Claro que Neil no tenía idea de si Sylvia había hablado recientemente con Sheila, sólo sabía de un modo vago que Sheila había tenido una relación con un novelista del que él jamás había oído hablar, y no sabía que esta relación había terminado. Sin querer, hizo que Wexford se sintiera imbécil. Dijo que sabía que todo iría bien y se excusó diciendo que iba a buscar una bandeja de café.
Dora regresó, dijo que si quería tomar una bebida de verdad ella conduciría hasta casa. No, gracias, respondió; Wexford había descubierto que una vez que te habías tomado dos de esas aguas minerales, realmente no tenías ganas de tomar alcohol. ¿Nos vamos, pues?
Los dos se habían vuelto delicadamente cuidadosos con esta niña difícil, hacían lo imposible para no ofenderla. Pero se marchaba otra gente. Sólo un núcleo duro de noctámbulos se quedaría pasada la medianoche. Esperaron con paciencia a que trajeran los abrigos de los demás y a que se intercambiaran los cumplidos de último momento con los invitados que se marchaban.
Al fin, Wexford besó a su hija y le dijo buenas noches, gracias, una fiesta encantadora. Ella le besó a su vez, y le dio un agradable, cálido y nada resentido abrazo. Wexford pensó que Dora se pasaba un poco al decir «¡Feliz casa!» -¡qué expresión!-, pero todo estaba permitido con el fin de agradar.
Había varios caminos para llegar a casa. Cruzando Myfleet o efectuando un ligero rodeo por el norte para desviarse de Myfleet, o por el sur, el largo camino vía Pomfret Monachorum. Wexford tomó la ruta que se desviaba, aunque el nombre insinuaba una carretera bien iluminada con dos carriles en lugar de lo que realmente era: un laberinto de caminos donde tenías que saber cuál elegir.
Estaba muy oscuro. No había luna y las estrellas estaban cubiertas por una gruesa capa de nubes. En estos pueblos, los residentes habían hecho campaña contra la iluminación de las calles, para que a esta hora parecieran deshabitadas, todas las casas a oscuras salvo por el ocasional cuadrado de luz en una ventana con las cortinas corridas, tras la cual se hallaba algún pájaro nocturno.
Dora oyó las sirenas una fracción de segundo antes que él. Dijo:
– ¿Tenéis que hacerlo? ¿Después de medianoche?
Se hallaban en uno de los largos trechos de sendero bordeado de árboles entre casas. Los terraplenes a ambos lados se erguían como muros defensivos. En este oscuro cañón, los faros de su coche producían un resplandor verdoso.
– No somos nosotros -dijo él-. Son los bomberos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Suena de otra manera.
El volumen del sonido aumentaba y por un momento Wexford pensó que iban en su dirección, que se encontrarían de cara. Ya había empezado a frenar y se acercaba todo lo posible a un lado cuando la sirena se calló y él se dio cuenta de que el coche de bomberos estaba en otro camino, más adelante.
El coche adquirió velocidad y salió de la depresión entre los terraplenes como murallas y densos arbustos y árboles protectores y del pozo de oscuridad. Los terraplenes desaparecieron, el camino se ensanchó y una llanura, una extensión de tierra llana, se abrió ante ellos. El cielo, en lo alto, era rojo. En el horizonte y filtrándose por la masa de nubes había una rojez humeante como podría haber sobre alguna ciudad. Pero no había ninguna ciudad.
Se oyó una nueva sirena. Dora dijo:
– No es en Myfleet. Es en este lado de Myfleet. ¿Será un incendio en una casa?
– Pronto lo veremos.
Lo supo antes de llegar allí. Era la única casa con techo de paja del vecindario. La rojez se intensificó. Pasaba de un apagado color oxidado a un resplandor en el cielo como un fuego de brasas, como los espacios brillantes entre el carbón que arde. Entonces pudieron oírlo. Un rítmico crepitar y chisporrotear.
El camino ya estaba acordonado. En el otro lado de la barrera estaban aparcados los dos coches de bomberos. Los bomberos lanzaban lo que parecía agua con la manguera pero probablemente no era agua. El ruido que producía la casa en llamas era como olas del mar rompiendo en una playa guijarrosa en una tormenta, como el impetuoso retroceso de la madera. Era ensordecedor; hablar resultaba imposible, el comentario sobre el incendio, las llamas devoradoras, quedaba silenciado.
Wexford salió del coche. Se acercó a la barrera. Un agente de bomberos empezó a decirle que retrocediera, que tomara el camino de Myfleet, pero después reconoció quién era. Wexford meneó la cabeza. No iba a intentar gritar con aquel ruido infernal. El calor del fuego llegaba hasta él, robando al aire la frescura, la humedad, ardiendo como una enorme chimenea doméstica en una casa de gigantes.
Wexford tenía la vista fija. Estaba lo bastante cerca para imaginar que le chamuscaba la cara. A pesar de la lluvia reciente, lluvia que había sido escasa, el techo de paja había desaparecido como papel y leña menuda. Donde había estado, donde quedaban aún vestigios, podían verse las vigas del techo ennegrecidas a través de las rugientes llamas. La casa se había convertido en una antorcha, pero el fuego estaba más vivo que la llama de una antorcha, ávido y decidido como un animal con la pasión de quemar y destruir. Las chispas saltaban ascendiendo en espiral hacia el cielo, cayendo y danzando. Una gran ascua, un pedazo de tejado de paja hirviendo, de repente salió volando del tejado y se dirigió hacia ellos como un cohete. Wexford se agachó y retrocedió.
Cuando el objeto ardiendo cayó a sus pies, preguntó al bombero si había alguien dentro de la casa.
La llegada de la ambulancia ahorró al hombre la respuesta. Wexford vio que Dora daba marcha atrás para dejar espacio. El bombero apartó la barrera y la ambulancia entró.
– No había esperanzas para intentar nada -afirmó el bombero.
Detrás seguía un coche. Era el MG de Nicholas Virson. El coche redujo velocidad y se detuvo, pero no como si estuviera bajo control, no como si el conductor hubiera frenado y puesto punto muerto y después el freno de mano. Se estremeció hasta detenerse y se paró con una sacudida. Virson bajó y se quedó contemplando el fuego. Se tapó la cara con las manos.
Wexford volvió junto a Dora.
– Puedes irte a casa si quieres. Alguien me llevará.
– Reg, ¿qué ha ocurrido?
– No lo sé. No puedo imaginar que se iniciara por casualidad.
– Te esperaré.
Los hombres de la ambulancia sacaban a alguien en una camilla. Él esperaba que fuera una mujer pero era un hombre, un bombero que había efectuado un desesperado intento. Nicholas Virson volvió un rostro contraído a Wexford. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas.
La casa en parte era muy antigua y había sido construida sólidamente en aquel distante pasado con estructura de madera. Sobrevivieron dos de los postes principales. Eran de roble y casi indestructibles, irguiéndose entre las cenizas como árboles abrasados. No había cimientos y, al igual que los árboles, esos grandes montantes habían sido plantados muy hondos en el suelo.
El lugar ennegrecido parecía más el residuo de un incendio forestal que el de una casa quemada. Wexford, que supervisaba las ruinas desde su coche, recordó que había encontrado bonito el hogar de Virson la primera vez que lo había visto. Un cottage como de caja de bombones, con rosas alrededor de la puerta y un jardín adecuado para un calendario. La persona que había provocado aquel incendio gozaba con la destrucción de la belleza, disfrutaba con la mutilación en sí. Porque para entonces a Wexford no le cabía duda de que se trataba de un incendio provocado.
El garaje de The Thatched House contenía veintidós latas de un galón de gasolina y aproximadamente ese número de latas de galón de parafina. Estas latas estaban alineadas a ambos lados del garaje, la mayoría de ellas junto a la pared común con la casa. El tejado de paja se extendía por encima de todo el garaje, así como de la casa en sí.
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