Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino
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– Ya sabes por qué, Daisy.
– No creo que ninguno de ellos vuelva y me mate.
– Yo tampoco, pero prefiero estar en el lado seguro.
Wexford había intentado telefonear varias veces al padre de Daisy pero nunca respondía nadie en Nineveh Road, en el número de G. G. Jones. Aquella noche, después de leer la novela de Davina Flory, Los anfitriones de Midian, el que le gustaba a Casey, empezó su primer libro acerca de la Europa del Este y descubrió que no le gustaba mucho Davina. Era una esnob refinada y cursi, tanto social como intelectual; era autoritaria, se consideraba superior a la mayoría de la gente; se mostraba agradable con su hija y feudal con sus criados. Aunque declaradamente de izquierdas, no aludía a la clase «trabajadora» sino a la clase «baja». Sus libros la mostraban como esa criatura siempre sospechosa, la socialista rica.
Una mezcla de elitismo y marxismo imbuía estas páginas. La humanidad práctica estaba claramente ausente, como el humor, excepto en una sola área. Parecía ser una de esas personas que se deleitan con la idea del sexo desenfrenado para todos, que encuentran la noción misma del sexo lubricantemente deliciosa y la única fuente de diversión, tan fácilmente asequible para los viejos (los viejos inteligentes y atractivos) como los jóvenes. Pero en el caso de los jóvenes indispensable, algo a lo que entregarse con fabulosa frecuencia, tan necesario como la comida e igualmente nutritivo.
Como consecuencia de su petición en el asunto de la solicitud de plaza, Wexford y Dora fueron invitados a casa de los Perkins a tomar una copa. El vicecanciller de la universidad de Myringham le sorprendió confesándole que en otro tiempo había tenido íntima amistad con Harvey Copeland. Harvey, años atrás, había sido profesor visitante de estudios empresariales en una universidad americana durante la época en que él, Stephen Perkins, había dado una clase de historia allí mientras trabajaba en su doctorado en filosofía. Según el doctor Perkins, Harvey era en aquella época, en los años sesenta, un hombre asombrosamente guapo y lo que él llamaba un «bombón en la universidad». Se produjo un escándalo menor por una estudiante de tercero que quedó embarazada y otro un poco mayor por su aventura con la esposa de un jefe de departamento.
– En aquella época, no era corriente que hubiera estudiantes embarazadas, en especial no lo era en el medio Oeste. El no tuvo que irse ni nada parecido. Se quedó sus dos años, pero mucha gente suspiró cuando se marchó.
– ¿Cómo era él, aparte de eso que me ha contado?
– Agradable, corriente, bastante aburrido. Simplemente era muy apuesto. Dicen que un hombre no puede decir eso de otro hombre, pero no se podía evitar en el caso del pobre Harvey. Le diré a quién se parecía: a Paul Newman. Pero era un poco pesado. Una vez fuimos allí a cenar, ¿verdad, Rosie? A Tancred, me refiero. Harvey era el mismo que veinticinco años atrás, un terrible aburrimiento. Seguía pareciéndose a Paul Newman. Quiero decir, al Paul Newman de ahora.
– Era magnífico, el pobre Harvey -dijo Rosie Perkins.
– ¿Y Davina?
– ¿Recuerda hace unos años, que los muchachos escribían esos graffiti como «Reglas de Rambo», «La regla de las pistolas», cosas así? Bueno, así era Davina. Se podía haber dicho «Reglas de Davina». Si ella estaba allí, ella presidía. No era tanto la vida y el alma de la fiesta como la jefa. De una manera razonablemente sutil, por supuesto.
– ¿Por qué se casó con él?
– Amor. Sexo.
– Solía hablar de él de una manera muy embarazosa. Oh, no debería contarle esto, ¿verdad, cariño?
– ¿Cómo quieres que lo sepa si no sé de qué se trata?
– Bueno, ella siempre decía, en tono muy confidencial, ya sabe, que él era un amante maravilloso. Ponía cara de pícara y ladeaba la cabeza… realmente era violento; estabas a solas con ella, no había hombres delante, y decía, de un modo bastante pícaro, que él era un amante maravilloso. No puedo imaginarme diciendo a nadie algo así acerca de mi marido.
– Muchas gracias, Rosie -rió Perkins-. En realidad, en una ocasión pude oírla decirlo.
– Pero no tenía más de sesenta años cuando decidió casarse con él.
– ¿La edad tiene algo que ver con el amor? -dijo el vicecanciller con aire grandioso; a Wexford le pareció una cita, pero no pudo identificarla-. Le advierto que no le hacía ningún otro cumplido. Digamos que su intelecto no estaba situado muy arriba en opinión de ella. Pero a Davina le gustaba rodearse de ceros a la izquierda. La gente como ella lo hace. Les adquieren, como en el caso de Harvey, o los crean, como en el caso de esa hija suya, y después pasan el resto de su vida despotricando de ellos porque no son ingeniosos y brillantes.
– ¿Davina lo hacía?
– No lo sé. Lo supongo. La pobre mujer ha muerto, y de una manera espantosa.
Los cuatro a la mesa, dos ceros a la izquierda, como Perkins los llamaba, dos brillantes, y entonces el asesino entró en la casa y todo terminó, el despotricar y el ingenio, la sosería y el amor, el pasado y la esperanza. A menudo pensaba en ello, pensaba en la mise-en-scéne más de lo que lo había hecho en ningún otro caso anterior. El mantel rojo y blanco, rojo y blanco como aquellos peces del estanque, era una imagen recurrente que nadie creería que un policía maduro como él pudiera seguir viendo. Mientras leía el relato de Davina sobre sus viajes por Sajonia y Turingia, pensó en aquel mantel, teñido con su sangre.
«Es una manera horrible de matar a alguien -había dicho a Burden refiriéndose al ahorcamiento de Andy Griffin-. El asesinato es horrible.» Pero ¿había sido un asesinato inteligente? ¿O un asesinato sólo era desconcertante a través de una concatenación de circunstancias impredecibles? ¿Tenían que creer que el asesino había sido lo bastante listo para grabar surcos en el cañón de un revólver de calibre 38 o calibre 357? ¿Algún compinche de Andy Griffin había sido tan listo como para hacer eso?
Rosemary Mountjoy se quedó en Tancred House con Daisy el lunes por la noche, Karen Malahyde el martes y Anne Lennox el miércoles. El doctor Sumner-Quist proporcionó a Wexford un informe completo de la autopsia el jueves y un tabloide nacional diario publicó una historia en su primera página preguntándose por qué la policía no habían hecho ningún progreso en la caza de los responsables de la matanza de Tancred House. El subjefe de policía hizo ir a Wexford a su casa, pues quería saber cómo había permitido que Andy Griffin muriera. O eso había querido decir, expresado de otro modo.
La investigación sobre Andy Griffin se abrió y fue aplazada. Wexford estudió un análisis detallado del laboratorio del forense sobre el estado de la ropa de Andy. Se encontraron partículas de arena, marga, tiza y mantillo fibroso en las costuras del chándal y en los bolsillos de la chaqueta. Una pequeña cantidad de fibra de yute como la utilizada en la fabricación de cuerdas se adhería al cuello de la camisa del chándal.
Sumner-Quist no había hallado restos de ningún sedante ni sustancia narcótica en el estómago o los intestinos. Le habían asestado un golpe en el costado de la cabeza antes de morir. La opinión de Sumner-Quist era que este golpe había sido propinado por un instrumento pesado, probablemente un instrumento de metal, envuelto en tela. El golpe no era grave pero habría sido suficiente para dejar sin sentido a Griffin durante unos minutos. Tiempo suficiente.
Wexford no se estremeció. Sólo tuvo la sensación de estremecerse. Era un cuadro espantoso lo que esto evocaba, de alguna manera no de este mundo moderno tal como él lo conocía, sino de un tiempo muy remoto, arcano, brutal y crudamente rústico. Podía ver al hombre que no sospechaba nada, al gordo, estúpido y tontamente confiado hombre que quizá creía que tenía un secuaz en su poder, y al otro arrastrándose detrás de él con su arma preparada, su arma acolchada. El golpe en la cabeza, rápido y experto. Después, sin tiempo que perder, el nudo corredizo preparado, la soga colocada en una rama grande de un fresno…
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