Vicente Blasco - Mare nostrum
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En el rancho de proa se entregaban muchos de ellos á cálculos comerciales. El primer viaje de la guerra equivalía á diez de los anteriores; el segundo tal vez proporcionase ganancia como veinte. Y se alegraban por Ferragut, con el mismo desinterés que su primer oficial, acordándose de los malos negocios de antes. Los maquinistas ya no eran llamados al camarote del capitán para idear nuevas economías de combustible. Había que aprovechar el tiempo, y Mare nostrum iba á todo vapor, haciendo catorce millas por hora, como un buque de pasajeros, deteniéndose únicamente cuando le cerraba el paso un destroyer inglés á la entrada del Mediterráneo, enviándole un oficial para convencerse de que no llevaba á bordo súbditos de los Imperios enemigos.
La abundancia reinaba igualmente entre el puente y la proa, donde estaban la cocina y el alojamiento de los marineros, espacio del buque respetado por todos como dominio incontestable del tío Caragòl.
Este viejo apodado «Caracol» – otro amigo antiguo de Ferragut – era el cocinero de á bordo, y aunque no se atrevía á tutear al capitán, como en otros tiempos, la expresión de su voz daba á entender que mentalmente seguía usando de esta familiaridad. Había conocido á Ulises cuando huía de las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de sus ojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo á ser simple lanchero. Su gravedad y su corpulencia tenían algo de sacerdotal. Era el mediterráneo obeso, de cabeza pequeña, cuello voluminoso y triple mentón, sentado en la popa de su barca de pesca como un patricio romano en el trono de la trirreme.
Su talento culinario sufría eclipses cuando no figuraba el arroz como tema fundamental de sus composiciones. Todo lo que este alimento puede dar de sí lo conocía perfectamente. En los puertos del Trópico, los tripulantes, hastiados de bananas, piñas y aguacates, saludaban con entusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatas ó de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por la cara roja de los garbanzos y el lomo negro de las morcillas. Otras veces, el cocinero, bajo el cielo plomizo de los mares septentrionales, les hacía evocar el recuerdo de la lejana patria dándoles el monástico arroz con acelgas ó el mantecoso arroz con nabos y judías.
En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragòl – San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao – , aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves. El cocinero sorprendía á su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume que arrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipe mantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un puñetazo para que soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares como bocados crujientes de un pan dulce y picante, alternando con las cucharadas de arroz. El buque estaba á veces cerca del Brasil, á la vista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de los negros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantes creían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de mano en mano el porrón de vino fuerte de Liria.
Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.
Hervido aparte (abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldo de la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentración de todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío perfumado, que evoca la imagen de un jardín oriental. Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.
Ulises asentía á las reflexiones del cocinero, llevándose á la boca la primera cucharada con gesto interrogante… Luego sonreía, sumiéndose en gastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragòl!» Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl, presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, mi capitán.» Tòni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja, interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiese quedado corto al medir la ambrosía.
El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!…» Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.
Ulises le creía capaz de subir al puente declarando que la navegación no podía continuar por haberse agotado los odres del líquido color de amatista procedente de la sierra de Espadán.
Sus ojos cegatos reconocían inmediatamente en los puertos la nacionalidad de los buques que fondeaban á ambos costados del Mare nostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente. «¡Nada!…» Eran barcos insípidos, barcos del Norte, que hacían su comida con manteca: tal vez barcos protestantes.
Otras veces avanzaba por la borda con lentitud, siguiendo un rastro embriagador, hasta que se colocaba enfrente de la cocina del buque vecino, aspirando su rico perfume. «¡Hola, hermanos!…» Imposible equivocarse. Eran españoles; y si no, procedían de Marsella, de Génova ó de Nápoles; en suma, compatriotas que comían y vivían bajo todas las latitudes lo mismo que si estuviesen en su pequeño mar interior. Pronto se entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de español, de provenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costa de África, desde Egipto á Marruecos. Unas veces se enviaban presentes como los que se cruzan entre tribu y tribu: frutos del lejano país. Otras, enemistados de pronto sin saber por qué, avanzaban los puños sobre las bordas, gritándose insultos en los que reaparecían metódicamente, á cada dos palabras, la Virgen y su santo hijo.
Esta era la señal para que el tío Caragòl, alma religiosa, volviese con altivo silencio á su cocina. Tòni, el segundo, se burlaba de sus entusiasmos devotos. La gente de proa, materialista y tragona, le escuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y los mejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relato nuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre una escalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar su milagroso cargamento.
Había sido esto cuando el Grau no era mas que un grupo de chozas lejos de las murallas de Valencia y amenazado por los desembarcos de los piratas moros. Durante muchos años, Caragòl había sacado en hombros y descalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombres de mar disfrutaban de tal honor, y él, viejo y cegato, aguardaba entre el público de la procesión para lanzarse sobre la enorme reliquia, pasando sus ropas por la madera.
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