– Pero usted volvió a escribirle, a finales del pasado verano.
– Sí, pero no para hablarle de eso.
– ¿Para hablarle de qué, entonces, señora Garland?
¿Cuántas veces había oído las palabras que ella estaba a punto de pronunciar? Podía predecirlas, la forma exacta de la objeción.
– No tiene nada que ver con este asunto.
Él respondió como hacía siempre:
– Eso lo juzgaré yo.
De pronto ella se enojó.
– No quiero decirlo. Me da vergüenza. ¿No puede entenderlo? Ellos están muertos, no importa. En cualquier caso, no era nada de… ¿cómo lo llaman ustedes?… maltrato, violencia. Quiero decir, es ridículo, aquellos dos viejos. Oh, Dios mío, es tan estúpido. Estoy cansada y no tiene nada que ver con nada de esto.
– Me gustaría saber qué decía la carta, señora Garland.
– Quiero ver a Daisy -dijo ella-. Debo ir a la casa y ver a Daisy y decirle que lo lamento. Por el amor de Dios, yo era la mejor amiga de su madre.
– ¿Ella no lo era de usted?
– No tergiverse mis palabras constantemente. Ya sabe a lo que me refiero.
Él sabía a qué se refería.
– Tengo mucho tiempo, señora Garland. -No lo tenía, tenía que asistir a la fiesta de Sylvia. Aunque se derrumbaran los cielos, tenía que asistir a esa fiesta-. Vamos a quedarnos aquí, en estos dos cómodos sillones, hasta que decida contármelo.
Por entonces, de todas maneras, aparte de que era pertinente para el caso, se moría por saberlo. Ella no sólo había despertado su curiosidad con sus evasivas; le había puesto los nervios de punta.
– Supongo que no es personal -añadió-. No es algo referente a usted. No tiene que sentir vergüenza.
– Está bien, lo diré. Pero comprenderá lo que le digo cuando se lo cuente. Gunner tampoco contestó esa carta, por cierto. Buen padre es. Bueno, debería haberlo sabido, ya que nunca se tomó el más mínimo interés por la pobre niña desde que se largó.
– ¿Se trata de Daisy? -preguntó Wexford, inspirado.
– Sí, sí.
– Naomi me lo contó -dijo Joanne Garland-. Quiero decir, tenían que haber conocido a Naomi para comprender cómo era. Ingenua no es la palabra exacta, aunque también lo era. Era como distinta de la otra gente, distraída, no se enteraba de lo que ocurría. Supongo que no me explico bien. Ella no actuaba como las otras personas, así que no supongo que supiera cómo actuaban las otras personas. No cuando hacían cosas que eran… bueno, que estaban mal o que eran desagradables. Y ni siquiera sabía cuándo hacían algo… algo hábil o especial tampoco. ¿Me explico?
– Claro que sí.
– Empezó a hablar de este asunto un día cuando estábamos en la tienda. Quiero decir, habló de ello como si me contara que Daisy salía con un chico nuevo o que iba a realizar algún viaje escolar al extranjero. Así es como lo planteó. Dijo… voy a intentar recordar sus palabras exactas… sí, dijo: «Davina cree que estaría bien que Harvey hiciera el amor con Daisy. Para iniciarla, por decirlo de alguna manera. Iniciarla. Ésa es la palabra. Porque Harvey es un amante maravilloso. Y no quiere que Daisy tenga que pasar por lo que le ocurrió a ella». ¿Entienden por qué me daba vergüenza contarlo?
Wexford no se asombró pero comprendió que era asombroso.
– ¿Qué respondió usted?
– Espere. No he terminado. Naomi dijo que la cuestión era que Davina era demasiado vieja ya para… bueno, no es necesario que lo especifique, ¿no? Físicamente, para entendernos. Y eso la preocupaba porque Harvey (esto es lo que decía Davina) todavía era un hombre joven y vigoroso. ¡Puaj!, pensé yo. Davina creía en realidad, aparentemente, que sería magnífico para los dos y ella y Harvey lo habían sugerido. Bueno, ella se lo dijo a la chica y aquel mismo día el horrible Harvey más o menos se le insinuó.
– ¿Qué dijo Daisy?
– Que se fuera a hacer gárgaras, supongo. Eso es lo que dijo Naomi. Quiero decir, Naomi no estaba indignada ni nada. Sólo dijo que Davina estaba loca por el sexo, siempre lo había estado, pero que debería comprender que no todo el mundo sentía igual que ella. Pero Naomi no hizo lo que yo habría hecho… si hubiera sido mi hija, si hubiera tenido una hija. Ella se limitó a decir, como si hablara de alguna diferencia de opinión que pudiéramos tener, como por ejemplo si íbamos a tener ropa en la galería o no, se limitó a decir que era cosa de Daisy. Yo me enfurecí. Dije muchas cosas acerca de que Daisy corría un peligro moral, todo eso, pero no sirvió de nada. Entonces fui a ver a Daisy. Me la encontré cuando ella salía del colegio, le dije que se me había estropeado el coche y si me llevaba a casa.
– ¿Habló de esto con ella?
– Sí. Ella se echó a reír pero se notaba que estaba… disgustada. Nunca le había gustado mucho Harvey y me dio la impresión de que su abuela la había desilusionado. No dejaba de repetir que no habría esperado eso de Davina. No le importaba para nada que yo lo supiera, estuvo muy dulce, es una chica muy dulce. Y eso más o menos lo empeoraba.
»Se iban todos de vacaciones. Realmente me preocupaba, no sabía qué más podía hacer. No podía quitarme de la cabeza la imagen del viejo Harvey… bueno, violándola. Era una tontería, lo sé, porque supongo que no podría hacerlo y de todos modos, ellos no eran de esa clase.
Wexford no tenía una idea clara de a qué clase se refería pero no interrumpió. Toda la vergüenza y reticencia iniciales de Joanne Garland habían desaparecido mientras contaba entusiasmada su historia.
– Estaban a punto de regresar cuando me tropecé con ese chico, Nicholas… ¿Virson, se llama? Yo sabía que era una especie de novio de Daisy, lo más parecido que había tenido a un novio, y pensé decírselo. Lo tenía en la punta de la lengua pero él es tan tonto y pomposo que me imaginé que se pondría colorado y se defendería fanfarroneando. Así que no se lo dije. Se lo conté a Gunner. Le escribí una carta.
»Al fin y al cabo, es su padre. Creí que incluso el maldito Gunner haría algo. Pero estaba equivocada. No podía importarle menos. Tuve que confiar en Daisy, bueno, en su sensatez. Y no era una niña, realmente, tenía diecisiete años. Pero ese Gunner… ¿qué clase de maldito padre es?
Siete armerías en las páginas amarillas de Kingsmarkham, cinco en Stowerton, tres sólo en Pomfret, otras doce en los alrededores.
– Es asombroso que nos quede fauna -dijo Karen Malahyde-. ¿Qué estamos buscando exactamente?
– Alguien que hubiera dado trabajo a Ken Harrison a tiempo parcial y le hubiera enseñado a cambiar el cañón de una pistola y le prestara las herramientas.
– Está usted de broma, ¿verdad, señor?
– Me temo que sí -respondió Burden.
Fred Harrison le pasó en su taxi cuando conducía hacia la verja principal. De camino a recoger a Joanne Garland, y a dar el pésame a Daisy, pensó mientras devolvía el saludo al hombre. ¿Pésame? Sí, ¿por qué no? Era asombroso qué abusos soportaba el amor. Sólo había que ver las esposas e hijos maltratados. Ella probablemente había mantenido el antiguo temor reverente lleno de admiración hacia su abuela, moderado como estaba por un afecto real, y en cuanto a Harvey, nunca le había gustado. Respecto a su madre, estas personas como Naomi Jones, excéntricas en su irrealidad, su suave pasividad satisfecha, a menudo eran adorables.
Lo que Wexford sabía, y Joanne Garland probablemente no, eran las revelaciones de las cartas citadas en el artículo del Sunday Times. El primer matrimonio no consumado con Desmond Flory. Aquellos años de vida «como hermanos», la imposibilidad en aquella época y aquel ambiente de buscar ayuda. Los mejores años de su vida sexual, en estimación de cualquiera, de los veintitrés a los treinta y tres desperdiciados, perdidos, quizá jamás compensados adecuadamente más adelante. Y hacia el final de la guerra, en aquellos días últimos antes de que mataran a Desmond Flory, tuvo lugar el encuentro con un amante, el hombre que sería el padre de Naomi.
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