Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Vamos -dijo Wexford un poco más rudo-, ¡cálmate!

Hablaba así a Sheila cuando ella le hacía perder la paciencia, le había hablado así.

Daisy levantó la cabeza. Tragó saliva. Él vio el delicado movimiento del tórax entre las cortinas de reluciente pelo oscuro.

– Tienes que contarme lo que ha ocurrido.

– Ha sido tan espantoso. -Seguía con la voz quebrada, ronca, estridente-. Ha sido terrible.

Karen entró con el brandy en un vaso de vino. Se lo acercó a los labios de Daisy como si fuera una medicina. Daisy tomó un sorbo y tosió.

– Deja que se lo tome ella -dijo Wexford-. No está enferma. No es una niña ni una vieja, por el amor de Dios. Sólo ha tenido un susto.

Eso la zarandeó. Se le iluminaron los ojos. Tomó el vaso de la mano de Karen mientras Barry Vine entraba con cuatro tazas de té en una bandeja, y se tragó el brandy con gesto desafiante. Se atragantó violentamente. Karen le dio unos golpes en la espalda y las lágrimas acudieron a los ojos de Daisy, rebosaron y le resbalaron por la cara.

Tras haber observado esta actuación de manera inescrutable durante unos segundos, Vine saludó:

– Buenos días, señor.

– Supongo que es la mañana, Barry. Sí, bueno, debe de serlo. Vamos, Daisy, sécate los ojos. Ahora estás mejor. Estás bien.

Ella se secó la cara con el pañuelo de papel que Karen le tendió. Miró a Wexford con rebeldía pero habló con su voz de siempre.

– Nunca había tomado brandy.

Eso le recordó algo a Wexford. Muchos años atrás, recordaba que Sheila había pronunciado esas mismas palabras y el joven imbécil que estaba con ella había dicho: «¡Otra virginidad perdida, vaya!». Suspiró.

– Está bien. ¿Dónde estabais vosotras dos, tú y Karen? ¿En la cama?

– ¡Sólo eran las once y media, señor!

Había olvidado que para aquellas jóvenes las once y media era media tarde.

– Se lo he preguntado a Daisy -dijo Wexford con aspereza.

– Yo estaba aquí, mirando la televisión. No sé dónde estaba Karen, en la cocina o en algún otro sitio, preparándose algo de beber. Íbamos a acostarnos cuando terminara el programa. He oído a alguien fuera, pero he creído que era Karen…

– ¿Qué quieres decir con eso de que has oído a alguien?

– Pasos en la parte delantera. Las luces de fuera se acababan de apagar. Están programadas para apagarse a las once y media. Los pasos se acercaban a la casa, a las ventanas de allí, y yo me he levantado a mirar. La luna era muy brillante, no se necesitaba luz. Le he visto, le he visto allí fuera a la luz de la luna, tan cerca como estamos usted y yo ahora. -Hizo una pausa, respirando deprisa-. Y me he puesto a chillar, he chillado y chillado hasta que Karen ha llegado.

– Yo ya le había oído, señor. Le he oído antes que Daisy, creo, pasos fuera de la puerta de la cocina y que después iban por la parte trasera de la casa, a lo largo de la terraza. He cruzado la casa corriendo para ir al… invernadero, y le he vuelto a oír pero no le he visto. Entonces ha sido cuando he telefoneado. Lo he hecho antes de oír gritar a Daisy. He venido aquí y he encontrado a Daisy chillando ante la ventana y golpeando el cristal y entonces… le he telefoneado a usted.

Wexford se volvió a Daisy otra vez. La muchacha se había calmado, al parecer el brandy había producido aquel efecto de aturdimiento que ella deseaba.

– ¿Qué has visto exactamente, Daisy?

– Llevaba algo sobre la cabeza, como una especie de casco de lana con agujeros para los ojos. Parecía eso que llevan los terroristas; iba vestido… no sé, quizá con un chándal, oscuro, podría ser negro o azul oscuro.

– ¿Era el mismo hombre que mató a tu familia e intentó matarte a ti aquí el 11 de marzo?

Aun cuando lo pronunció pensó que era una pregunta terrible para tener que formulársela a una muchacha de dieciocho años, una muchacha protegida, una muchacha asustada.

Por supuesto, no podía responderle. El hombre iba enmascarado. Ella le devolvió la mirada con expresión desesperada.

– No lo sé, no lo sé. ¿Cómo quiere que lo sepa? Podría serlo. No podría decir nada de él, podría ser joven o no tan joven, no era viejo. Parecía corpulento y fuerte. Parecía… parecía conocer este lugar, aunque no sé por qué me ha dado esa impresión, sólo es que parecía saber lo que hacía y adonde iba. Oh, ¿qué será de mí, qué me sucederá?

Wexford se ahorró intentar encontrar una respuesta gracias a la entrada de los Harrison en la habitación. Aunque Ken Harrison iba completamente vestido, su esposa llevaba el tipo de atuendo que Wexford había oído llamar mucho tiempo atrás, un «abrigo de casa», de terciopelo rojo con plumón alrededor del cuello, la parte delantera abierta desde la cintura por donde asomaban los pantalones de un manchado pijama azul. Al modo clásico, llevaba un atizador.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Harrison-. Hay hombres por todas partes. Este lugar es un hervidero de policías. Le he comentado a Brenda, ¿sabes lo que esto podría ser? Podría ser que aquellos asesinos hayan regresado para rematar a Daisy.

– Así que nos hemos vestido y hemos venido directamente aquí. Yo no quería andar, he hecho que Ken sacara el coche. Aquí no se está a salvo, no me sentiría segura ni siquiera dentro de un coche.

– Deberíamos haber estado aquí. Lo dije desde el principio, cuando nos enteramos de que iba a haber mujeres policía en la casa. ¿Por qué no nos llamaron a nosotros? Aunque sean policías no son más que unas niñas. Deberían habernos llamado a nosotros, a Johnny y a mí, Dios sabe que hay dormitorios suficientes, pero ah, no, nadie lo sugirió, así que yo no dije ni una palabra. Si Johnny y yo hubiéramos estado aquí y se hubiera corrido la voz de que estábamos aquí, ¿cree que habría sucedido nada de esto? ¿Cree que ese asesino habría tenido el descaro de volver aquí con ideas de rematarla? Ni un…

Daisy la interrumpió. Wexford se asombró al ver su reacción. La chica se levantó de un salto y dijo con fría claridad:

– Están ustedes despedidos. Supongo que debo darles algún plazo y no sé cuál es, pero es posible que sea un mes. Quiero que se marchen de aquí cuanto antes mejor. Si de mí dependiera, se marcharían mañana.

Era, sin duda alguna, nieta de su abuela. Se quedó de pie con la cabeza alta, mirándoles con desdén. Y entonces, rápidamente, la voz se le quebró y se le enturbió. El brandy había hecho su efecto y ahora éste era de otro tipo.

– ¿No tienen sentimientos? ¿No les importo nada? ¿Hablando de rematarme? ¡Les odio! ¡Les odio a los dos! Quiero que se vayan de mi casa, de mi finca, voy a quitarles su cottage…

Sus gritos se desintegraron convirtiéndose en un gemido, un llanto histérico. Los Harrison quedaron mudos de asombro, Brenda realmente boquiabierta. Karen se acercó a Daisy y Wexford pensó por un momento que iba a propinarle una de esas bofetadas que se supone son el mejor remedio para la histeria. Pero en lugar de eso tomó a Daisy en sus brazos y puso una mano en la oscura cabeza y apoyó ésta sobre su hombro.

– Vamos, Daisy, ahora voy a llevarte a la cama. Ya estás a salvo.

¿Lo estaría? Wexford deseaba haber podido tranquilizarla con aquella confianza. Los ojos de Vine tropezaron con los suyos y el sosegado sargento realizó la acción más parecida a levantar la mirada. Movió sus globos oculares unos milímetros hacia el norte.

Ken Harrison dijo excitado:

– Está nerviosísima, muy agitada, no lo ha dicho en serio. No lo ha dicho en serio, ¿verdad?

– Claro que no, Ken, aquí todos formamos una familia, somos parte de la familia. Por supuesto que no lo ha dicho en seno… ¿verdad?

– Creo que será mejor que se vayan a casa, señora Harrison -aconsejó Wexford-. Los dos deberían irse a casa. -Desistió de decir que las cosas parecerían distintas por la mañana, aunque indudablemente sería así-. Vayan a casa y duerman un poco.

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