Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Entonces, ¿por qué Andy no se lo gastó?

Burden era reacio a preguntarles por la soga, pero tenía que hacerlo. En realidad, para su alivio, ninguno de los dos pareció efectuar la espantosa asociación. Ellos conocían la manera en que su hijo había muerto, pero la palabra «soga» no evocó enseguida en ellos la idea de ahorcamiento. No, ellos no poseían ninguna soga y estaban seguros de que Andy tampoco. Terry Griffin volvió al tema del dinero, los dólares. Una vez implantada en su mente la idea, ésta parecía tener prioridad sobre todo lo demás.

– ¿Esos billetes que dice que podrían cambiarse por libras pertenecían a Andy?

– Estaban en su habitación.

– Entonces, serán nuestros, ¿no? Será como una compensación.

– Oh, Terry -exclamó su esposa.

Él no le hizo caso.

– ¿Cuánto calcula que valen?

– De cuarenta a cincuenta libras.

Terry Griffin quedó pensativo.

– ¿Cuándo podremos quedarnos con ellos? -preguntó.

18

Respondió él mismo al teléfono.

– Gunner Jones.

O eso fue lo que Burden creyó que dijo. Podría haber dicho «Gunner Jones». Gunnar era un nombre sueco, pero podría llevarlo un inglés si, por ejemplo, su madre hubiera sido sueca. Burden había tenido un compañero de colegio llamado Lars que parecía tan inglés como él, así que ¿por qué no Gunnar? O quiza habías dicho «Gunner» y era un apodo que había recibido porque había formado parte de la Real Artillería [7].

– Me gustaría ir a visitarle, señor Jones. ¿Le iría bien hoy mismo? ¿Por ejemplo a las seis?

– Puede venir cuando quiera. Estaré aquí.

No preguntó por qué, ni mencionó Tancred ni a su hija. Era un poco desconcertante. Pero Burden no quería hacer un viaje en balde.

– ¿Usted es el padre de la señorita Davina Jones?

– Eso me dijo su madre. Los hombres tenemos que creer a las mujeres en esos asuntos, ¿no cree?

Burden no iba a confraternizar. Dijo que vería a G. G. Jones a las seis. «Gunner»: siguiendo un impulso, buscó esta palabra en el diccionario del que Wexford nunca se separaba mucho tiempo y averiguó que era otra palabra para indicar Gunsmith [8] . ¿Un armero?

Wexford telefoneó a Edimburgo.

Macsamphire era un nombre tan extraño, aunque inconfundiblemente escocés, que había confiado en que el único que aparecía en la guía telefónica de Edimburgo fuera el de la amiga de Davina Flory, y no se equivocó.

– ¿La policía de Kingsmarkham? ¿De qué puedo servirles yo?

– Señora Macsamphire, creo que la señorita Flory y el señor Copeland, junto con la señora Jones y Daisy, permanecieron con ustedes el pasado agosto cuando vinieron a Edimburgo para asistir al festival.

– Oh, no, ¿qué le ha sugerido esa idea? A Davina le desagradaba mucho alojarse en casas particulares. Todos se quedaron en un hotel, y después, cuando Naomi se puso enferma, tuvo una gripe verdaderamente fuerte, sugerí que la trasladaran aquí. Es terrible estar enferma en un hotel, ¿no le parece?, aunque sea un gran hotel como el Caledonian. Pero Naomi no quiso, por miedo a contagiármela, supongo. Davina y Harvey entraban y salían, por supuesto, y todos asistimos a un buen número de espectáculos juntos. Me parece que no vi a la pobre Naomi en ningún momento.

– Según creo, la señorita Flory participaba en la Feria del libro.

– Así es. Dio una conferencia sobre las dificultades que surgen al escribir la autobiografía y también participó en una mesa redonda de escritores. El tema trataba sobre si era factible que los escritores fueran versátiles; es decir, escribir ficción así como libros de viajes, ensayos y cosas así. Yo asistí a la conferencia y a la mesa redonda, y las dos fueron realmente muy interesantes…

Wexford logró interrumpirla.

– ¿Daisy estaba con ustedes?

La risa de aquella mujer era musical y más bien aniñada.

– Oh, no creo que a Daisy le interesara mucho todo aquello. En realidad, había prometido a su abuela que asistiría a la conferencia, pero no creo que lo hiciera. Pero es una chiquilla tan dulce y natural, que se lo perdonaría todo.

Esto era el tipo de cosas que Wexford quería oírle decir o pudo persuadirse a sí mismo de que quería oírlas.

– Por supuesto, iba con ella ese joven amigo suyo. Sólo le vi una vez y fue el último día, el sábado. Les saludé con la mano desde el otro lado de la calle.

– Nicholas Virson -apuntó Wexford.

– Eso es. Davina mencionó el nombre de Nicholas.

– Asistió al funeral.

– ¿Ah, sí? Yo estaba muy trastornada ese día. No lo recuerdo. ¿Eso es todo lo que quería preguntarme?

– No he empezado a preguntarle lo que realmente quiero saber, señora Macsamphire. En realidad, quiero pedirle un favor. -¿Lo era? ¿O lo hacía para imponerse a sí mismo un gran sacrificio?-. Daisy debería alejarse unos días de allí por diversas razones que no vienen al caso. Quiero preguntarle si la invitaría a quedarse con usted. Sólo una semana… -vaciló- o dos. ¿Se lo pedirá?

– ¡Pero ella no querrá venir!

– ¿Por qué no? Estoy seguro de que usted le gusta. Estoy seguro de que le gustaría estar con alguien con quien pudiera hablar de su abuela. Edimburgo es una ciudad hermosa e interesante. Bueno, ¿qué tiempo hace?

Otra vez aquella bonita risita.

– Me temo que llueve mucho. Pero claro que se lo pediré a Daisy; me encantaría que viniera, pero no se me había ocurrido pedírselo.

Los inconvenientes del sistema a veces parecían pesar más que los puntos en favor de establecer una sala de coordinación en el mismo lugar. Entre las ventajas se encontraban que se podía ver con los propios ojos quién iba de visita. Esa mañana no había ningún vehículo de los Virson aparcado entre el estanque y la puerta delantera, ni ninguno de los coches de Tancred, sino un pequeño Fiat que Wexford no pudo identificar de inmediato. Lo había visto antes, pero ¿de quién era?

En esta ocasión no tuvo la suerte de que se abriera oportunamente la portezuela y saliera el visitante. Nada le impedía, por supuesto, hacer sonar la campanilla, entrar y ser la tercera persona de cualquier conversación íntima que mantuvieran. Le desagradaba la idea. No tenía que tomar el control de la vida de ella, robarle toda su intimidad, su derecho a estar sola y libre.

Queenie, la gata persa, estaba sentada junto al estanque, contemplando la superficie despejada del agua. Una garra levantada distrajo brevemente su atención. La gata contemplaba la parte inferior de la gorda almohadilla gris, como si decidiera si la pata era adecuada como instrumento de pesca, y después metió las dos garras bajo su pecho, se colocó en posición de esfinge y prosiguió su contemplación del agua y los círculos de peces.

Wexford regresó a los establos, dio la vuelta a la casa y llegó a la terraza. Tenía una vaga sensación de cruzar lo que no debía, pero ella sabía que estaban allí, quería que estuvieran allí. Mientras él estuviera allí Daisy estaría protegida, estaría a salvo. Wexford miró hacia la casa y vio por primera vez que la georginización no había llegado tan lejos. Era en gran parte como del siglo diecisiete, con el entramado de madera a la vista y las ventanas divididas con parteluz.

¿Davina había construido el invernadero? ¿Antes de que fuera necesario el consentimiento para los edificios declarados de interés histórico-artístico? Pensó que lo desaprobaba, sin saber lo suficiente de arquitectura para tener una opinión firme. Daisy estaba allí dentro. La vio levantarse de donde estaba sentada. Se hallaba de espaldas a él y Wexford abandonó deprisa la terraza antes de que ella le viera. Su acompañante le resultaba invisible.

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