– Madre -dijo Nicholas, con un destello de potencia. Habló a Daisy-. Vamos a ir a comer con… -nombró a unos amigos del lugar- y esperábamos que tú también vinieras. Tenemos que irnos muy pronto.
– No puedo ir. El señor Wexford está aquí para hablar conmigo. Es importante. Tengo que ayudar a la policía. ¿Habéis olvidado lo que ocurrió aquí hace cuatro semanas? ¿Lo habéis olvidado?
– Claro que no. ¿Cómo quieres que lo hayamos olvidado? Mamá no quería decir eso, Daisy. -Joyce Virson había vuelto la cabeza y sostenía un pañuelo junto a su cara mientras aparentaba contemplar con gran concentración los tulipanes recién abiertos en las macetas de la terraza-. Se había hecho la ilusión de que vendrías y también… bueno, también yo. Realmente creíamos que podríamos convencerte. ¿Podemos volver más tarde, cuando salgamos de almorzar? ¿Podemos pasar por aquí otra vez e intentar explicarte lo que hemos pensado?
– Por supuesto. Los amigos pueden visitarse siempre que quieren, ¿no? Tú eres mi amigo, Nicholas, eso lo sabes, ¿no?
– Gracias, Daisy.
– Espero que siempre seas mi amigo.
Era como si Wexford y Joyce Virson no estuvieran allí. Por un momento, los dos estuvieron solos, encerrados en lo que su relación era, había sido, cualesquiera secretos de emoción o acontecimientos que compartieran. Nicholas se puso de pie y Daisy le dio un beso en la mejilla. Entonces hizo una cosa curiosa. Se acercó a grandes pasos a la puerta del serré y la abrió de golpe. Bib quedó al descubierto al otro lado y dio un paso atrás aferrando un trapo de quitar el polvo.
Daisy no dijo nada. Cerró la puerta y se volvió a Wexford.
– Siempre escucha detrás de las puertas. Es una pasión en ella, una especie de adicción. Yo siempre sé que lo hace, la oigo empezar a respirar muy deprisa. Es extraño, ¿no? ¿Qué puede sacar de ello?
Volvió al tema de Bib y de escuchar detrás de las puertas en cuanto los Virson se hubieron ido.
– No puedo despedirla. ¿Cómo me las apañaría sin nadie? -De pronto habló como alguien que tuviera el doble de su edad, un ama de casa en orden de batalla-. Brenda me ha dicho que se van. Le dije que les había despedido en un momento de rabia, que no lo había dicho en serio, pero se van de todos modos. ¿Conoce a ese hermano de él que tiene el negocio de alquiler de coches? Ken trabajará con él, tienen intención de ampliar el negocio y pueden alquilar el otro piso, sobre la oficina de Fred. John Gabbitas ha estado tratando de comprar una casa en Sewingbury desde el pasado agosto y acaba de enterarse de que le han concedido la hipoteca. Seguirá ocupándose de los bosques, supongo, pero no vivirá aquí. -Emitió una especie de risita seca-. Estaré sola con Bib. ¿Cree usted que me asesinará?
– ¿No tienes ninguna razón para pensar… -empezó a preguntar, serio.
– Ninguna en absoluto. Simplemente tiene aspecto de tío, nunca habla y escucha detrás de las puertas. También es débil mental. Para ser una asesina realmente resulta muy buena limpiadora. Lo siento, no hace gracia. ¡Oh, Dios mío, parezco esa espantosa Joyce! Usted no cree que debería ir allí, ¿verdad? Ella me persigue.
– De todos modos no harías lo que yo pienso, ¿verdad? -Ella negó con la cabeza-. Entonces, no malgastaré saliva. Hay un par de cosas, como muy bien has adivinado, de las que me gustaría hablar contigo.
– Sí, desde luego. Pero antes tengo que decirle una cosa. Iba a hacerlo antes, pero ellos no callaban. -Sonrió con aire triste-. Joanne Garland ha telefoneado.
– ¿Qué?
– No ponga esa cara de asombro. Ella no lo sabía. No sabía nada de lo que había ocurrido. Llegó anoche y esta mañana ha ido a la galería y la ha encontrado cerrada, así que me ha telefoneado.
Wexford se dio cuenta de que Daisy quizá no era consciente de los temores que ellos tenían por Joanne Garland, tal vez no sabía nada aparte del hecho de que se había marchado a alguna parte. ¿Por qué iba a saberlo?
– Ella creía que telefoneaba a mamá. ¿No le parece espantoso? He tenido que decírselo. Ha sido la peor parte, contarle lo que había ocurrido. No me creía, al principio no me creía. Suponía que le gastaba una broma pesada. Esto ha sido… bueno, hace media hora. Justo antes de que llegaran los Virson.
Ella estaba llorando.
Como lloraba al teléfono y hablaba de un modo incoherente y entrecortado por las lágrimas, él había cedido y, en lugar de pedirle que acudiera a la comisaría de policía, había dicho que iría él a verla. En la casa de Broom Vale se sentó en un sillón y Barry Vine en otro mientras Joanne Garland, incapacitada por la primera pregunta que le habían hecho, sollozaba con la cabeza sobre el brazo del sofá.
Lo primero en que se fijó Wexford cuando ella les hizo entrar en la casa era que tenía la cara magullada. Eran viejas señales, que se estaban curando, pero quedaban vestigios, verdosos, amarillentos, contusiones alrededor de la boca y la nariz, rasguños más oscuros, moretones en los ojos y la línea del pelo. Sus lágrimas no podían disfrazarlo, y tampoco eran consecuencia de las lágrimas.
¿Dónde había estado? Wexford se lo preguntó antes de que se sentaran y la pregunta produjo más lágrimas. Ella respondió entre jadeos:
– América, California -y se arrojó al sofá inundada en lágrimas.
– Señora Garland -dijo Wexford al cabo de un rato-, procure controlarse. Le traeré un vaso de agua.
Ella se irguió, con el rostro bañado en lágrimas.
– No quiero agua -dijo a Vine-. ¿Podría darme un whisky? En ese armario. Los vasos están ahí. Tómense uno. -Un sollozo ahogado cortó el final de la última palabra. De un gran bolso de cuero rojo que había en el suelo sacó un puñado de pañuelos de papel de colores y se enjugó el rostro-. Lo siento. Pararé. Cuando haya tomado una copa. Dios mío, qué impresión.
Barry le mostró la botella de soda que había encontrado. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza y tomó un sorbo del whisky solo. Parecía haber olvidado la oferta que les había hecho a ellos, que en cualquier caso habría sido rechazada. El whisky, evidentemente, fue recibido con agrado. El efecto que produjo en ella fue bastante distinto del que habría producido en alguien que raras veces bebiera alcohol. No era como si necesitara un trago -es decir, beber algo alcohólico- sino como si tuviera sed. Un tipo esencial de sed que era calmada con lo que bebía y que la alivió por completo.
Volvió a sacar pañuelos de papel y se secó la cara, pero esta vez lo hizo con cuidado. Wexford pensó que parecía notablemente joven para tener cincuenta y cuatro años, o si no exactamente joven, tenía la cara notablemente tersa. Podría ser una mujer de treinta y cinco cansada y bastante ajada. Sin embargo, sus manos eran las de una mujer mayor, telarañas de tendones fibrosos, venas sobresalientes. Vestía un traje de punto de color verde y llevaba una gran cantidad de bisutería. Tenía el pelo de un brillante dorado pálido, su figura bien formada si no esbelta, las piernas excelentes. A los ojos de cualquiera era una mujer atractiva.
Respirando profundamente, tomando sorbos del whisky, sacó del bolso una polvera y un pintalabios y se retocó el maquillaje. Wexford vio que la mirada se detenía en la peor de las contusiones, una de debajo del ojo izquierdo. Se la tocó con la punta del dedo antes de aplicar polvos en un intento por disimularla.
– Hay muchas cosas que nos gustaría preguntarle, señora Garland.
– Sí. Supongo. -Vaciló-. No lo sabía, no tenía ni idea. No publican noticias del extranjero en los periódicos norteamericanos. A menos que sea una guerra o algo así. No apareció nada de esto. Me he enterado cuando he telefoneado a esa chiquilla, la hija de Naomi. -El labio le tembló cuando pronunció ese nombre. Tragó saliva-. Pobrecita. Supongo que debería sentir lástima por ella, debería haberle dicho que lo sentía, pero me ha dejado anonadada. Apenas podía hablar.
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