Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Cuando ella hubo regresado a la casa, Wexford se permitió una pequeña fantasía. Supongamos que realmente se atrajeran, esos dos. Thanny podría telefonear a Daisy, podrían conocerse y después… ¿quién sabía? No un matrimonio o una relación seria, él no quería eso para Daisy, a su edad. Pero para molestar a Nicholas Virson, para que Daisy cambiara su negativa a Oxford por una entusiasta aceptación; cuan deseable parecía todo aquello.

Gunner Jones regresó a casa antes de lo esperado. Había estado en York, en casa de unos amigos. Burden, al teléfono, le preguntó el nombre y la dirección de los amigos y él se negó a dar estos detalles. Previamente, se había enterado por la policía metropolitana de que, lejos de no ser capaz de manejar una pistola, Jones era miembro del North London Gun Club y tenía permiso de armas para rifle y pistola, motivo por el cual era objeto de inspecciones periódicas por parte de la policía.

El revólver no era un Colt sino un Smith and Wesson Modelo 31. No obstante, todo esto condujo a Burden a pedirle, en términos no inciertos, que acudiera a la comisaría de policía de Kingsmarkham. Al principio, Jones volvió a negarse, pero algo en el tono de Burden debió de dejarle claro que no podía elegir.

A la comisaría de policía, no a Tancred House. Wexford le hablaría en la austeridad de una sala de entrevistas, no donde su hija estaba a sólo un tiro de piedra. No supo por qué llegó a la decisión de ir a casa por el camino de Pomfret Monachorum. Era mucho más largo, daba un gran rodeo. La belleza de la puesta de sol, quizás, o algo más práctico: para evitar, al ir hacia el este, conducir directamente delante de aquella llameante bola roja cuya luz cegaba al penetrar en el bosque con rayos deslumbrantes. O simplemente ver cómo había empezado la primavera para cubrir de verde los árboles jóvenes.

Al cabo de unos seiscientos metros les vio. No el Land Rover. Ése o estaba escondido entre los árboles o aquel día no lo habían utilizado. Y John Gabbitas no iba vestido con su traje protector, no se veía ninguna sierra de cadena ni ninguna otra herramienta. Llevaba vaqueros y una chaqueta de Barbour y Daisy también llevaba vaqueros con un grueso jersey. Estaban de pie en el borde de una reciente plantación de árboles jóvenes, muy lejos, vislumbrados sólo porque por casualidad allí había como un pasillo, un camino abierto. Estaban hablando, estaban muy juntos y no oyeron su coche.

El sol les doraba con un tono rojizo y parecían figuras pintadas sobre un paisaje. Sus sombras eran oscuras y se alargaban en la hierba enrojecida. Vio que ella ponía una mano sobre el brazo de Gabbitas y su sombra le copió el gesto, y entonces Burden siguió conduciendo.

21

Un leñador utiliza cuerda. Burden recordaba haber visto realizar «cirugía» en un árbol del jardín de un vecino. Fue durante su primer matrimonio, cuando sus hijos eran pequeños. Todos lo habían contemplado desde una ventana del piso de arriba. El «cirujano» se había atado con cuerda a una de las grandes ramas del sauce antes de empezar el trabajo de serrar una rama muerta.

Si John Gabbitas trabajaría en sábado él no lo sabía, pero quiso ir al cottage temprano por si acaso. Sólo pasaba uno o dos minutos de las ocho y media. Los timbrazos repetidos no consiguieron despertarle. O Gabbitas todavía no se había levantado o ya se había ido.

Burden fue a la parte de atrás y miró los diversos edificios anexos, una leñera y un cobertizo para maquinaria, y una estructura para mantener la leña seca mientras se curaba. Todo había sido registrado al principio del caso. Pero cuando registraron, ¿qué buscaban?

Gabbitas apareció cuando Burden regresó a la parte delantera de la casa. Parecía no haber venido por el sendero que cruzaba el pinar, sino por entre los mismos árboles, de la zona de árboles que quedaba al sur de los jardines. En lugar de botas de trabajo, llevaba zapatillas de deporte y en lugar de ropa protectora o incluso su Barbour, vaqueros y un jersey. Si llevaba una camisa debajo de éste no se veia.

– ¿Puedo saber dónde ha estado, señor Gabbitas?

– Dando un paseo -respondió Gabbitas. Fue escueto y seco. Parecía ofendido.

– Una buena mañana para pasear -dijo Burden con suavidad-. Quiero preguntarle por la cuerda. ¿Utiliza usted cuerda en su trabajo?

– A veces. -Gabbitas se mostró receloso, parecía que iba a preguntar por qué, pero debió de pensárselo mejor o recordó cómo había muerto Andy Griffin-. Últimamente no la he usado, pero siempre la tengo a mano.

Como Burden había esperado, tenía la costumbre de atarse al árbol si el trabajo que tenía que hacer era a cierta altura o peligroso por alguna otra razón.

– Estará en el cobertizo de la maquinaria -dijo-. Sé exactamente dónde. Podría encontrarla a oscuras.

Pero no pudo. Ni a oscuras ni a plena luz del día. La cuerda había desaparecido.

Wexford, que se había preguntado de dónde procedían aquellas facciones de Daisy que no venían directamente de Davina Flory, las vio misteriosamente en el hombre que tenía ante sí. Pero no, quizá no misteriosamente. Gunner Jones era su padre, un acto manifiesto para todos excepto los que sólo veían un parecido en el tamaño físico y en el color del pelo y los ojos. Él tenía… o mejor dicho, Daisy tenía la manera de mirar oblicuamente ladeando el ojo y la boca, la curva de las ventanas de la nariz, el corto labio superior, las cejas rectas que describían una curva sólo en las sienes.

El peso del padre ensombrecía otros posibles parecidos. Era un hombre corpulento con una mirada truculenta. Cuando fue conducido a la sala de entrevistas donde se encontraba Wexford, se comportó como si se hallara de visita o incluso en una misión de investigación. Mirando la ventana (que daba a un patio trasero y depósito de cubos de basura), comentó despreocupadamente que el viejo lugar había cambiado mucho desde que había estado allí por última vez.

Había un insolente tono de desafío en su voz, pensó Wexford. Hizo caso omiso de la mano que le tendía con falsa cordialidad y fingió estar examinando una carpeta de papeles que tenía sobre la mesa.

– Siéntese, por favor, señor Jones.

Estaba un poco mejor que las salas de entrevistas usuales, es decir, las paredes no estaban estucadas en blanco, la ventana tenía persiana y no reja metálica, el suelo no era de cemento, sino que estaba embaldosado y las sillas en las que se sentaban los dos hombres tenían el respaldo y el asiento blandos. Pero no había nada que lo elevara a la categoría de «oficina» y junto a la puerta había un policía uniformado, el agente Waterman, procurando parecer despreocupado y como si estar sentado en el rincón de una sala inhóspita de la comisaría de policía fuera su lugar preferido para pasar el sábado por la mañana.

Wexford añadió algo a las notas que tenía frente a sí, leyó lo que había escrito, levantó la vista y empezó a hablar de Joanne Garland. Supuso que Jones se sorprendería, quizás incluso se mostraría desconcertado. Esto no era lo que esperaba.

– En otra época fuimos amigos, sí -dijo-. Estaba casada con mi amigo Brian. Solíamos salir juntos, las dos parejas, quiero decir. Yo y Naomi, Brian y ella. En realidad, yo trabajé para Brian mientras vivía allí, tenía un empleo en su compañía como representante de ventas. Me rompí la pierna, como quizás usted ya sabe, y el mundo del deporte se me cerró a la tierna edad de veintitrés años. Mala suerte, ¿no le parece?

Tratando la cuestión como retórica, Wexford preguntó:

– ¿Cuándo vio por última vez a la señora Garland?

La carcajada de Jones sonó como una bocina.

– ¿Verla? No la he visto desde hace yo qué sé, ¿diecisiete, dieciocho años? Cuando yo y Naomi nos separamos ella se puso de parte de Naomi, lo cual se podría llamar lealtad. Brian también se puso de su parte y así me quedé sin trabajo. Lo que se podría llamar eso, amigo mío, no lo sé, pero yo lo llamaría traición. Nada era bastante malo para que esos dos lo dijeran de mí… ¿y qué había hecho yo? No mucho, para ser sincero. ¿La había pegado? ¿Había salido con otras mujeres? ¿Bebía? En modo alguno, no había nada de eso. Todo lo que había hecho era volverme loco por culpa de aquella vieja zorra hasta que no pude soportarlo ni un maldito día más.

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