Luego, en las calles solitarias, el marino tropezó con la misma preocupación. Retumbaban sus pasos bajo la luz del sol con una sonoridad igual á la de los subterráneos de huecas tumbas. Al detenerse, renacía el silencio: «un silencio de dos mil años», según pensaba Ferragut. Y en este silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de una agria discusión. Eran los guardianes y los empleados de las excavaciones, que, faltos de trabajo, gesticulaban y se insultaban en sus asientos de veinte siglos, profundamente separados por el entusiasmo patriótico ó el miedo á los horrores de la guerra.
Ferragut, con el plano en la mano, pasó ante estos grupos, sin que nadie se levantase para guiarle. Durante dos horas pudo creerse un vecino de la antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día de fiesta dedicado á las divinidades campestres. Su mirada iba hasta el último extremo de las rectas calles, sin tropezar con personas ni cosas que le recordasen los tiempos modernos.
Pompeya le pareció más pequeña en esta soledad. Era un cruzamiento de vías estrechas con altas aceras pavimentadas de bloques poligonales de lava azul. En sus intersticios formaba la fecundidad primaveral apretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con sus ruedas profundos relejes en este pavimento. En todas las encrucijadas se encontraba una fuente pública con un mascarón que había arrojado agua por su boca.
Ciertos letreros rojos de las paredes eran anuncios de elecciones verificadas en los principios de la era actual: candidaturas de edil ó de diunviro que se recomendaban á los electores pompeyanos. Unas puertas ostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par de serpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones de las callejuelas, un verso latino grabado en el muro rogaba al transeúnte que se abstuviese de sucios desahogos. Vivían aún en las paredes de estuco caricaturas y monigotes, obra de los pilluelos del siglo de César.
Las casas estaban construídas á la ligera sobre un suelo en el que se habían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otros eran de maderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedando únicamente las escaleras.
En esta ciudad graciosa, de vida amable y fácil, más griega que romana, todos los pisos bajos de las casas plebeyas habían estado ocupados por pequeños comercios. Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que el establecimiento: cuevas cuadradas, iguales á las de los zocos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente. La puerta se asemejaba á un portillo de escape; toda la vida estaba vuelta hacia el interior, afluyendo las riquezas y magnificencias al patio central, adornado con piscinas, estatuas y arriates de flores.
El mármol era raro. Las columnas, construídas con ladrillos, estaban cubiertas de un estuco que ofrecía su superficie á la pintura. Pompeya había sido una ciudad policroma. Todas las columnas, rojas ó amarillas, tenían capiteles de diversos colores. Predominaba en los muros el negro charolado con el rojo y el ámbar, ocupando su centro un pequeño cuadro, las más de las veces erótico. En los frisos cabalgaban amores y tritones entre emblemas campestres y marítimos.
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