»Armado con el revólver que contenía los cinco cartuchos que quedaban en la recámara, entró en Tancred House y subió por la escalera trasera para llevar a cabo el plan de revolver el dormitorio de Davina. Los de abajo le oyeron y Harvey Copeland fue a mirar, pero para entonces el hombre del revólver ya había bajado la escalera y se acercaba al vestíbulo por el pasillo que viene de la zona de la cocina. Harvey, en el escalón inferior, se giró en redondo cuando oyó pasos y el hombre le disparó, y así cayó de espaldas sobre los escalones inferiores.
– ¿Por qué le disparó dos veces? -preguntó Vine-. Según el informe, el primer disparo le mató.
– He dicho algo acerca de un monomaníaco con ideas de venganza muy diferentes de las de la mayoría de la gente. El asesino sabía lo que habían propuesto para Harvey Copeland y Daisy. Disparó dos tiros al esposo de Davina en un momento de apasionados celos, para vengarse de él por su temeridad.
»Después entró en el comedor donde disparó a Davina y Naomi. Finalmente, disparó a Daisy. No para matarla, sólo para herirla.
– ¿Por qué? -preguntó Burden-. ¿Por qué sólo herirla? ¿Qué ocurrió que le alteró? Sabemos que no fue el ruido que el gato hacía en el piso de arriba. Dices que la huida fue a las ocho y diez o un minuto antes mientras Joanne Garland todavía subía por el camino principal, pero en cierto sentido no hubo ninguna huida. Sólo una escapada a pie. ¿No fue la llamada de Joanne a la puerta delantera lo que le hizo salir corriendo por la parte de atrás?
Vine terció:
– Si hubiera sido ella, habría oído los disparos o al menos el último. El hombre se fue porque no le quedaban más cartuchos en el revólver. No pudo volver a dispararle sencillamente porque la primera vez había fallado.
La verde vereda había terminado y en cierto modo lo que había al final era un precipicio. Los límites del bosque, las praderas más allá, a lo lejos las colinas, se extendían ante ellos. Un enorme grupo de cúmulos se arremolinaba en el horizonte, pero muy lejos del sol, demasiado lejos para disminuir el brillo de éste. Los tres hombres se quedaron de pie contemplando el panorama.
– Daisy se arrastró hasta el teléfono y marcó el 999 de urgencias -explicó Wexford-. No sólo le dolía y se encontraba en un estado de terror, de temor por su vida, sino también de angustia mental. En aquellos minutos tal vez tuvo miedo de morir, pero al mismo tiempo quería morir. Durante mucho tiempo después, días, semanas, quiso morir, no tenía nada por lo que vivir.
– Había perdido a toda su familia -comentó Burden.
– Oh, Mike, eso no tenía nada que ver con ello -dijo Wexford con repentina impaciencia-. ¿Qué le importaba su familia? Nada. A su madre la despreciaba igual que Davina lo hacía; era una pobre criatura débil que había hecho un mal matrimonio, jamás hizo nada, había dependido toda su vida de su madre. En cuanto a Davina, creo que positivamente le desagradaba, detestaba que la dominara, aquellos planes de ir a la universidad y viajar, incluso decidiendo lo que Daisy debería estudiar, e incluso organizándole su vida sexual. Ella debía de mirar a Harvey Copeland con una mezcla de burla y repulsión. No, a ella le desagradaban sus parientes más cercanos y no sintió ninguna pena por ellos cuando murieron.
– Pero parecía triste. Me decías que pocas veces habías visto a alguien tan apenado. Constantemente lloraba y deseaba estar muerta. Tú lo decías.
Wexford asintió.
– Pero no por haber presenciado el brutal asesinato de su familia. Estaba apenada porque el hombre al que amaba y que creía que la amaba le había disparado. El hombre al que amaba, la única persona en el mundo a la que amaba y que creía que lo arriesgaría todo por amor a ella, había intentado matarla. Eso era lo que ella pensaba.
»Cuando se arrastraba hasta el teléfono, en aquellos minutos, el mundo entero se le había venido abajo porque el hombre del que estaba apasionadamente enamorada había intentado hacer con ella lo que había hecho con los otros. Y siguió estando triste… por eso. Estaba sola, abandonada primero en el hospital, después con los Virson, al fin sola en la casa que ya era suya, y él no se puso en contacto, no lo intentó, no se acercó a ella. Él nunca la había amado, había querido matarla también. No me extraña que me dijera con gran dramatismo: "El dolor está en mi corazón".
Cuando las nubes alcanzaron el sol y empezó a refrescar rápidamente, los tres hombres se volvieron y echaron a andar hacia el coche. Inmediatamente se puso a hacer frío; soplaba una fuerte brisa de abril que cortaba el aire.
Llegaron al coche, subieron y regresaron por el camino secundario para pasar frente a la casa. Vine condujo por las losas muy despacio. La gata azul se hallaba sobre el borde de piedra de la piscina con uno de los peces de colores entre sus garras.
El pez con la cabeza roja forcejeaba y se agitaba, retorciendo su cuerpo. Queenie le daba golpes con la pata con la que no lo sostenía. Vine iba a bajar del coche pero la gata fue más rápida que él. Era una gata y él no era más que un hombre. Se llevó de pronto el pez a la boca y corrió hacia la puerta delantera que estaba entornada.
Alguien desde dentro la cerró.
La mayor parte de la tecnología había desaparecido. La pizarra había desaparecido al igual que los teléfonos. Los dos hombres que Graham Pagett había enviado se llevaban el ordenador principal y la impresora láser de Hinde. Otro acarreaba una bandeja con macetas de cactus. Un extremo de los establos había sido reconvertido en lo que era antes: el refugio privado de una jovencita.
Wexford nunca lo había visto así. Nunca había visto lo que Daisy tenía allí, el gusto que regía los muebles, el tipo de cuadros que tenía en las paredes. Un póster de Klimt, con cristal y enmarcado, mostraba un desnudo en una dorada tela transparente: otro era de gatos, un grupo de gatitos acurrucados en una cesta forrada de satén. El mobiliario era de mimbre, blanco y tapizado en algodón a cuadros blancos y azules.
¿Era éste su gusto o era el de Davina? Una planta de interior, sin agua y con aspecto ajado, se marchitaba en una maceta de porcelana blanca y azul. Todos los libros eran novelas victorianas, inmaculadas sus tapas, indudablemente no leídos, y obras sobre diversos temas, desde arqueología hasta política europea actual, desde familias del lenguaje a lepidópteros británicos. Todos elegidos por Davina, pensó. El único libro que parecía que alguna vez había sido leído era Las mejores fotos de gatos del mundo.
Hizo una señal a Burden y Vine para que se sentaran en la pequeña zona de estar que se había creado debido al inminente traslado.
Por última vez el camión de la comida había llegado, pero eso tenía que esperar. Pensó una vez más, enojado consigo mismo, que Vine lo había adivinado y explicado sólo uno o dos días después de los asesinatos.
– Eran dos -dijo Burden-. Todo el rato has insistido en que eran dos, pero sólo has mencionado a uno. Eso deja una única conclusión, creo yo.
Wexford le miró fijamente:
– ¿Sí?
– Que Daisy era la otra.
– Claro que lo era -dijo Wexford, y suspiró.
– Eran dos, Daisy y el hombre al que amaba -prosiguió Wexford-. Tú me lo dijiste, Barry. Me lo dijiste al principio y no te escuché.
– ¿Lo hice?
– Dijiste: «Ella hereda», y señalaste que tenía el mejor motivo, y yo dije algo sarcástico respecto a suponer que ella hizo que su amante la hiriera en el hombro y que no le interesaba la propiedad.
– No sé si hablé completamente en serio -dijo Vine.
– Tenías razón.
– Entonces, ¿lo hicieron por la propiedad? -preguntó Burden.
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