Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– ¿En una armería las tendrían?

– Depende de qué clase de armería. La mayoría están especializadas en escopetas.

– ¿Y eso es lo que hace que las señales en los cinco cartuchos disparados en Tancred House sean diferentes de las del que mató a Martin? ¿Un cambio de cañón?

– Exacto. Por eso sólo puedo decir esto y que es probable, no que ocurriera con seguridad. Al fin y al cabo, estamos en Kingsmarkham, no en el Bronx. No habrá un número ilimitado de escondites de armas de fuego por aquí. En realidad son los números lo que apunta a ello, el del pobre tipo que era uno de los suyos y los cinco de Tancred. Y el calibre, por supuesto. Y su intención de engañar. ¿Qué hay de esto? No cambiaba cañones de revólver por diversión, no era su afición.

Estaba enfadado. El alivio que habría podido sentir porque Sheila había sido separada de aquel hombre, porque ya no iba a irse a Nevada, fue absorbido por la ira. Por Casey había rechazado La señorita Julia, por Casey ella había cambiado su vida y, le parecía a él, su personalidad misma. Y Casey había regresado con su esposa.

Wexford no había hablado con ella. Sólo el contestador automático respondía cuando marcaba su número, y ya no había mensajes alegres, sólo el nombre y la petición de que se dejara el recado. Él dejó un mensaje: le pidió que le telefoneara. Después, como ella no lo hizo, dejó otro, uno que decía que lo sentía, que lo sentía por ella, y lamentaba lo que había ocurrido y todas las cosas que él había dicho.

Visitó el banco cuando se dirigía a su trabajo. La sucursal donde habían matado a Martin, no su banco, sino la que estaba más cerca de la ruta que Donaldson había tomado. Wexford tenía la tarjeta Transcend que le permitía sacar dinero en efectivo en todos los bancos y todas las sucursales del Reino Unido. El nombre le hacía rechinar los dientes por el mal uso de las palabras [11], pero era una tarjeta útil.

Sharon Fraser seguía allí. Ram Gopal había obtenido un traslado a otra sucursal. El segundo cajero esta mañana era una mujer euroasiática muy joven y bonita. Wexford, que había decidido no hacer esto, no podía evitar mirar hacia el lugar donde Martin había estado y había muerto. Debería haber alguna señal, algún recuerdo duradero. Casi esperó a ver la sangre de Martin, algún vestigio de ella, mientras se auto-censuraba por estas ideas disparatadas.

Tenía cuatro personas delante en la cola. Pensó en Dane Bishop, enfermo y asustado, quizá ni siquiera bien de la cabeza en aquella época, disparando a Martin desde aquel lugar más o menos, saliendo a todo correr y arrojando su arma al irse. La gente asustada, los gritos, aquellos hombres que no se habían quedado sino que calladamente se habían marchado. Uno de ellos, de pie quizá donde él se encontraba ahora, sujetaba, según Sharon Fraser, un fajo de billetes de banco verdes en la mano.

Wexford miró a su alrededor para ver lo larga que era la cola detrás de él y vio a Jason Sebright. Sebright intentaba extender un talón donde estaba en lugar de utilizar una de las mesas y el bolígrafo atado con cadenita del banco. La mujer que tenía delante se volvió y Wexford le oyó decir:

– ¿Le importa que apoye mi talonario en su espalda, señora?

Esto provocó risitas inquietas. La luz de Sharon Fraser se encendió y Wexford se acercó a ella con su tarjeta Transcend. Reconoció la expresión de sus ojos. Era aprensiva, poco cordial, la expresión de alguien que preferiría atender a cualquiera excepto a ti porque, por tu profesión y tus preguntas inquisitivas, pones en peligro su intimidad y su paz y quizá su existencia misma.

Cuando Martin murió, hubo gente que fue al banco a dejar flores en el lugar donde cayó, donantes tan anónimos como quienquiera que fuera el que llevaba aquellos ramos a la verja de Tancred. Los últimos ofrecimientos estaban muertos. Las heladas nocturnas los habían ennegrecido hasta hacerlos parecer un nido hecho por algún pájaro poco ordenado. Wexford pidió a Pemberton que las retirara y las arrojara al montón de basura de Ken Harrison. Sin duda pronto serían sustituidas por otras. Quizás era porque su mente meditaba anormalmente sobre el amor y el dolor y los peligros del amor por lo que había empezado a especular respecto a quién podría ser el donante de aquellas flores. ¿Un admirador? ¿Un silencioso -y rico- admirador? ¿O más que eso? La visión de las rosas marchitas le hizo pensar en aquellas primeras cartas de Davina y sus años sin amor hasta que Desmond Flory se fue a la guerra.

Cuando se acercaba a la casa, vio a un obrero en la ventana del ala oeste que sustituía el cristal roto. Era un día apagado y sereno, lo que los meteorólogos se habían acostumbrado a llamar «tranquilo». La niebla que estaba suspendida en el aire se mostraba sólo a lo lejos, donde el horizonte quedaba borroso y el bosque se convertía en un azul ahumado.

Wexford miró por la ventana del comedor. La puerta que daba al vestíbulo estaba abierta. Habían quitado los precintos y la habitación estaba abierta. En el techo y las paredes todavía se veían las manchas de sangre, pero la alfombra había desaparecido.

– Mañana empezaremos aquí, jefe -dijo el obrero.

Así que Daisy estaba comenzando a aceptar su pérdida, el horror de aquella habitación. Había iniciado la restauración. Caminó por las losas, pasó por delante de la casa y se encaminó hacia el ala este y los establos. Entonces vio algo que no había observado al llegar. La bicicleta de Thanny Hogarth estaba apoyada en la pared, a la izquierda de la puerta principal. Un trabajador rápido, pensó Wexford, y se sintió mejor, se sintió más alegre. Incluso tenía ganas de especular sobre qué podría ocurrir cuando llegara Nicholas Virson… ¿o Daisy manejaba estas situaciones demasiado bien para permitir que eso sucediera?

– Creo que Andy Griffin pasó aquí esas dos noches -le dijo Burden cuando entró en los establos.

– ¿Qué?

– En uno de los anexos. Los registramos, por supuesto, cuando efectuamos el registro general de la casa después del suceso, pero no volvimos a acercarnos a ellos.

– ¿De qué anexos estás hablando, Mike?

Siguió a Burden por el arenoso sendero de detrás del alto seto. Una corta hilera de cottages adosados, no en estado ruinoso pero tampoco bien cuidados, se erguía paralelo a este seto; el camino era un sendero arenoso. Se podía estar allí acuartelado durante un mes, como ellos habían hecho, sin conocer siquiera la existencia de esas casitas.

– Karen vino aquí anoche -explicó Burden-. Efectuaba su ronda. Daisy dijo que había oído algo. De hecho no había nadie, pero Karen vino por aquí y miró por esa ventana.

– ¿Quieres decir que alumbró con una linterna?

– Supongo. En estos cottages no hay electricidad, ni agua corriente, ninguna comodidad. Según Brenda Harrison, hace cincuenta años que no vive nadie en ellos; bueno, desde antes de la guerra. Karen vio algo que le ha hecho volver esta mañana.

– ¿Qué quiere decir que «vio algo»? No estás ante un tribunal, Mike. Soy yo, ¿lo recuerdas?

Burden hizo un gesto de impaciencia.

– Sí, claro. Lo siento. Trapos, una manta, restos de comida. Entraremos. Todavía está allí.

La puerta del cottage se abría con un pestillo. El más fuerte de una variedad de olores que les saludó era el de amoníaco de orina rancia. El suelo era de ladrillos y sobre él se había preparado una cama con un montón de sucios cojines, dos abrigos, trapos inidentificables y una gruesa manta bastante limpia. Había dos latas vacías de coca-cola en la parrilla frente a la chimenea. Una cesta de hierro contenía ceniza gris y sobre la ceniza, arrojada quizá después de haberse enfriado ésta, había una bola hecha de papel grasiento que había contenido pescado con patatas fritas. El olor que desprendía era ligeramente más desagradable que el de la orina.

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