Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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– ¿No ha visto a la señora Garland desde entonces?
– Ya se lo he dicho. No la he visto ni he hablado con ella. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué era Joanne para mí? Nunca me gustó, para empezar. Como puede usted haber deducido ya, las mujeres mandonas y entrometidas no me emocionan exactamente, además de que tiene unos buenos diez años más que yo. No he visto a Joanne ni he estado cerca de este lugar desde aquel día.
– Tal vez no la haya visto ni haya hablado con ella, pero se ha comunicado con ella -dijo Wexford-. Recientemente recibió una carta suya.
– ¿Ella les ha dicho eso?
Habría sido mejor no preguntar. Wexford no habría descrito su actitud jactanciosa y rápidas protestas como buena actuación. Pero quizá no era una actuación.
– Joanne Garland ha desaparecido, señor Jones. Se desconoce su paradero.
Su expresión era de extrema incredulidad, la mirada de un personaje de un cómic de horror frente a un desastre.
– Oh, vamos.
– Está en paradero desconocido desde la noche de los asesinatos de Tancred House.
Gunner Jones proyectó los labios hacia fuera. Se encogió de hombros. Ya no parecía sorprendido. Parecía culpable, aunque Wexford sabía que esto no significaba nada. Era simplemente la actitud de una persona que no es habitualmente honesta y franca. Sus ojos se clavaron en los de Wexford pero la mirada pronto le falló y la desvió.
– Me encontraba en Devon -dijo-. Quizá no se han enterado de ello. Estaba pescando en un lugar llamado Pluxam on the Dart.
– No hemos encontrado a nadie que apoye su historia de que estuvo allí el once y el doce de marzo. Me gustaría que nos diera el nombre de alguien que pudiera corroborarlo. Usted nos dijo que nunca había manejado una pistola, sin embargo es miembro del North London Gun Club y tiene licencia de armas de fuego para dos tipos.
– Fue una broma -dijo Gunner Jones-. Quiero decir, vamos, seguro que lo entienden. Es divertido, ¿no?, llamarse Gunner y no haber tenido nunca un arma en mi mano.
– Me parece que tenemos un sentido del humor diferente del suyo, señor Jones. Hábleme de la carta que recibió de la señora Garland.
– ¿Cuál? -preguntó Gunner Jones. Prosiguió como si no hubiera formulado la pregunta-. No importa porque las dos hablaban de lo mismo. Me escribió hace unos tres años, cuando me divorcié de mi segunda esposa, y me decía que Naomi y yo deberíamos volver a estar juntos. No sé cómo se enteró del divorcio, alguien debió de contárselo, todavía tenemos conocidos comunes. Me escribió para decirme que entonces estaba «libre», es la palabra que empleó, no había nada que impidiera que yo y Naomi «rehiciéramos nuestro matrimonio». Le diré una cosa: me parece que en estos días la gente escribe cartas cuando tienen miedo de hablar por teléfono. Ella sabía lo que le diría si me telefoneaba.
– ¿Usted le respondió?
– No, amigo, no lo hice. Tiré su carta a la papelera. -Una expresión de inefable astucia se apoderó del rostro de Jones. Era pantomima. Probablemente, también era inconsciente. No tenía ni idea del aire taimado que adquiría cuando mentía-. Recibí otra hace como medio mes, quizás un poco más. Tuvo el mismo destino que la primera.
Wexford empezó a preguntarle por sus vacaciones de pesca y su destreza con las armas. Llevó a Gunner Jones al mismo terreno que cuando le había preguntado por la carta la primera vez y recibió respuestas evasivas similares. Durante largo rato Jones se negó a decir dónde se había alojado en York, pero al fin lo dijo y admitió de mala gana que tenía a una amiguita allí. Proporcionó un nombre y una dirección.
– Sin embargo, no volveré a aventurarme.
– ¿Hasta el día de hoy no ha estado en Kingsmarkham desde hace dieciocho años?
– Así es.
– ¿Ni el lunes 13 de mayo del año pasado, por ejemplo?
– Ni ese día, por ejemplo, ni ningún otro.
Era media tarde y habían transcurrido dos horas desde que se había tomado un bocadillo proporcionado en la cantina, cuando Wexford pidió a Jones que prestara declaración y de mala gana e interiormente decidió que debía dejarle marchar. No tenía pruebas para retenerle. Jones ya estaba hablando de «que venga un abogado», lo cual pareció indicar a Wexford que sabía más de crímenes por las películas norteamericanas de la televisión que por experiencia auténtica, pero también en esto podía estar actuando.
– Ahora que estoy aquí podría pensar en tomar un taxi y reunirme con mi hija. ¿Qué le parece?
Wexford dijo con neutralidad que esto, por supuesto, era cosa suya. La idea no era agradable, pero no le cabía duda de que Daisy estaría perfectamente a salvo. El lugar era un hervidero de agentes de policía, los establos seguían llenos de personal. Avanzándose a su propia llegada, llamó a Vine para alertarle de la intención de Jones.
En realidad, Gunner Jones, que había llegado en tren, regresó a Londres enseguida con el mismo medio, sin oponer resistencia a la oferta de la policía de transportarle hasta la estación de tren de Kingsmarkham. Wexford no sabía con seguridad si Jones era realmente muy listo o profundamente estúpido. Sacó la conclusión de que era una de esas personas para quienes las mentiras son una opción tan razonable como la verdad. Lo que se elige es lo que hace la vida más fácil.
Se estaba haciendo tarde y era sábado, pero aun así había ido en coche a Tancred. En el poste de la derecha de la verja principal había otro ofrecimiento floral. Se preguntó quién podría ser el donante de estas flores, esta vez un corazón compuesto con capullos de rosas de color rojo oscuro, si se trataba de una serie de personas o si siempre era la misma, y bajó del coche para mirarlo mientras Donaldson abría la verja. Pero en la tarjeta sólo estaba escrito este mensaje: «Buenas noches, dulce dama», y no había firma.
A medio camino del bosque, un zorro cruzó corriendo por delante de ellos pero lo suficientemente lejos para que Donaldson no tuviera que frenar. Desapareció en la espesa maleza. En las orillas, entre la hierba y los nuevos brotes de abril, las primaveras se abrían. Llevaban la ventanilla del coche abierta y Wexford podía oler el fresco aire suave, que olía a primavera. Pensaba en Daisy, debido al miedo que la visita por sorpresa de su padre produciría en ella. Pero pensaba en ella -se dio cuenta con un cuidadoso autoanálisis- sin excesiva ansiedad, sin temor apasionado, sin absoluto amor, para ser sinceros.
Se sentía ligeramente inquieto. No tenía grandes deseos de ver a Daisy, ninguna necesidad de estar con ella, de colocarla en la posición de aquella hija, ser su padre y asumir ese papel reconocido por ella. Tenía los ojos abiertos. Quizás el hecho de que no se había horrorizado o enojado ante la intención que había declarado tener Gunner Jones de ir allí. Sólo se había inquietado y se había puesto en guardia. Porque estaba encariñado con Daisy pero no la amaba.
La experiencia le proporcionó esta revelación. Había aprendido la diferencia, la enorme división entre amar y sentir cariño por alguien. Daisy apareció cuando, por primera vez en su vida, Sheila desertaba. Sin duda cualquier mujer joven, bonita y amigable que se hubiera mostrado agradable con él habría servido al mismo propósito.
Le habían dado su cuota de amor para la esposa, los hijos y los nietos y eso era todo, no habría más. No quería más. Lo que sentía por Daisy era una tierna estimación y la esperanza de que todo le fuera bien.
Esta reflexión final se estaba formando en su mente cuando vislumbró, por la ventanilla del coche, a una figura que corría a lo lejos entre los árboles. El día era claro y en todo el bosque penetraban rayos de sol que formaban oblicuos haces brumosos, en algunos lugares casi opacos. Éstos le estorbaban a la vista en lugar de ayudarle a ver quién podía ser aquella figura. Ésta corría, aparentemente con alegría y abandono, a través de los espacios claros y entre las densas barras de luz. Era imposible distinguir si la figura era un hombre o una mujer, joven o de edad madura. Wexford sólo podía estar seguro de que el corredor no era viejo. Desapareció en la indeterminada dirección del árbol del ahorcado.
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