Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Fue la casualidad lo que permitió que Wexford se encontrara con él una hora más tarde. Él salía de su coche y dijo a Donaldson que esperara cuando vio a alguien que subía al Fiat.

– Señor Sebright.

Jason le ofreció una amplia sonrisa.

– ¿Leyó mi artículo sobre los asistentes al funeral? El subdirector lo hizo pedazos y le cambió el título. Lo llamaron: «Adiós a la grandeza». Lo que no me gusta del periodismo local es que se tiene que ser agradable con todo el mundo. No se puede ser acre. Por ejemplo, el Courier tiene una columna de chismes pero nunca hay ni una línea sarcástica en ella. Quiero decir, lo que se quiere es especular sobre quién se tira a la alcaldesa y cómo el jefe de policía consiguió sus vacaciones en Tobago. Pero eso es anatema en un periódico local.

– No te preocupes -dijo Wexford-. Dudo que estés allí mucho tiempo.

– Eso suena un poco a doble filo. He tenido una entrevista asombrosa con Daisy. «El intruso enmascarado.»

– ¿Te ha hablado de eso?

– De todo. Me lo ha contado todo. -Lanzó una mirada de reojo a Wexford, con una leve sonrisa irónica-. No he podido evitar pensar que cualquiera podía hacerlo, ¿no? Subir aquí con una máscara y asustar a las señoras.

– Te atrae, ¿verdad?

– Sólo como historia -dijo Jason-. Bien, me iré a casa.

– ¿Dónde vives?

– En Cheriton. Le contaré una historia. La leí el otro día, me parece maravillosa. Lord Halifax dijo a John Wilkes: «¡Caramba, señor, no sé si perecerá antes en la horca o de sífilis», a lo que Wilkes replicó, rápido como una centella: «Eso depende, señor, de si abrazo primero los principios de Su Señoría o a la amante de Su Señoría».

– Sí, ya la había oído. ¿Es cierta?

– Me recuerda a mí -dijo Jason Sebright.

Se despidió de Wexford con un gesto de la mano, entró en su coche y se alejó bastante rápido por el camino secundario.

Gunther o Gunnar aparece en la saga de los Nibelungos. Gunnar es la forma nórdica, Gunther la alemana o borgoñona. Gunther decidió cabalgar a través de las llamas que rodeaban el castillo de Brunilda y así conseguirla como esposa. Fracasó y fue Sigfrido quien lo logró disfrazado de Gunther permaneciendo tres noches con Brunilda, junto a la cual dormía con una espada en medio. Wagner compuso óperas con este tema.

Este relato le fue ofrecido a Burden por su esposa antes de que él partiera para Londres. Burden a veces pensaba que su esposa lo sabía todo; bueno, todo lo de ese tipo. Esto, lejos de ofenderle, provocaba su admiración y le resultaba muy útil. Era mejor que el diccionario de Wexford y, le decía a ella, mucho más atractivo.

– ¿Cómo crees que lo hacían? Me refiero a lo de la espada. No les molestaría mucho si la dejaban plana. Podían subir la sábana y taparla y apenas notarían que estaba allí.

– Creo -dijo Jenny con seriedad- que debían de dejarla con el filo hacia arriba, y la empuñadura apoyada en el cabezal de la cama. Espero que sólo escribieran acerca de ello, no que lo hicieran en verdad.

Barry Vine conducía. Era de esos a los que les gusta conducir, a cuyas esposas nunca dejan conducir, que conducirán distancias enormes y terribles y parecerán disfrutar. Barry le había dicho una vez a Burden que había conducido hasta su casa desde el oeste de Irlanda con una sola mano y sin frenar salvo el tramo del ferry hasta Fishguard. Esta vez sólo tenía que conducir ciento veintinueve kilómetros.

– ¿Conoce esa expresión, señor, «besar a la hija del artillero»?

– No, no la conozco.

Burden empezaba a sentirse un ignorante. ¿Iba el sargento detective Vine a contarle más aventuras de todos esos personajes wagnerianos que parecían pasar de las sagas noruegas a las óperas alemanas y volver a las primeras?

– Es una frase que significa algo completamente diferente, pero no puedo recordar qué.

– ¿Sale en alguna ópera?

– Que yo sepa, no -respondió Barry.

La casa del padre de Daisy se encontraba cerca del campo de fútbol del Arsenal, una pequeña casa victoriana de ladrillo gris en una calle de casas adosadas. No había limitación de aparcamiento y Vine pudo dejar el coche junto al bordillo en Nineveh Road.

– Mañana a esta hora habrá luz -dijo Barry, palpando en busca del picaporte de la verja-. Esta noche hay que adelantar los relojes.

– Hay que adelantarlos, ¿no? Nunca recuerdo cuándo hay que adelantarlos y cuándo hay que atrasarlos.

– En primavera adelantarlos, en otoño atrasarlos -dijo Barry.

Burden, hartándose de ser siempre el que recibe la instrucción, estaba a punto de protestar que también se podría decir en otoño adelantarlos y en primavera atrasarlos cuando de repente un brillante rayo de luz procedente de la puerta delantera les inundó y les hizo parpadear.

Salió un hombre. Les tendió la mano como si fueran invitados o incluso viejos amigos.

– Han encontrado el camino, ¿eh?

Era una de esas observaciones que tienen que haber recibido una afirmación preliminar para que se hagan, pero la gente sigue haciéndolas. G. G. Jones incluso hizo otra.

– Han aparcado, ¿no?

Su tono era alegre. Era más joven de lo que Burden había esperado, o parecía más joven. En el interior, con la luz dándole de pleno en lugar de iluminarle por detrás, aparentaba no muchos más de cuarenta. Burden también había esperado algún parecido con Daisy, pero no era así, o al menos un primer examen rápido no lo reveló. Jones era rubio, con la cara rubicunda. El aspecto joven se debía en parte a que su cara era redonda y como de bebé, con la nariz respingona y los pómulos anchos. Daisy no se parecía a él, igual que no se parecía a Naomi. Era hija de su abuela.

También tenía exceso de peso, demasiado peso para que su cuerpo fornido lo llevara bien. Los comienzos de un vientre enorme sobresalían bajo el jersey en forma de barril. Él parecía encontrarse muy cómodo, sin nada que ocultar, y la impresión de que habían sido invitados, de que eran incluso huéspedes de honor aumentó cuando el hombre sacó una botella de whisky, tres latas de cerveza y tres vasos.

Ambos policías declinaron la invitación. Les había hecho entrar en una sala de estar cómoda, pero que carecía de lo que Burden habría llamado «un toque femenino». Era consciente de que esto era (misteriosamente para él, puesto que sólo podía considerarlo adulador para las mujeres) una teoría sexista. Su esposa le habría reñido por sostenerla. Pero en secreto lo creía así, era un hecho. Aquélla, por ejemplo, era una habitación cómoda y amueblada decentemente con cuadros en las paredes y un calendario colgado, un reloj sobre la repisa de la chimenea victoriana e incluso un ficus que luchaba por sobrevivir en un oscuro rincón. Pero no había ninguna delicadeza, nada de gusto, ningún interés por el aspecto que tenía el lugar, no había simetría, ni arreglo, nada que creara hogar. Ninguna mujer vivía en aquella casa.

Se dio cuenta de que había permanecido en silencio demasiado rato, aun cuando Jones había llenado el intervalo yendo a buscar la coca-cola dietética que había presionado a Barry a aceptar y sirviéndose su cerveza. Burden se aclaró la garganta.

– ¿Le importaría decirnos su nombre, señor Jones? ¿Qué significan las iniciales?

– Mi primer nombre es George, pero siempre me han llamado Gunner.

– ¿Con e o con a ?

– ¿Cómo dice?

– ¿Gunn er o Gunn ar ?

– Gunner. Porque solía jugar en el Arsenal [9]. ¿No lo sabían?

No, no lo sabían. Barry hizo una mueca. Tomó un sorbo de su coca-cola de régimen. Así que Jones en otro tiempo, quizá veinte años atrás, había jugado en el Arsenal, los Gunner, y Naomi, la «seguidora del fútbol», le había adorado desde la tribuna…

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