Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– ¿Crees que Andy durmió aquí?

– Podemos probar si hay huellas en las latas de coca-cola -dijo Burden-. Podría haber estado aquí. Él conocería este lugar. Y si estuvo aquí esas dos noches, la del 17 y el 18 de marzo, nadie más lo estuvo.

– Está bien. ¿Cómo llegó hasta aquí?

Burden le hizo señas de que cruzara la repugnante habitación. Tuvo que agachar la cabeza, pues los dinteles eran muy bajos. Detrás de una trascocina y la puerta trasera, con cerrojos arriba y abajo pero no cerrada con llave, había un jardín con alambrada lleno de maleza y una pequeña área tapiada que podría haber sido una carbonera o una pocilga. En el interior, medio cubierta con una sábana impermeable, había una moto.

– Nadie le habría oído llegar -dijo Wexford-. Los Harrison y Gabbitas estaban demasiado lejos. Daisy no había regresado a casa. No volvió hasta varios días más tarde. Él tenía este sitio para él. Pero, Mike, ¿por qué quería este sitio para él?

Caminaban por el sendero que bordeaba el bosque. A lo lejos, hacia el sur del camino secundario, se oía el gemido de la sierra de cadena de Gabbitas. Los pensamientos de Wexford pasaron al arma, a aquello tan extraordinario que habían hecho al revólver. ¿Gabbitas tenía los medios y conocimientos necesarios para cambiar el cañón de un revólver? ¿Tendría las herramientas? Por otra parte, ¿lo tendría alguna otra persona?

– ¿Por qué Andy Griffin querría dormir aquí, Mike?

– No lo sé. Estoy empezando a preguntarme si este lugar ejercía alguna fascinación especial en él.

– Él no era nuestro segundo hombre, ¿verdad? No era el que Daisy oyó pero no vio.

– No le veo en ese papel. Habría sido demasiado importante para él. Lo suyo era el chantaje, el chantaje de poca monta.

Wexford asintió.

– Por eso le mataron. Creo que empezó en pequeña escala y todo en efectivo. Eso lo sabemos por la cuenta de ahorros. Es posible que operara desde aquí mientras él y sus padres todavía vivían aquí. No creo que empezara con Brenda Harrison. Es posible que lo intentara con éxito con otras mujeres. Lo único que tenía que hacer era elegir a una mujer mayor y amenazarla con decirle a su esposo o a sus amigos o a algún pariente que ella se le había insinuado. A veces funcionaba y a veces no.

– ¿Crees que intentó algo con las mujeres de aquí? ¿La propia Davina, por ejemplo, o Naomi? Todavía puedo oír el veneno que había en su voz cuando me habló de ellas. El lenguaje selecto que utilizaba.

– ¿Se atrevería? Quizás. Es algo que nunca sabremos. ¿A quién hizo chantaje cuando salió de casa de sus padres aquel domingo y acampó aquí? ¿Al asesino o al hombre al que Daisy no vio?

– Tal vez.

– ¿Y por qué tenía que estar aquí para hacerlo?

– Esto se parece más a una de tus teorías que a las mías, Reg. Pero como he dicho, creo que este lugar le fascinaba. Era su hogar. Quizá guardaba amargo rencor por haber sido despedido el año pasado. Puede ser que descubramos que pasó mucho más tiempo aquí y en el bosque y que espiaba más de lo que nadie ha pensado. Todas esas ocasiones en que estaba fuera de casa, y nadie sabía dónde se encontraba, imagino que era aquí. ¿Quién conocía este lugar y estos bosques? Él. ¿Quién podía conducir a través de ellos sin quedarse atascado en el fango o estrellarse contra un árbol? Él.

– Pero hemos dicho que no le vemos como nuestro segundo hombre -dijo Wexford.

– Está bien, olvida esta habilidad para conducir por el bosque, olvida cualquier implicación en los asesinatos. Supongamos que estaba aquí acampado el 11 de marzo. Digamos que tenía intención de permanecer aquí un par de noches con fines de los que todavía no sabemos nada. Salió de su casa en la moto a las seis y trajo sus cosas aquí. Estaba en el cottage cuando llegaron los dos hombres a las ocho, o quizá no estaba en la casa sino fuera, paseando o haciendo lo que fuera. Vio a los asesinos y reconoció a uno de ellos. ¿Qué te parece?

– No está mal -admitió Wexford-. ¿A quién reconocería? A Gabbitas, sin duda. Aunque llevara una máscara de leñador. ¿Reconocería a Gunner Jones?

La bicicleta seguía allí. El obrero también seguía allí, dando los toques finales a su ventana reparada. Empezó a caer una persistente llovizna, la primera lluvia en mucho tiempo. El agua lavó las ventanas de los establos y oscureció el interior. Gerry Hinde tenía una lámpara en ángulo sobre el ordenador en el que estaba construyendo una nueva base de datos: todo sujeto o sospechoso al que habían entrevistado con sus respectivas coartadas y los testigos que las corroboraban.

Wexford había empezado a preguntarse si servía de algo permanecer tan cerca de la escena de los crímenes. El día siguiente haría cuatro semanas de lo que los periódicos llamaban «la matanza de Tancred» y el ayudante del jefe de policía le había citado para tener una entrevista con él. Wexford tenía que ir a su casa. Parecería una cita social, una copa de jerez en algún momento, pero el propósito de todo ello era, estaba seguro, quejarse de la falta de progresos realizados y el coste de todo aquello. Se sugeriría, o más probablemente se daría la orden, de que regresaran a Kingsmarkham, a la comisaría de policía. Volverían a preguntarle cómo podía seguir justificando la protección nocturna de Daisy. ¿Cómo podría justificar él ante sí mismo prescindir de esa protección?

Telefoneó a casa para preguntar a Dora si había habido señales de Shelia, recibió una preocupada negativa y salió a la lluvia. El lugar tenía un aspecto lúgubre con aquel tiempo. Era curioso que la lluvia y la grisura cambiaran la presencia de Tancred House, de tal manera que parecía un edificio de uno de esos siniestros grabados Victorianos, austero, incluso severo, con las ventanas como ojos apagados y sus muros descoloridos con manchas de agua.

Los bosques habían perdido su color azul y se habían vuelto grises como las piedras bajo un cielo espumoso. Bib Mew salió de la parte de atrás, montada en su bicicleta. Vestía como un hombre, caminaba como un hombre, se la habría calificado sin vacilar de masculina de lejos o de cerca. Al pasar al lado de Wexford, fingió no verle, girando la cabeza torpemente y mirando hacia el cielo, examinando el fenómeno de la lluvia.

Wexford recordó su minusvalía. Sin embargo, vivía sola. ¿Cómo debía de ser su vida? ¿Cómo había sido? Había estado casada. Eso le pareció grotesco. Montaba en su bicicleta como los hombres, empujaba fuerte los pedales y se alejó por el sendero principal. Era evidente que seguía evitando el camino secundario y la proximidad del árbol del ahorcado, y esto le produjo un pequeño escalofrío interno.

La mañana siguiente llegaron los constructores. Su furgoneta estaba en las losas junto a la fuente antes de que Wexford llegara. No se llamaban constructores, sino «Creadores de interiores» y eran de Brighton. Wexford repasó con atención sus notas sobre el caso, que ya formaban una gruesa carpeta. Gerry Hinde las tenía todas en un pequeño disco, más pequeño que el antiguo disco single, pero inútil para Wexford. Veía que el caso se le escapaba de las manos ahora que había transcurrido tanto tiempo.

Quedaban algunas incógnitas. ¿Dónde estaba Joanne Garland? ¿Estaba viva o muerta? ¿Qué relación tenía con los asesinos? ¿Cómo se marcharon de Tancred los asesinos? ¿Quién puso el arma en la casa de Gabbitas? ¿O se trataba de algún truco del propio Gabbitas?

Wexford volvió a leer la declaración de Daisy. Puso la cinta de la declaración de Daisy. Sabía que tendría que volver a hablar con ella, pues aquí las cosas irreconciliables eran más evidentes. Debía intentar explicarle cómo era posible que Harvey Copeland hubiera subido aquellas escaleras y sin embargo le dispararon como si aún estuviera al pie de ellas y de cara a la puerta de la calle; explicar el largo tiempo -un largo tiempo medido en segundos- entre que abandonó el comedor y recibió los disparos.

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