicho que Rodney había empezado a ir a su dormitorio para darle el beso de buenas noches y que era «desagradable». Así, dijo Joy olvidándose de lo que había declarado con anterioridad, era exactamente como había comenzado todo en el caso de Sara. Polly volvió con una prenda de punto gris perteneciente a la gama de Marks & Spencer para la tercera edad (Dios sabría dónde la había encontrado) y Wendy se la puso con una mueca.
A la hora de comer trajeron sándwiches, unos de carne de vaca enlatada y otros de huevo con berros. Nada parecido al plato de carne con verdura y budín de Yorkshire del domingo. Para entonces Wexford ya les había preguntado sobre el 15 de abril y se disponía a pasar a la noche del último jueves. Wendy se había olvidado de su abrigo pero no de su caja de kleenex, que esta vez eran de un tono melocotón. Lloriqueaba llevándose puñados de ellos a la cara.
Cuando estaban a punto de dar las tres Joy se derrumbó finalmente. Empezó a gemir como un perro y a mecerse sobre la silla chillando y golpeando la mesa con los puños. Wexford suspendió el interrogatorio y pidió una taza de té. Llevó a Wendy a la sala de al lado y le preguntó por Ovington. La respuesta que obtuvo le sorprendió. Sin reticencia, Wendy reconoció que había estado en su piso el 15 de abril desde las ocho menos cuarto hasta las nueve y cuarto. ¿Por qué no se lo había dicho antes? Wendy le dio la misma razón dada por Ovington. Lo tramaron juntos, pensó Wexford.
– ¿Qué más da que se lo cuente? -dijo con un aplomo que asombró al inspector-. No se lo he dicho antes porque con la mentalidad que tienen ustedes son capaces de pensar cualquier cosa. Pero después de toda la basura que se ha sacado a relucir no creo que mi inocente amistad signifique mucho.
¿Qué relación tenía todo aquello con el cuchillo encontrado en la pared?
A última hora de la tarde llegó Burden con cara de haber envejecido cien años.
– Por amor de Dios, no lo decía en serio.
La verdad era que Burden no conocía otra manera de pasar el tiempo. Comenzó interrogando a Joy con idea de invalidar su coartada. Pero el té había tenido un efecto portentoso en ella: se aferró a la historia de que había estado viendo la televisión en casa de los Harmer y al cabo de media hora tuvo una idea brillante que podía habérsele ocurrido días atrás… no tenía por qué hablar si no quería, todavía no la habían acusado de nada.
Por desgracia, Wendy ya había vuelto a la sala y la oyó.
– Buena idea. Yo tampoco voy a hablar. Es una lástima que no lo haya pensado antes.
Joy pronunció una última frase:
– Soy yo quien la ha pensado, no usted.
Unidas por el silencio, se quedaron mirando fijamente a Wexford. ¿Por qué no las acusaba a las dos? Del asesinato de Rod Williams, y si conseguía que esta acusación tuviera efecto, también del de Paulette Harmer. Comparecerían en una audiencia preliminar por la mañana y se dictaría un auto de prisión preventiva… Archbold entró en la sala y dijo que tres personas querían hablar con él. Dejó a las silenciosas mujeres con Burden y Martin y bajó en el ascensor.
James Ovington estaba sentado junto con su taciturno padre y una mujer de edad avanzada que se presentó como su madre. Por algún motivo Wexford no había pensado que Ovington padre tuviera una esposa, pero, claro, tenía que tenerla. De alguna parte debía de haber salido James Ovington. Parecía una figura de cera. Y aquella tarde más que nunca, ya que tenía la tez más tersa, las mejillas más sonrosadas y la sonrisa más amplia.
– Mis padres quieren contarle algo.
Era una manera de decirlo, ya que no parecían tener ganas de hacer nada excepto de irse a casa. Wexford les pidió que le acompañaran al primer piso, a su despacho, pero la señora Ovington le dijo que prefería no hacerlo, gracias, como si cualquier insinuación en el sentido de subir a cualquier parte en compañía de un hombre fuera una indecencia. Sin embargo, consintieron en ir a una sala de interrogatorios. La señora Ovington miró con desprecio alrededor, obviamente pensando que no era muy acogedora. James Ovington dijo:
– ¿Qué ibas a decirle al inspector, papá?
Nada, al parecer.
– ¿Pero no querías venir y contárselo?
– No he dicho que quisiera -respondió Ovington padre-. Si hay que hacerlo, se hace. Eso es lo que dije.
– ¿Tiene relación con la señora Wendy Williams, señor Ovington? -preguntó Wexford para animarle.
Con lentitud y de mala gana, Ovington respondió:
– La vi.
– Los dos la vimos -dijo su mujer, envalentonándose de repente-. Los dos.
Wexford decidió que la paciencia era la única solución.
– La vieron. Bien. ¿Cuándo ocurrió?
James abrió la boca para hablar, pero prudentemente volvió a cerrarla. Su padre meditó y finalmente dijo:
– Tiene un coche. Lo había aparcado delante de la tienda sobre la línea amarilla, aunque eso no está prohibido a partir de las seis y medía. No la vimos entrar.
Se produjo un silencio. Wexford tuvo que animarle a que continuara.
– ¿Entrar dónde?
– En casa de mi hijo, ¿dónde si no? ¿De qué estamos hablando? Él vive en el piso de abajo y nosotros en el de arriba, ¿no es así?
– Hay que subir cuatro pisos -dijo su esposa-. Los viejos se agotan antes, eso es lo que pasa.
– La vimos salir -dijo Ovington-, por la ventana que da a la calle. Serían las nueve y cuarto. Tropezó y estuvo a punto de caerse con esos tacones que llevaba. Por eso la vio mi mujer. Yo le dije: «Ven, mira eso, va a acabar cayéndose con esos tacones.»
– ¡Fue el 15 de abril! -exclamó James, incapaz de seguir conteniéndose.
– Eso no lo sé. -Su padre meneó la cabeza-. Lo que sí sé es que fue el primer jueves después de Semana Santa.
Aquella noche se acostó temprano y durmió nueve horas. Evitó pensar en las dos mujeres: no había ninguna prueba contra Joy y Wendy había quedado libre de culpa gracias a los Ovington. Les había dicho que podían regresar a casa tras advertirles que con toda probabilidad querría volver a hablar con ellas el lunes. Ovington padre no había mentido pero aun así su historia no eliminaba la posibilidad de que Joy hubiera cometido el crimen en casa de Wendy y luego ésta se hubiera reunido con ella para ayudarle a deshacerse del cadáver, la ropa y el coche.
Por la mañana despertó tranquilo y con la mente despejada. Inmediatamente se acordó de lo que Wendy le había dicho. Había aludido a ello al contarle que Veronica iba a jugar una final de individuales y su importancia estribaba en lo que le traía a la memoria. Cuando también se acordó de ello, todo comenzó a encajar suave y pausadamente, y tuvo la misma sensación que tiene alguien que recuerda una combinación y la utiliza en una caja de seguridad hasta que se abre lentamente.
– Pero qué tonto he sido -dijo.
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