Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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El correo había llegado tarde, después de que él partiera para el trabajo. Entre las cosas que había para él se encontraba un paquete de Amyas Ireland. Contenía las pruebas de la nueva novela de Augustine Casey El látigo. Amyas escribía que aquel ejemplar de prueba era uno de los quinientos que Carlyon Quick iba a publicar, el número del de Wexford era el 350 y debería colgarlo, pues algún día podría tener valor. En especial si conseguía que Casey lo firmara. ¿Amyas tenía razón, al pensar que Casey era amigo de la hija de Wexford?

Wexford reprimió un instinto de arrojarlo al fuego que Dora había encendido. ¿Qué disputa había tenido él con Augustine Casey? Ninguna. Cuando Sheila hubiera superado lo peor, aquel hombre les habría hecho un favor a todos.

Llamó al número de Edimburgo, pero no respondió nadie. La mujer había salido y quizá no estuviera en casa hasta las diez o las diez y media. Si alguien estaba fuera a las ocho, casi se podía estar seguro de que estaría fuera hasta pasadas las diez. Entretanto, él se distraería con el libro de Casey. Aunque la señora Macsamphire respondiera afirmativamente a todas sus preguntas, había muy poca cosa para proseguir, tan poca en sí misma…

Leyó El látigo o intentó hacerlo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que no había entendido nada, y no era porque su atención se hallara en otra parte, simplemente lo encontró incomprensible. Gran parte estaba en verso y el resto parecía una conversación entre dos personas sin nombre, con probabilidad pero no seguridad varones, que estaban profundamente preocupados por la desaparición de un armadillo. Wexford había mirado el final, no sacó nada en claro y hojeando el libro hacia atrás vio que esta alternancia de versos con la conversación sobre el armadillo proseguía en todas las páginas, aparte de una que estaba llena de ecuaciones algebraicas y otra que contenía la palabra «mierda» repetida cincuenta y siete veces.

Al cabo de una hora desistió y subió al piso de arriba para recoger el libro de árboles de Davina Flory que se hallaba en su mesilla de noche. Vio que había utilizado como señal para saber hasta dónde había llegado en la lectura la guía de la ciudad de Heights, Nevada, que Sheila le había dado, la ciudad donde Casey iba a ser, sin duda para entonces ya lo era, escritor residente en la universidad.

Al menos ella ya no iba a ir. El cariño era una cosa extraña. Él la quería y por tanto debería desear para ella lo que ella deseaba para sí, estar con Casey, seguirle hasta el fin del mundo. Pero él no lo hacía. Él se alegraba enormemente de que a ella se le hubiera negado lo que quería. Exhaló un pequeño suspiro y pasó las páginas, mirando las láminas de colores de árboles y montañas, un lago, una cascada, el centro de la ciudad con un capitolio, con una cúpula dorada.

Los anuncios eran más entretenidos. Había una compañía que hacía botas del Oeste que se podían encargar «en todos los radiantes colores del espectro, de este mundo y del espacio exterior». Coram Clark Inc. era una armería de Reno, Carson City y Heights. Vendía toda clase de armas, lo que hizo abrir a Wexford ojos como platos. Rifles, escopetas, pistolas, pistolas de aire comprimido, munición, recargas, pólvora negra, decía el anuncio. El espectro completo de Browning, Winchester, Luger, Beretta, Remington y Speer. Se pagaban los precios más elevados por las armas usadas. Compra, venta, comercio, armería. En algunos estados norteamericanos no se necesitaba licencia, se podía llevar un arma en el coche, siempre que se mostrara abiertamente en el asiento. Recordó lo que Burden había dicho de los estudiantes a los que se les permitió comprar armas para autodefenderse cuando se rumoreaba que había un asesino suelto en alguna universidad…

Había un anuncio de las mejores palomitas de maíz del Oeste y otro de placas de matrícula personalizadas en colores iridiscentes. Metió la guía en la parte posterior de Adorable como un árbol y leyó media hora. Eran casi las diez y volvió a probar a hablar con Ishbel Macsamphire.

Por supuesto, no podía llamarla mucho después de las diez. Ésta era una norma que procuraba cumplir, no telefonear a nadie después de las diez de la noche. Las diez menos dos minutos y alguien llamaba a la puerta. La norma de no telefonear a nadie después de las diez también debía aplicarse a las visitas, en opinión de Wexford. Bueno, todavía no eran las diez.

Dora fue a abrir la puerta antes de que él pudiera impedírselo. No le parecía sensato que una mujer fuera sola a abrir la puerta por la noche. No era una actitud sexista, sino prudente, hasta el día en que todas las mujeres hicieran como Karen y aprendieran artes marciales. Se levantó y fue a la sala de estar. Una voz de mujer, muy baja. Bien. Una mujer que pedía algo.

Volvió a sentarse, abrió Adorable como un árbol en el lugar donde tenía la señal y sus ojos se fijaron de nuevo en el anuncio de la armería. Coram Clark Inc. Uno de esos nombres lo había leído recientemente en algún otro contexto. Clark era un apellido corriente. Pero ¿quién se llamaba Coram? Coram, recordó de los lejanos días en que el latín era obligatorio en los colegios, significaba «a causa de»… no, «en presencia de». Había una manera de aprender las preposiciones del ablativo:

a, ab, absque, coram, de,

Palam, clam, cum, ex y e,

Sine, tenus, pro y prae,

Añade super, subter, sub e in,

Cuando estado, no movimiento, es lo que significan

Era asombroso recordar aquello después de tantos años…, pensó.

Dora entró con una mujer tras ella. Era Sheila.

Ella le miró y él la miró y dijo:

– Qué maravilloso verte.

Ella se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos.

– Estoy en casa de Sylvia. Confundí la fecha de la fiesta y llegué ayer. Pero vaya, ¡qué casa tan fabulosa! ¿Y qué les ha entrado, dejar por fin la periferia? Me encanta, pero de mala gana he pensado salir y venir a haceros una visita.

A las diez. Era propio de ella.

– ¿Estás bien? -le preguntó él.

– No. No estoy bien. Estoy destrozada. Pero estaré bien.

Él veía la prueba del libro de Casey sobre uno de los cojines del sofá. El nombre de Casey no estaba impreso en letras de dos centímetros y medio como podría estar en un ejemplar acabado, pero estaba lo bastante claro para que se viera. El látigo, por Augustme Casey, prueba no corregida, precio probable en el Reino Unido, L14,95.

– Dije un montón de cosas horribles. ¿Quieres que hablemos de ello?

El estremecimiento involuntario de Wexford hizo reír a Sheila.

– Papá, lamento todas las cosas que dije.

– Yo dije cosas peores y lo siento.

– Tienes un libro de Gus. -En sus ojos había una expresión que recordaba la adoración que él había odiado ver, la devoción servil y hechizada-. ¿Te ha gustado?

¿Qué importaba aquello entonces? Aquel hombre se había ido. Mintió para mostrarse amable.

– Sí, está muy bien. Muy bien.

– No, no entendí ni una palabra -admitió Sheila.

Dora estalló en carcajadas.

– Por el amor de Dios, vamos a tomar una copa.

– Si toma una copa tendrá que quedarse a pasar la noche -dijo Wexford el policía.

Sheila se quedó a desayunar, y después volvió a la Antigua Rectoría. Hacía rato que Wexford tenía que haberse ido a trabajar, pero quería hablar con la señora Macsamphire antes de irse. Por alguna razón, que no comprendía del todo, quería hablar con ella desde allí, no desde los establos ni de su propio teléfono del coche.

Igual que las diez de la noche era lo más tarde que se podía telefonear a nadie, lo más pronto eran las nueve de la mañana. Esperó hasta que Sheila se hubo ido, marcó el número y respondió una mujer joven con un fuerte acento escocés diciendo que Ishbel Macsamphire se encontraba en el jardín y que ya le llamaría ella. Wexford no lo aceptó. La mujer podría ser de esas personas que escatimaban cada penique gastado en una llamada de larga distancia, que tal vez tuviera que escatimar cada penique.

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